Fuente: Documentos sobre la legitimidad, 1945-1981. Apéndice documental de la obra «Don Mauricio de Sivatte», César Alcalá (Comp.), Scire/Balmes, Barcelona, 2001, páginas 141 – 146.
MANIFIESTO REGENCIA NACIONAL Y CARLISTA DE ESTELLA
(Febrero 1971)
La España actual vive en situación de crisis. Negarlo es querer engañarse. Esta crisis no es pasajera, sino profunda. No es parcial, sino total. Es intensa y extensa. Afecta a todas las vertientes de la vida nacional, religiosa, social, económica, cultural, política.
Se avanza aceleradamente en el nihilismo religioso y en la esclavización a causas ajenas a la Iglesia. Así, el confusionismo y la cobardía de ayer ante la rotura de la Unidad Católica, renacen hoy ante la revisión del Concordato por falta de clara conciencia pública de la doctrina católica en materia de relaciones Iglesia-Estado y por falta de firmeza en quienes deberían exponerla y defenderla. Si esas relaciones, según el derecho cristiano, deben establecerse sobre la base de la unión sin confusión, no cabe esperar las estructuren cristianamente los profetas de la separación ni los árbitros de la confusión.
La estabilidad y el desarrollo económicos, no son auténticos, sino espejismo para teorizantes e incautos. Hay en la economía vigente mucha artificialidad y demasiada hipoteca de nuestras fuentes de riqueza al extranjero. Con lo cual, los pobres beneficios de la indigente economía nacional redundan en provecho de los de fuera. Y quien lo paga es el pueblo español, que sufre estos días la escalada de los precios. Con lo que se nos convierte en una sociedad de consumo sin potencial adquisitivo.
La nueva Ley Sindical es acogida con indiferencia y escepticismo por las gentes del mundo del trabajo. Mientras, las llamadas Cortes ofrecen el risible espectáculo de polemizar tan sólo sobre accidentalidades de una Ley que, en su fondo y en su forma, es socialista, y que seguirá manteniendo todas las organizaciones laborales como negociados o dependencias del Poder político.
La marea universitaria, con sus pleamares y sus bajamares, apenas vista la luz pública, de la panacea que quiso ser la Ley de Educación, y, por otro lado, de la impotencia del Régimen gobernante para dominar la Universidad, sin o con empleo de la fuerza.
El último ensayo revolucionario de la situación, consiste en la entrega de poderes a Juan Carlos, comisionado para ejecutar el trasvase ideológico que conduciría a la España roja. El Régimen, a lo largo de más de 30 años, socavó solapadamente el sólido fundamento católico y patriótico del pueblo español, en beneficio de la Revolución.
Por ello, era preciso contar con la farsa de una monarquía liberal, abusando del prestigio de la institución entendida en sentido tradicional, para tranquilizar incautos. El enemigo sabe bien que los más exaltados propulsores de esa España roja, están situados en la alta dirección política del país, y que, para conservar sus posiciones de privilegio en el nuevo sistema que propugnan, son el más eficaz instrumento al servicio de la Revolución, a través de la etapa que polariza Juan Carlos.
Síntoma elocuente de la gravedad de la crisis y de la imposibilidad del Régimen para superarla con efectividad, ha sido la aparatosidad montada en torno al Proceso de Burgos. Las raras circunstancias del secuestro del Cónsul Bëihl, y las más que sospechosas de su liberación; unas sentencias y unos indultos esperados desde antes de iniciarse el Proceso; unas manifestaciones de adhesión al Régimen, organizadas por él mismo, y sólo medianamente logradas gracias a la droga de una paz precaria, aparentan haber conseguido una ilusoria e intranscendente revitalización personal del detentador del Poder, pero en modo alguno han vencido la crisis y han afianzado al Sistema gobernante.
Las mismas manifestaciones públicas utilizadas por el Régimen, han resultado condicionadas. En ellas se ha regateado, cuando no negado, la adhesión al Sucesor, y se ha repudiado a los tecnócratas, a la Administración, poniendo, además, en la calle, al falangismo, del que el propio Régimen es enterrador. La impotencia para mantenerse por las vías normales del derecho, obligó también al sistema a declarar el estado de excepción en Guipúzcoa, y a suspender cierto artículo del llamado Fuero de los Españoles, fuero utópico de cuya existencia sólo se enteran los españoles cuando se suspende.
