Fuente: El Pensamiento Navarro, 12 de Marzo de 1978, página 3.



SINCERIDAD


Por CLARA SAN MIGUEL


La palabra sinceridad es un arma subversiva que está haciendo más daño que la goma-2.

Naturalmente, la primera réplica que salta al oír esto es la siguiente:

– Entonces, ¿usted prefiere la hipocresía?

Y si yo contesto que, a veces, sí, el mundo se me cae encima y ya no hay modo de continuar el razonamiento.

Aquí está el peligro: en la enorme carga explosivo-sentimental que llevan estas dos palabras. Hoy día, la mayor parte de los juicios de conducta se cuelgan de la una o de la otra. Por ejemplo:

Si un niño le suelta a su madre una insolencia hay que alabar su sinceridad. Reñirle sería fomentar su hipocresía.

Seguir unido un matrimonio cuando los cónyuges han dejado de quererse y se son mutuamente antipáticos, es hipocresía. Irse cada uno por su lado, es sinceridad. Este tipo de juicio lo oímos y lo leemos veinte veces por día.

Pero hay algo aún más grave: el test de la sinceridad se aplica también a los juicios de carácter ideológico:

Un jovencito anda por ahí con una hoz y un martillo en la solapa y dedica lo mejor de su tiempo a manifestaciones comunistas. Su padre dirá a los amigos que él respeta las opiniones de su hijo porque son sinceras.

Otro paso más es eso de «tu verdad» y «mi verdad», que suele aparecer en las discusiones de la gente joven. No hay que discutir: cada uno que se quede con «su verdad».

Lutero defendió su verdad y los nihilistas rusos murieron heroicamente por la suya y en nada se distinguen de los mártires cristianos. La mitad de mis alumnas llevan en sus carpetas pegatinas del Che Guevara: «Se le nota en la cara que era muy sincero».

Todo esto constituye una auténtica subversión psicológica que prepara las mentes para la subversión política y social. Y lo más grave es que está siendo fomentada deliberadamente por la mayor parte del clero y de la jerarquía eclesiástica. Concretamente, Lutero y Che son los santos de moda en las homilías y en los textos escolares de religión.

Es urgente, pues, desentrañar el significado verdadero de la palabra sinceridad, tal como hoy se la utiliza.

Tomemos, por ejemplo, el caso del niño que contesta mal a su madre. Indiscutiblemente, es sincero en el sentido de que siente lo que dice. Lo siente en la capa más superficial de su mente, en la que reacciona de un modo más inmediato y más egoísta. Pero también siente otras cosas. Si no es un anormal, siente amor hacia su madre. Y si no está totalmente pervertido por una mala educación, siente remordimiento de conciencia por estar haciendo una cosa mala.

En el caso del matrimonio que se separa, ambos cónyuges saben que están dando preferencia a sus impulsos más egoístas y ahogando los más profundos. A no ser que hayan asistido a una Semana de Estudios sobre el Matrimonio organizada por el Arzobispado de Madrid, en cuyo caso habrán perdido de vista lo que es el sacramento y lo que es el deber.

La raíz de esta confusión está en que se olvida la profunda dualidad [d]el ser humano: todos somos criaturas de Dios, que nos hizo para Él, y a Él aspiramos desde lo más profundo de nuestro ser. Pero todos somos también herederos del pecado original, que corrompe nuestra naturaleza y nuestros instintos. Por eso nunca conseguiremos una perfecta armonía interior. Y por eso, en nosotros, una cierta sinceridad, expresión del impulso inmediato, puede oponerse a la lealtad, expresión del compromiso íntimo.

El otro uso abusivo de la palabra sinceridad es aún más nocivo porque después de invadir el campo de la moral desborda sobre el campo de la doctrina.

En qué medida fueron sinceros Lutero o Karl Marx, es decir, en qué medida fueron invencibles su ignorancia o su debilidad, sólo a Dios corresponde juzgarlo. Sus doctrinas son erróneas, su causa es una mala causa, sean cuales fueren los motivos psicológicos que tuvieron para abrazarlas. Esto es tan evidente que no parece que quepa confusión sobre ello. Y, sin embargo, tal confusión existe en muchas mentes.

Los niños no estudian ya su Astete ni su Ripalda y las insensateces de nuestra pseudocultura televisiva y sentimental no se tropiezan con ideas bien definidas que las frenen.

– Lutero defendía su verdad –me dice una alumna listilla, de las que leen cosas.

– Pues no, mira, hija: por mucho énfasis que le des al posesivo, esa frase tan mona no pasa de ser una tontería. Lutero defendía su error. Porque el error, sí, el error, puede ser de cada uno, distinto el de Lutero del tuyo y del mío. Pero la verdad, no; la verdad es como es por sí misma, con independencia de que tú, o yo, o Lutero, lo creamos o no.

Este olvido de la objetividad, esta sobrevaloración de lo subjetivo, no son en el fondo otra cosa que agnosticismo. Si no creemos en la Revelación ni en Dios, entonces nada podemos dar por seguro y cada uno puede crearse sus propias reglas de pensamiento y de conducta. Pero si tenemos fe y un poco de sentido común en seguida nos salta a la vista la falsedad de un montaje en el cual la trémula y turbia sinceridad del hombre pretende suplantar a la esplendente verdad de Dios.

Y, en contraste con todos estos perniciosos embrollos, la pobre y vieja hipocresía, que consiste en aparentar las virtudes que no se alcanzan, casi nos parece un síntoma de salud mental y, sobre todo, de salud social.