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Tema: La Comunión Legitimista no es un partido (Eneas)

  1. #1
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    La Comunión Legitimista no es un partido (Eneas)

    Fuente: El Correo Español, 22 de Julio de 1905, página 1.



    Las parcialidades, los partidos y la Comunión carlista


    El artículo que ayer insertamos de nuestro discretísimo colaborador Severino Aznar requiere algún apéndice; voy a ponérselo en estas líneas. Las cuales, además, yo querría que sirviesen de comentario a una frase de la última carta del Papa y de refilón a la teoría de las Ligas católicas. El propósito es grande; pluguiera a Dios que fueran en mi tan grandes el acierto y el resultado…


    * * *


    Aznar hablaba de partidos políticos católicos en España. La frase, con perdón de mi querido amigo, tiene algo de inmeditada y de ligera. Sin embargo, la culpa no es suya; no es Aznar el primero que la emplea. La han usado y la usan muchísimos; a veces, sin darnos exacta cuenta de ello, la empleamos todos. Y decimos «partidos católico-políticos en España», y aun a veces determinamos esos partidos, que, a juicio de la generalidad de los que escriben, son tres: «partido carlista, partido integrista, partido católico alfonsino». Extremando las cosas, hasta podríamos aumentar a cinco el número de los partidos, agregando a los ya señalados otros dos: partido de las Ligas católicas (alianza de colectividades organizadas), y partido de la Unión de los católicos (o fusión de los individuos católicos sueltos). Dejaré estos dos últimos partidos, porque su especificación me parece algo metafísica y sutil, y voy a los tres primeros.


    * * *


    Empiezo por negar la existencia de esos partidos, y allá van, buenos o malos, las razones de mi negativa y los títulos de mi derecho.

    Los partidos son hijos del sistema parlamentario. Él los creó, él los mantiene, él los necesita, porque son sus bases, sus cimientos, las columnas en que se apoya. Antes, ni la Religión católica ni la España tradicional necesitaban de partidos, ni los concebían sino como algo malo, como algo perjudicial para Dios y para la Patria.

    Cuando las sectas masónicas y similares introdujeron en España el liberalismo, nacieron los partidos; es decir, nació uno: el partido liberal, el de los negros, el de los regeneradores o europeizadores, como ahora se dice; el de los enemigos de la Religión y de España. Claro es que enfrente de esos grupos se agruparon y lucharon los católicos, los tradicionalistas, los carlistas, y contra la bandera del libre examen, del librepensamiento y de todas las libertades de perdición condenadas por la Iglesia, levantaron la bandera de las tradiciones religiosas, patrióticas y monárquicas. A primera vista parece que los católicos habían formado otro partido; pero no es así: no eran partidos, eran el alma de España, que luchaba por expulsar los partidos de su seno; eran un ejército, empeñado en matar los partidos, en negar su principio, su raíz, su base, su razón de ser. La Iglesia lucha contra las herejías y las sectas, y la Iglesia ni es secta ni es herejía. En las enfermedades, la naturaleza lucha contra las fiebres, contra los tumores, contra el mal, sin ser fiebre, ni tumor, ni mal.

    Aquella España que luchó contra los negros fue la España carlista. Bajo la bandera carlista se agruparon todos los católicos; en ella ni cabían entonces ni caben ahora más que católicos, es decir, enemigos de los partidos.

    En cambio, bajo la bandera isabelina, cristina o alfonsina (que lo mismo da) se agruparon todos los enemigos de Cristo, todos los masones, todos los herejes, todos los liberales; y como la levantaron para combatir al catolicismo y para hacer la guerra a la religión y a las tradiciones patrias, claro está que en esa bandera no cabían más que liberales. No soy yo el que lo invento; ellos lo dijeron, ellos alardearon cínicamente de su profesión de fe cantando: «Muera Cristo.– Viva Luzbel.– Muera Don Carlos.– Viva Isabel».

    Y bien: la España católica y tradicionalista o carlista de entonces es la España carlista o tradicionalista de ahora; el mismo es su programa; las mismas son su dinastía, su legitimidad y su bandera; el mismo ideal alienta a los carlistas a través de un siglo, de muchos siglos. Calcúlese, pues, si no será contrasentido mayúsculo e impropiedad extraordinaria bautizar con el mote de partido a la España antigua, a una comunión de hombres, a un ejército de soldados que llevan por lema la destrucción de los partidos, la negación de los partidos, la condenación, no solamente de los partidos, sino hasta del principio en que los partidos se fundan.

    “Los partidos son el mal –decimos los carlistas–, y por eso tenemos que protestar contra ese nombre”. “Nuestra bandera es la de España –añadimos–, y dentro de España, no solamente cabe, sino que se impone como necesaria la unión de todos los católicos, de todos los hombres de bien, de todos los patriotas”; calcúlese ahora si será ofensivo para los carlistas decir de ellos, sospechar de ellos que son enemigos de la unión de los católicos. ¿Cómo han de ser enemigos de ésa ni de ninguna unión honesta, decente y digna, si precisamente su bandera y su programa son programa y bandera de unión, exclusivamente de unión, y cuyo fundamento está en la unión y en ser radicalmente, sustancialmente, esencialmente enemigos de los partidos, es decir, de las divisiones y de las desuniones?

    En esa admirable doctrina se inspiró Don Carlos cuando encomendaba al Clero «que hiciese católicos, que luego la lógica los haría carlistas», y cuando protestaba de que no quería ser Rey de un partido, sino de todos los españoles.