La falta de fe en el Régimen, aunque parezca paradoja, la tiene incluso el mismo Régimen. MATESA, y la ocultación de su proceso –si es que sigue–, revelan la propia crisis del Sistema, que no puede hacer justicia rápida y pública para demostrarnos su honradez y sinceridad, sencillamente porque la justicia, la honradez y la sinceridad no existen en el Régimen, que, además, teme por su propia seguridad y opta por el silencio, en la creencia de que las noticias de la organización ETA hagan olvidar el asunto MATESA.
Un discurso de un Capitán General, el de Granada, en el que no regateó elogios, pero sacó algunos trapitos al sol, y una felicitación de una Hermandad de Alféreces Provisionales, la de Madrid, hizo temblar al Régimen, tanto como si temiera la sublevación de todo el Ejército. A la desesperada, destituyó al Capitán General, con una diligencia que no emplean los gobernantes para resolver problemas reales, como los que se plantean a las exportaciones agrícolas. En sus temores psicopáticos, unos sarpullidos primaverales los siente el Sistema cual si fueran tumores cancerosos. Amén de que el contraste de pareceres, del que hace gala el Régimen, y del que tanto gustan hablar los aludidos en el discurso del General Rodrigo Cifuentes, quedó como lo que realmente es: pura mentira.
En la crisis que sufre, el Régimen paga su propia culpa: su infidelidad a la Cruzada de 1936. Concebido el 1º de Octubre de 1936, y nacido el 19 de Abril de 1937, mediante unos actos despóticos y contrarios a los Pactos del Alzamiento y a la voluntad de los combatientes y los mártires, el Régimen fue y sigue siendo instrumento de la Revolución, creado y utilizado por ésta para lograr un triunfo que se le escapaba de las manos en los campos de batalla. Sólo así se explica la total desvinculación del 18 de Julio, incomprensible de otro modo en un Régimen que, como ningún otro, ha concretado en sí mismo todos los resortes del Poder.
En su progresiva «evolución» hacia las metas finales de la Revolución, como monstruo que devora a sus hijos, el Sistema sacrifica a sus servidores. Si en su avance prescindió de fetistas, demócrata-cristianos y demás colaboracionistas de todo color, no dejará de arrinconar a los tecnócratas de turno en el Poder cuando a la Revolución estorbe el barniz de «obra divina» con que se presentan. Porque –entiéndase de una vez– el Régimen interesa, no a España, sino a la Revolución. Y ésta se sirve de unos compañeros de viaje para un determinado trayecto, pero, cuando llega a una nueva estación, los desmonta y cambia de compañeros, aunque el maquinista siga siendo el mismo.
En la crisis presente, la Revolución juega a dos cartas, y utiliza la que le conviene según las circunstancias. No puede tomar en serio el Régimen –que es Revolución desde arriba– el vencimiento de los revolucionarios callejeros de la oposición. Ni éstos pueden tomar en serio el derrocamiento del Régimen. Arriba, se abrazan los gobernantes de Madrid y del Este comunista. En letras de molde se ha dicho, incluso, que la magnanimidad del Pardo con los encartados de Burgos ha obligado al perdón del Kremlin para los procesados de Leningrado. Capitaneados por algún Cardenal que no debe ignorar los tejemanejes de la Revolución, franceses hubo que se dirigieron a Moscú pidiendo su intercesión cerca de Madrid para que se indultara a los acusados de la organización de ETA.
En la calle, los perros se ladran, pero no se muerden. Si el Régimen fuera normalmente fuerte, no tendría que llegar a la represión para dominar a sus opositores. Pero, puestos en la pendiente de la represión, es risible la actuación policial y la del TOP. De treinta que debieron detenerse, se detienen a diez, se sueltan a ocho, y se encausan dos, que luego reciben penas irrisorias. Hay excepciones, es cierto, pero son excepciones que confirman la regla y que, por otra parte, se utilizan en beneficio del Régimen. Los opositores de la calle gritan mucho, esgrimen banderas rojas y cargan contra escaparates y coches, pero no actúan contra los Gobiernos Civiles y ni siquiera contra las sedes del Movimiento.
