Fuente: El Correo Español, 29 de Julio de 1905, página 1.
Los partidos y las personas
La doctrina de los artículos anteriores, escritos al correr de la pluma, sin corrección, sin fe de erratas materiales y sin sosiego en estos últimos días, se confirma más observando el origen de esas disidencias, fracciones, rebeldías o agrupaciones que pretenden llamarse partidos y ostentar su beligerancia y su personalidad al lado de la histórica y secular Comunión carlista y hombrearse de igual a igual con ella.
Cuando se busca la justicia de una cosa, de una institución, de un derecho, hay que empezar indagando su origen, es decir, su legitimidad. La legitimidad es cosa tan necesaria, que en su obsequio dieron los jurisconsultos el conocido apotegma: «Quod ab initio vitium habuit, postea convalescere non potest».
La legitimidad es cosa tan grande y tan indiscutible, que hasta en estos tiempos, en que parece que todos la desprecian y que predomina la doctrina de los hechos consumados o de los Poderes constituidos, no hay tirano ni usurpador de ningún género que, para atraerse el respeto de los demás, no empiece por fabricarse una legitimidad a su gusto. Así la fabricó Víctor Manuel, el usurpador del Poder temporal del Papa, inventando el plebiscito de Roma y de los Estados por él conquistados. Así la buscó Fernando VII cuando quiso usurparle el derecho a su hermano, trasladándolo a su hija [1], y así la buscan cuantos carecen de ella. Es decir, que la legitimidad hace tanta falta en el mundo y es título de tal valía, que cuando no existe se inventa.
Pues empezando por ahí, ninguno de los supuestos partidos católicos disidentes en España nació de manera legítima ni vino por parto derecho. Los títulos de la Comunión carlista ahí están; los entrego al examen, a la discusión y a la contradicción de todos los hombres.
Pero, ¿cuáles son los títulos de los restantes partidos? ¿Cómo nacieron? Exactamente lo mismo que nacen los partidos liberales. Un hombre o varios hombres puestos de acuerdo se declaran independientes de la vieja disciplina, buscan prosélitos y ellos de arriba abajo forman su partido. Ni se da el caso de que las masas separadas busquen jefe nuevo y lo elijan y lo levanten sobre el pavés, sino todo lo contrario: el jefecillo, el cacique católico busca a las masas para arrastrarlas detrás de sí y hacerse su escolta de partidarios.
¿Es esto digno? ¿Es esto cristiano? ¿Es esto decente? ¿Qué derecho tiene ningún caballero particular, por grande, por elocuente, por travieso que sea, para desgarrar las masas católicas y ponerse al frente de ese desgarrón, diciendo a sus parciales: “Seguidme, yo soy vuestro jefe”? ¿Quién le ha dado esa misión? ¿Quién le ha investido de esa autoridad? ¿De dónde les viene el fuero para fundar un nuevo partido?
¡Ah! Ellos mismos, los caporales, los fundadores de partidos nuevos, reconocen que no tienen autoridad ni misión para tanto, y salvan esa dificultad, encubren ese pecado engañando a sus partidarios para que no se escandalicen. Al levantar su bandera de disidencia, no tienen la franqueza de decir al pueblo: “Venid a mí, que voy a fundar un nuevo partido”; sino que, al contrario, le engañan exclamando: “Venid a mí, que en mis manos está la bandera antigua, la verdadera Comunión tradicionalista”. Yo soy la verdadera tía Javiera, como dicen los de las rosquillas. Yo no hago Iglesia nueva, sino que soy la verdadera Iglesia –como dijo Lutero–.
