Fuente: El Correo Español, 24 de Julio de 1905, página 1.
Partidos católico-políticos
Que la Comunión católico-monárquica que formamos los carlistas ni quiere, ni puede, ni debe ser partido, en el sentido liberal y propio que los partidos tienen, ya lo dije, y hasta presumo que lo demostré el último día. Pero supongamos que para entendernos mejor, para dar algún nombre a las cosas y a las colectividades políticas, le damos el nombre de partido. Perfectamente. En tal caso, los carlistas seremos un partido católico-político. En eso todos están conformes.
Y están conformes, además, en que a lo menos hace treinta años no había más partido católico en España que él, porque él tenía títulos extraordinarios para serlo: tenía su legitimidad de origen, su bandera inmaculada, sus 100.000 voluntarios, que fueron el sufragio universal más grande y más legítimo y más verdadero que había dado la Nación española, y la manifestación más espléndida que ha habido de la voluntad nacional. En eso estaban conformes todos entonces. Tan conformes, que cuando Prim, después del destronamiento de Doña Isabel, andaba buscando rey por las cortes de Europa, como alguien le indicase que sometiera la elección a un plebiscito, Prim contestó: Esto es imposible, porque si en España se hiciera un plebiscito [de] verdad, resultaría elegido Carlos VII.
Tenía, en una palabra, el partido carlista todas las condiciones apetecibles para ser considerado como un partido ideal en España. Porque nació, no por la voluntad de los hombres, sino por la fuerza, por el imperio de las circunstancias y por la necesidad de defender los principios y las tradiciones católico-políticas, el altar, el trono y los hogares. Y nació con autoridad legítima e insustituible, y sus miembros lucharon obedeciendo a legítima y santa disciplina, y con un fin concreto, claro y nobilísimo. Es decir, que en la formación del partido carlista no entró nada que, ni de cerca ni de lejos, se relacionase con el principio liberal de la soberanía nacional del librepensamiento, y de la libertad y autonomía de cada cual para formar y destruir partidos. No hubo nada de heterodoxo, ni que a tal supiera u oliera desde cien leguas; todo fue muy católico, muy ortodoxo, muy santo. Por esa razón fue, no ya un partido católico-político español, sino el partido católico-político español, el único, el solo… Y bien: si esto era hace treinta años, ¿lo será ahora todavía?
Resueltamente afirmo que todavía lo sigue siendo por su propio fuero, por su indiscutible derecho, por su hermosa e incomparable historia. Es un error muy extendido, una suposición muy gratuita en que pocos se han fijado, y que se ha admitido sin previo examen, lo de que hay ahora dos, tres, cinco partidos católicos en España. Esa suposición, ese error, es lo que convenía aplastar de una vez para que no hiciese daño a los corazones después de haber ofuscado las inteligencias, y a eso voy derecho.
Quizá con esto que digo provoque en las personas cándidas alguna expresión de extrañeza o alguna exclamación de asombro. “¿Cómo? –dirán esas personas–, ¿pero es posible que EL CORREO ESPAÑOL viva tan a espaldas de la realidad, que ignore o proceda de tan mala fe, que aparente ignorar que España ha tenido de treinta años a esta parte varios notables desprendimientos que se han erigido a su vez en partidos?”
EL CORREO ESPAÑOL sabe lo que dice, y ni procede con mala fe ni con ignorancia del asunto que está discutiendo. Sabe perfectamente que, a poco de acabarse la guerra civil, se levantó, entre otros, Don Alejandro Pidal, y se propuso consolidar la dinastía liberal alfonsina (la que, según testimonio de La Lectura Dominical, tiene en la actualidad dos ministros masones); y para ello hizo un llamamiento a las honradas masas carlistas para llevarlas a los pies de Cánovas, y para que le sirvieran a él de pedestal para ser ministro y archipámpano. Las honradas masas no fueron, se estuvieron quietas en sus puestos; pero Pidal se llevó quizá un par de docenas de católicos que necesitaban comer del Presupuesto y con el carlismo no podían, que necesitaban ser catedráticos, empleados, tener nómina, asegurarse los garbanzos o las ambiciones, y Pidal les proveyó a todo esto, y fueron catedráticos y empleados, y tuvieron nóminas y disfrutaron del ideal individual a que aspiraban, y satisficieron la indispensable y urgente ambición del garbanzo temporal a que tienen derecho todos los estómagos.