En esa tragicomedia de la Revolución, quienes reciben los efectos de la aparente represión son los ingenuos embaucados, estudiantes y obreros, pero no los conscientes embaucadores, profesores y cargos sindicales. Hora fuera ya de que aquellos inocentes abrieran los ojos y dejaran de ser títeres de los manejos de la Revolución, que a ellos sólo reportan porrazos y cárceles, mientras Moscú y La Habana se entienden con Madrid. Como lo hará Pekín dentro de poco.
Desde arriba o desde la calle, las cartas de la Revolución son cartas de un mismo juego. A la Revolución lo que le interesa, por su propia seguridad, es lo de arriba. Lo de la calle es el comodín de otras jugadas: para cubrir el posible fallo de lo de arriba; para medir su capacidad de captación y de infiltración; para pulsar la reacción o la pasividad del pueblo español frente a la expansión revolucionaria.
De lo que resulta que la gran víctima del juego es el pueblo español. Pero el juego está en crisis. Desde arriba, el Régimen siente la inseguridad de su creciente descrédito, la impotencia de sus reiterados desaciertos y la impopularidad de su impuesto Sucesor. Cada vez más, España se le escapa de las manos.
En la calle, los agentes del revolucionarismo no logran el poder de arrastre que ellos quisieran. Sus métodos e ideologías no consiguen llevar tras ellos la fuerza masificada que desearían. Sí, el juego está en crisis. Y en crisis profunda y total, intensa y extrema, afectando a toda la vida nacional.
Lo temible de la crisis es que la Revolución, que jamás se resigna a retroceder, intenta superar sus propios fracasos con actitudes cada vez más tiránicas, hasta que, arrojada toda máscara, se lanza al dominio brutal en forma descarnada y cruenta, desde arriba o desde la calle.
Lo grave es que ahora, cuando la ola de los radicalismos revolucionarios va a rugir amenazante, cuando los arañazos de gato que hoy da la Revolución se inquieta en su propia crisis y va a desbordarse, demasiados españoles de sienten ovejas atemorizadas o avestruces que esconden la cabeza bajo el ala, en la estúpida ceguera de empeñarse en creer, aunque sin convencimiento, en la imposible perpetuidad de un presente adormecedor que hace tiempo se desliza hacia el abismo.
Es necesario despertar. La «mayoría silenciosa» como barricada frente a los revolucionarios, es un cuento de hadas, una ficción inconsciente e ineficaz. Es necesaria la reacción activa de los núcleos incontaminados que todavía existen en el pueblo español, llamados a ser la levadura de la resurrección de las Españas.
No se curará la crisis, ni venceremos sus peligros, con parches y sofismas, con actitudes mediatizadas o verdades aparentes, vengan de personas o de grupos. Es necesaria la clara conciencia de la situación y el recto uso, decidido y enérgico, de la voluntad. Es la hora de la acción viril y total.
España debe encontrarse a sí misma, si de modo real y definitivo queremos liberarla de la Revolución. De la Revolución autoritaria que es el Régimen imperante en todas sus «evoluciones», y de la evolución demagógica que son los democratismos y socialismos de moda. La Revolución es hidra de siete cabezas, pero monstruo único que tritura a los pueblos con su tiranía, incluso cuando, como en Occidente, adopta una falsa apariencia de libertad.
El encontrarse España a sí misma, sólo tiene un único camino viable: el de la Tradición. Porque el Carlismo no ha pasado nunca por la resignación de los vencidos, el gran pleito entre la Tradición y la Revolución sigue planteado en todas las tierras de España. Porque el Carlismo no es un partido político, sino la esencia de las Españas en orden de combate. En él caben todos los españoles, y a todos llamamos hoy de nuevo para la gran tarea de recobrar a las Españas.
Este llamamiento que hoy reitera el Carlismo, y la enunciación de hechos que lo precede, son anticipo de una más extensa exposición de la gravedad presente y para mayor convencimiento de la única solución, sin desvíos ni nuevos engaños.