Y los que siguen a ésos, los siguen creyendo que están donde estaban, que no se han mudado de casa, ni de Iglesia, ni de partido, ni de bandera; que su casa es la casa solariega de los antepasados, y su templo el templo de los apóstoles. Por eso siguen los que de buena fe van y no tienen parte en el complot, y por eso hasta nuestros días han llegado muchos que, si se separaron materialmente del carlismo, moralmente estaban en él, y en él están, porque hasta se llaman carlistas. Pero si a esas masas honradas se les hubiera hablado claro, si aun a los más conspicuos se les hubiese hecho ver que se salían de su antigua casa para entrar en la ajena, y de su partido tradicional para formar otro distinto, seguramente se habrían escandalizado, y habrían apostrofado al pretendiente a jefe diciéndole: “Eso de partidos nuevos, de Iglesias nuevas, ¡jamás! ¿Te figuras tú acaso que los intereses de la Religión y de España, y la historia de la Comunión carlista, y las hazañas de sus veteranos, y la sangre de sus mártires, y los sacrificios incontables de sus leales, y el entusiasmo de sus Juventudes son cosa tan baladí que podamos jugar con ella haciendo partiditos con nuevos jefes? ¡Los partidos nuevos son la herejía, el error y el mal! Y ¿quién tiene autoridad para hacer el mal? ¿A quién se le han dado facultades para dividir y hacer daño?”
¡No! En las cosas católicas, por lo mismo que son serias, hay que proceder seriamente. Hay que imitar a la Iglesia, que es el modelo eterno de los cristianos. Y en la Iglesia, lejos de procederse así, se mira con tanto escrúpulo eso de las iniciativas individuales, que no ya para hacer cosas malas y dañosas se niega la autoridad a cualquiera, sino que ni aun para las cosas buenas y santas se le concede siempre. Dentro de la Iglesia lo más perfecto son sin duda las Congregaciones religiosas que siguen los consejos del Evangelio, y sin embargo, nadie, sin la aprobación de la Iglesia, se puede arrogar el derecho de establecerlas, o, aunque las establezca, éstas no tienen vida oficial, personalidad cristiana, mientras la Iglesia no las apruebe y bendiga. Y si hasta para hacer bien, para fundar cofradías, se necesita autoridad y misión, y no sirve cualquier caballero suelto, ¿cuánto menos servirá para crear disidencias y cismas?
Se podría seguir hablando muchos días y en muchos artículos aún acerca de estas materias; pero alguna vez hemos de terminar. Acabemos aquí. Esos supuestos partidos católicos están suficientemente juzgados. No respondieron a ninguna necesidad, sino que fueron un mal y un daño positivo causado a la Religión y a la Patria. No inventaron ningún programa especial católico, porque en lo católico no se pueden inventar novedades, y tuvieron que limitarse a saquear el programa carlista. No nacieron fundados por hombres con autoridad y con derecho, sino por caballeros particulares, sin derecho, sin legitimidad y sin misión alguna. ¿Y se quiere que ahora, al cabo de los años, y cuando se ha visto que eran estériles y que para nada servían, y lo han confesado ellos mismos, se les reconozca la personalidad de tales partidos, y, por consiguiente, el derecho de jefes que nunca lo tuvieron, y los grados y galones de generales y capitanes que no los ganaron en la guerra justa? ¡No hay tales partidos! No hay más que parcialidades, censuradas últimamente por Pío X en su carta al venerable y virtuosísimo Prelado de Sevilla [2]. El partido católico en España, dígase lo que se quiera, es uno, la gran Comunión católico-monárquica, el núcleo histórico de unión para todos los buenos, la fórmula tradicional de unión de los católicos, el Ejército de Cruzados que para su defensa tienen la Religión y España.
Y ese partido no es partido de antagonismos, ni de rencores, ni de exclusiones injustificadas, ni de condenaciones irracionales; es partido de amor, bandera de entusiasmos y de esperanza, que convida hoy, como convidó siempre, sin pedir humillaciones, pero sin admitir errores ni indisciplinas, sin guardar memoria de agravios, pero sin contaminarse con los pecados de la Revolución y el liberalismo, a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que están dispuestos al trabajo y al sacrificio por el altar y el trono y los hogares amenazados…
ENEAS
[1] Fernando VII no hizo tal cosa, sino que los que le rodeaban le engañaron haciéndole creer que su padre había sancionado una Pragmática que restauraba la Ley de Sucesión anterior a la de 1713, y que sólo hacía falta publicarla. Posteriormente el propio Fernando VII revocó la Pragmática de 1830. El propio Eneas, rectificando de manera honrosa, hará alusión a todo esto en otro artículo suyo.
[2] Carta de 27 de Junio de 1905.
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