EL CORREO ESPAÑOL sabe que después, en el año 1888, Nocedal (hijo), empujado, según confiesa ahora, por los malos consejos de unos cuantos que después le han abandonado, le han combatido y le han despreciado, dejándole solo, arrastró a una porción de católicos tras de sí. Y que para arrastrarlos se sirvió del influjo innegable que el periódico ejerce sobre sus constantes lectores, y del prestigio extraordinario que a ese periódico le había dado el hecho de haber sido durante largos años el órgano oficial, o por lo menos el órgano oficioso de la Comunión carlista. Hizo entonces el nocedalismo contra Don Carlos lo que los pecadores hacemos contra Dios. Dios, según la teología tomista, nos da las fuerzas para obrar, está presente con su Omnipotencia a la producción material de todos nuestros actos, y la perversidad del pecador llega hasta el extremo de que con esas mismas fuerzas le ofende y le combate… Pues de la misma manera el nocedalismo, valiéndose de los prestigios que a la sombra de la autoridad de Don Carlos adquiriera y de las fuerzas que la bandera legitimista le diera, empleó esos prestigios y esa fuerza en combatir al mismo de quien los había recibido. Pero no valgan ahora estas apreciaciones y estos recuerdos, y voy adelante con el tema.
Sabe también EL CORREO ESPAÑOL que del nocedalismo se rajaron tres o cuatro tendencias: una, la de La Cruz de la Victoria y los Luarcas, que no dejó de reconocer la legitimidad de Don Carlos, y se encastilló en su necia afirmación de que nos habíamos liberalizado los carlistas; otra, la de Sardá y Salvany, que se encastilló en su revista, hizo rancho aparte y no quiso ser ni pez ni rana; otra, la de Ortí y Lara, que con unos cuantos amigos se metió metafísicamente dentro de la dinastía alfonsina y del mesticismo que él había combatido antes con tal empeño y con tan desaforada furia, que lo llevó al terreno mismo de la conciencia y de la salvación de las almas. Y otras, las de Campión, que entraron y salieron, y volvieron a entrar; y la de Ancillona; y la de no recuerdo cuántos.
Sabe además EL CORREO ESPAÑOL que procedente de la rama nocedalina brotó el bizcaitarrismo católico, con su D. Sabino Arana, el cual, discurriendo, y con harta razón, que si lo nocedalinos habían elevado a principio la frase de Santa Teresa Sólo Dios basta, y en virtud de ese principio habían mutilado el viejo lema Dios, Patria y Rey, tirando al Rey por la borda, él tenía perfecto derecho para tirar también a la Patria y quedare con Dios sólo, con el lema místico puro, y decir ¡abajo España! con la misma razón con que los otros habían dicho ¡abajo Don Carlos!
Todo esto sabe EL CORREO ESPAÑOL, y sabe, por último, que muchas personas, asustadas al ver tantas divisiones y divisioncillas entre los católicos, proclamaron la Unión de los católicos; y no la proclamaron dentro de su base natural y con arreglo a su fórmula histórica, sancionada por los hombres y por los tiempos: la Comunión católico-monárquica; sino que se dieron a buscar nuevas fórmulas y nuevas bases, y a inventar la pólvora que se había inventado ya hace siglos, con el Dios, Patria y Rey…
Es decir, que EL CORREO ESPAÑOL sabe que hay entre los católicos españoles los siguiente grupos y grupitos:
1.º Pidalinos.
2.º Nocedalinos.
3.º Sardaístas.
4.º Ortilaristas o mestizos.
5.º Ligueros.
6.º Unionistas.
7.º Bizcaitarras.
Y alguno más que se me olvide en la lista.
Pues, a pesar de eso y sabiendo eso, afirmo que habrá divisiones, parcialidades, grupos, rebeldías, disidencias, hasta partidos more-liberalescos, si se quiere; pero que partidos católico-políticos con caracteres de tales, con importancia para ello, con legitimidad y con derecho a que se les reconozca la beligerancia, ni los hubo hace treinta años, ni los ha habido después, ni los hay ahora, fuera de la Comunión carlista.
Y esto es lo que, Dios mediante, me propongo demostrar en el artículo que vendrá a continuación de éste.
ENEAS
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