De la única solución que para España es la Tradición, con su Monarquía auténtica, sin absolutismo ni liberalismo; con sus libertades concretas; con su constitución orgánica; con la federación natural de las regiones históricas, respetando sus lenguas, sus costumbres, sus leyes y sus instituciones; con los Fueros de la persona y de la sociedad; con su organización social corporativa; con su democracia jerárquica; con su representación llevada a los Municipios, a las Comarcas, a las Regiones, a las Cortes Generales de la Nación. Y hoy con la Regencia como Autoridad legítima e institucionalizada de la Tradición.
Solución única la de la Tradición, que no es inmovilismo, no retrogradismo, no conservadurismo, porque es dinamismo, vitalidad del presente y perspectiva del futuro, caudal de ideas, de creencias, de aspiraciones, de instituciones; herencia que se transmite para actualizarla y desarrollarla, siempre joven y en continua inquietud de mejora.
No hay inconformismo mayor y mejor que el de los carlistas, ni cambio de estructuras actuales mayor y mejor que el de la Tradición.
Si la Tradición fuera cosa muerta, y no viva, muerto estaría el Carlismo y sigue vivo. Y te llama a ti, a tu consciencia y a tu voluntad, para la gran empresa de vencer a la Revolución, y de que España, una en la variedad de sus regiones, se encuentre a sí misma.
Español: Despierta y anda. Las Españas te necesitan. De ti depende su salvación.
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Última edición por Martin Ant; 06/04/2019 a las 17:10
Los carlistas “separados" dialogan…
Revista¿QUÉ PASA? núm 183, 1-Jul-1967
LA ORDENADA CONCURRENCIA DE CRITERIOS DIFERENTES
Los carlistas “separados" dialogan…
Sr. D. Joaquín Pérez Madrigal.
Director de ¿QUE PASA?
Muy señor mío:
En dos cartas anteriores que merecieron de la benevolencia de usted ser publicadas en ¿QUE PASA?, creo haber rectificado algunas de las afirmaciones del señor G. Bayod, que con galantería que agradezco, me cita repetidas veces en sus últimas crónicas.
Estas rectificaciones fueron y son en la actualidad necesarias y han servido para dejar terminantemente situadas algunas realidades del momento en la vida de la Comunión Tradicionalista.
No se puede decir (como lo hace el señor G. Bayod, contradiciendo sus propias palabras de contestación a los señores Casañas, Cusell y «Mendibelza») que no existe un cisma claro en el Carlismo de nuestros días (1967), porque existe tal cisma, existe la herejía y existe el desviacionismo.
El señor G. Bayod debe comprender que la casi total discrepancia doctrinal que, actualmente, separa a los ortodoxos carlistas —que siguen a la Regencia de Estella— de aquellos otros que ponen su lealtad al servicio de nostálgicos e infecundos personalismos dinásticos (francamente heterodoxos desde el punto de vista del Tradicionalismo) es una discrepancia fundamental que no puede ni se debe ocultar ni esconder, aunque declaremos el agudísimo dolor que sentimos al tener que denunciar y reprobar las conductas religioso-políticas de tantos buenos amigos de antaño.
Me parecen muy divertidos los ejemplos que utiliza el señor Bayod para intentar convencernos de que existen dos ortodoxias diferentes en el Tradicionalismo (¿?): la Doctrinal y la Dinástica. Lo malo o bueno es que tal distinción no cabe para el caso. Ni son dos ortodoxias ni son diecisiete, sino una sola ortodoxia: LA ORTODOXIA.
Si se envereda por los ejemplos divertidos se puede llegar a no se sabe qué fines; de donde creo convenga se le dé al señor G. Bayod una llamada de atención que le coloque en camino cierto y seguro —con todos los respetos—: ni la organización de la Santa Madre Iglesia se puede comparar a la Organización de la Comunión Carlista, ni al Rey de España se le puede comparar con el Sumo Pontífice; ni la Iglesia Católica y Apostólica Romana ha dicho —ni podrá decirlo— que los cismáticos sean los ortodoxos, ni que los católicos seríamos «una chispirritina menos ortodoxos» si no acatásemos la incuestionable autoridad de S. S. el Papa.
Pero ¿cómo silenciar esta otra de las sorprendentes teorías del señor G. Bayod? (Se pretende ejemplarizar lo precario del futuro político de la Regencia de Estella en base a una curiosísima mezcolanza de secesiones: Mellismo, Integrismo, Cabrerismos, Cradismo, Futurismo, etc., etc.)
No creo que el señor G. Bayod se moleste si se le pregunta si puede aportar un solo testimonio de que Cabrera, Nocedal o Mella jamás, jamás, se propusieron ser regentes de España. Y todo el mundo, o casi todo, sabe que las razones que originaron las escisiones de Cabrera, Nocedal o Mella —de consecuencias importantísimas todas tres, no obstante la opinión encontrada del admirado publicista señor G. Bayod— fueron de raíz esencialmente diferentes a las que crearon la necesidad de la Proclamación de la Regencia de Estella.
También está dentro de la esfera de lo divertido aquello de que no se sepa de «dónde ME HABRE EXTRAIDO SEMEJANTE HEREJIA» (se refiere a que le he atribuido, en mi carta de 6 de abril publicada parcialmente en ¿QUE PASA?, una preferencia dinástica a favor de determinados Príncipes). Sorprendido me pregunto: ¿es que acaso cree el señor G. Bayod que no se le notan sus preferencias principescas? ¿O será, acaso, que crea sinceramente que tales preferencias son en realidad «heréticas»? De una cosa estoy absolutamente seguro: que semanalmente, con constancia ejemplarísima, desde hace años, todos los lectores de ¿QUE PASA? Sabemos que tiene esas preferencias dinásticas porque las ha afirmado, casi siempre con énfasis, CIENTOS DE VECES, y yo no he hecho otra cosa que creerle por su palabra honrada. De modo que, así las cosas, dejando a un lado su propia calificación —en cuanto a su preferencia— de «herejía», debo rogarle que no me atribuya caprichosamente eso que llama «excitaciones pasionales», ni el propósito de falsear o tergiversar su postura. Sencillamente me he limitado a creer repito, lo que él durante años ha venido diciendo, semana tras semana, en la revista ¿QUE PASA? Para probar con toda evidencia lo que llevo dicho bastará me remita a la memoria de los lectores y, naturalmente, a la de usted, señor Pérez Madrigal. Y pelillos a la mar.
La introducción de estos ejemplos, comparaciones y digresiones en las materias que venimos discutiendo, es sencillamente ganas de embrollar la cuestión, lo que no sé, en definitiva, si viene mal o bien para glorificar las posturas. Pero a mí, por lo menos me parece que todo es mucho más simple y directo. Y me atrevo a esperar que usted, don Joaquín, y los lectores de ¿QUE PASA? sean de mi misma opinión.
Los criterios que creo haber rectificado —por considerarlos equivocados— se pueden condensar en los siguientes puntos:
Primero. —Somos muchos —incontables al decir del testigo presencial y cronista de ¿QUE PASA?— los que seguimos la bandera que alza y sostiene la Regencia de Estella. Y esa «incontable» expresión del pueblo carlista está perfectamente informada, tiene una gran disciplina y sus bases políticas se fundamentan en un gran realismo y objetividad, amparadas en una inconmovible fe en la bendita Intercesión de la Santísima Virgen.
Segundo.—Es absolutamente erróneo que al aplec de Montserrat asistan carlistas ignorantes de la autoridad en nombre de la cual se hace la convocatoria. A Montserrat, con ocasión del aplec, no sube nadie que no sepa que es, exactamente, la Regencia de Estella quien congrega en la Montaña Sagrada a los carlistas —y a muchos simpatizantes— para orar por España y los Mártires, para hacer sus afirmaciones políticas y para dar las necesarias consignas a la Comunión.
Tercero.—La vida de la Regencia, pese a lo que dice creer el señor G. Bayod, está más que garantizada por el concurso de muchos y buenísimos patriotas y categorizadísimos carlistas de todas las regiones españolas. El número de estos patriotas y carlistas crece constantemente. ¿Cuántas Juntas de Defensa han nacido en el seno de la Comunión durante estos tres últimos años? ¿Cuántas Juntas de Defensa nacen todos los días?
Cuarta.—Aferrarse tercamente a personalismos estériles es, si se quiere hacer un análisis objetivo, prueba de que se pretende meter a la pujante Comunión Tradicionalista en una vía muerta y arrinconarla para que, inexpresiva, cansada y cohibida, no se atreva a opinar ni tenga medios para intervenir en el concierto nacional. Por esos somos «incontables» los carlistas que creemos que es grotesca la clasificación de «monárquicos sin rey» en la que, con muy buena intención, desde luego, nos quiere encasillar mi admirado señor G. Bayod.
No somos «monárquicos sin rey», no; pero como somos, eso sí, LEGITIMISTAS, nos negamos rotundamente a ser CARLISTAS CON PRETENDIENTE. Nosotros no apoyaremos nunca a ningún posible candidato a Pretendiente. El Carlismo desea y necesita Rey para España y Caudillo para la Causa, y este deseo y esta necesidad son, asimismo, nuestros; pero mientras no llegue la feliz ocasión acatamiento y proclamación —con arreglo a derecho y costumbres— del PRINCIPE CARLISTA, debemos resignarnos y esperar con fe y apoyar con fuerza y todo entusiasmo una institución genuinamente monárquica que garantice la dirección sustantivamente carlista de la Comunión y guarde y salve los Principios en toda su pureza, sin blandengues interpretaciones, sinuosas correcciones, sutiles mutilaciones o maquiavélicas desviaciones; esta Institución no puede ser otra que la Regencia (nacida —como aconsejó el gran Carlos VII— de la entraña misma del lealísimo y no corrompido pueblo carlista).
Si estuviese viva la que fue Princesa de Beira —¡qué ejemplo de lealtad a la Causal— no habría nadie que se atreviese a discutir esta única solución posible (adecuada en el presente para resolver todos los graves problemas que tiene planteados el futuro del país y, desde luego, la Comunión). Es prudente insistir: la solución que requiere hoy, y que va a requerir también «mañana», el Tradicionalismo, es la misma que tuvo que dar la excepcional Princesa de Beira a los problemas que planteó la desviación del Conde de Montizón —padre de don Carlos VII—; y nadie puede negar que, en aquella coyuntura, los problemas se resolvieron a satisfacción gracias precisamente a los cauces legales y legitimistas que comprende la institución de la Regencia. De mí puedo decir que prefiero hacer caso a la enérgica y serena Princesa —y dar calor a la solución de la Regencia— y no hacerlo del mal consejo del señor G. Bayod, que estima es preferible, en razón a unas hipotéticas y desconocidas ventajas, abandonar en la trocha—con desprecio de los Mártires— jirones, sin compostura posible, del Santo Ideario.
Con sana intención que no puedo poner en tela de juicio parece se quieren compaginar —seguramente para dar un mayor empuje y cuerpo a las fuerzas vivas del Tradicionalismo— dos palabras esencial y sustancialmente antitéticas: Revolución y Tradición. Ni puedo ni quiero entrar a discutir el fondo ni la forma del delicado asunto, ya que será suficiente recordar que mientras la Revolución no deje de ser Revolución y la Tradición continúe a ser lo que es, nadie puede lograr la «simbiosis» del Carlismo con movimientos sedicentemente revolucionarios —sean éstos del matiz o apellido que fueren—, y aunque otra cosa diga y quiera el admirable señor G. Bayod. ¿Será posible que le recuerde, sin el menor propósito de molestarle, claro, ya que hablamos de materias «delicadas», que él no tiene la menor autoridad para excluir a nadie de la Comunión?...
Y creo sea de mi obligación, ahora, soslayar lo que de reticente contra mi persona o contra mis ideas puedan tener los escritos que necesitan ser puntualizados en esta especie de polémica; y espero se sepa comprender que, como decía en mi anterior, estas puntualizaciones están hechas y dictadas con mi exclusiva responsabilidad y representación. Así como también creo estar obligado a pedir a todos perdón por la excesiva extensión de mi escrito y su lamentable falta de estilo literario.
Pero, eso sí, sepa usted, señor Pérez Madrigal, que soy incondicionalmente suyo, en Cristo Rey.
—JOAQUIN GARCIA DE LA CONCHA
Última edición por ALACRAN; Hace 1 día a las 13:15
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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