    Y no digo más por hoy, para no alargar este artículo. Creo que he demostrado que los carlistas ni somos ni queremos ser partido, y que la palabreja “partido” es un mote que sienta bien a los liberales, pero que lleva dentro de sí algo antagónico, algo repugnante al modo de ser, a la fe, a la caridad, al corazón de los católicos. Otro día seguiré hablando de los demás partidos católicos, a quienes sin razón y sin fundamento se les ha concedido la beligerancia como católicos o como partidos.


    ENEAS

  2. #2
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    Re: La Comunión Legitimista no es un partido (Eneas)

    Fuente: El Correo Español, 24 de Julio de 1905, página 1.




    Partidos católico-políticos


    Que la Comunión católico-monárquica que formamos los carlistas ni quiere, ni puede, ni debe ser partido, en el sentido liberal y propio que los partidos tienen, ya lo dije, y hasta presumo que lo demostré el último día. Pero supongamos que para entendernos mejor, para dar algún nombre a las cosas y a las colectividades políticas, le damos el nombre de partido. Perfectamente. En tal caso, los carlistas seremos un partido católico-político. En eso todos están conformes.

    Y están conformes, además, en que a lo menos hace treinta años no había más partido católico en España que él, porque él tenía títulos extraordinarios para serlo: tenía su legitimidad de origen, su bandera inmaculada, sus 100.000 voluntarios, que fueron el sufragio universal más grande y más legítimo y más verdadero que había dado la Nación española, y la manifestación más espléndida que ha habido de la voluntad nacional. En eso estaban conformes todos entonces. Tan conformes, que cuando Prim, después del destronamiento de Doña Isabel, andaba buscando rey por las cortes de Europa, como alguien le indicase que sometiera la elección a un plebiscito, Prim contestó: Esto es imposible, porque si en España se hiciera un plebiscito [de] verdad, resultaría elegido Carlos VII.

    Tenía, en una palabra, el partido carlista todas las condiciones apetecibles para ser considerado como un partido ideal en España. Porque nació, no por la voluntad de los hombres, sino por la fuerza, por el imperio de las circunstancias y por la necesidad de defender los principios y las tradiciones católico-políticas, el altar, el trono y los hogares. Y nació con autoridad legítima e insustituible, y sus miembros lucharon obedeciendo a legítima y santa disciplina, y con un fin concreto, claro y nobilísimo. Es decir, que en la formación del partido carlista no entró nada que, ni de cerca ni de lejos, se relacionase con el principio liberal de la soberanía nacional del librepensamiento, y de la libertad y autonomía de cada cual para formar y destruir partidos. No hubo nada de heterodoxo, ni que a tal supiera u oliera desde cien leguas; todo fue muy católico, muy ortodoxo, muy santo. Por esa razón fue, no ya un partido católico-político español, sino el partido católico-político español, el único, el solo… Y bien: si esto era hace treinta años, ¿lo será ahora todavía?

    Resueltamente afirmo que todavía lo sigue siendo por su propio fuero, por su indiscutible derecho, por su hermosa e incomparable historia. Es un error muy extendido, una suposición muy gratuita en que pocos se han fijado, y que se ha admitido sin previo examen, lo de que hay ahora dos, tres, cinco partidos católicos en España. Esa suposición, ese error, es lo que convenía aplastar de una vez para que no hiciese daño a los corazones después de haber ofuscado las inteligencias, y a eso voy derecho.

    Quizá con esto que digo provoque en las personas cándidas alguna expresión de extrañeza o alguna exclamación de asombro. “¿Cómo? –dirán esas personas–, ¿pero es posible que EL CORREO ESPAÑOL viva tan a espaldas de la realidad, que ignore o proceda de tan mala fe, que aparente ignorar que España ha tenido de treinta años a esta parte varios notables desprendimientos que se han erigido a su vez en partidos?”

    EL CORREO ESPAÑOL sabe lo que dice, y ni procede con mala fe ni con ignorancia del asunto que está discutiendo. Sabe perfectamente que, a poco de acabarse la guerra civil, se levantó, entre otros, Don Alejandro Pidal, y se propuso consolidar la dinastía liberal alfonsina (la que, según testimonio de La Lectura Dominical, tiene en la actualidad dos ministros masones); y para ello hizo un llamamiento a las honradas masas carlistas para llevarlas a los pies de Cánovas, y para que le sirvieran a él de pedestal para ser ministro y archipámpano. Las honradas masas no fueron, se estuvieron quietas en sus puestos; pero Pidal se llevó quizá un par de docenas de católicos que necesitaban comer del Presupuesto y con el carlismo no podían, que necesitaban ser catedráticos, empleados, tener nómina, asegurarse los garbanzos o las ambiciones, y Pidal les proveyó a todo esto, y fueron catedráticos y empleados, y tuvieron nóminas y disfrutaron del ideal individual a que aspiraban, y satisficieron la indispensable y urgente ambición del garbanzo temporal a que tienen derecho todos los estómagos.

    EL CORREO ESPAÑOL sabe que después, en el año 1888, Nocedal (hijo), empujado, según confiesa ahora, por los malos consejos de unos cuantos que después le han abandonado, le han combatido y le han despreciado, dejándole solo, arrastró a una porción de católicos tras de sí. Y que para arrastrarlos se sirvió del influjo innegable que el periódico ejerce sobre sus constantes lectores, y del prestigio extraordinario que a ese periódico le había dado el hecho de haber sido durante largos años el órgano oficial, o por lo menos el órgano oficioso de la Comunión carlista. Hizo entonces el nocedalismo contra Don Carlos lo que los pecadores hacemos contra Dios. Dios, según la teología tomista, nos da las fuerzas para obrar, está presente con su Omnipotencia a la producción material de todos nuestros actos, y la perversidad del pecador llega hasta el extremo de que con esas mismas fuerzas le ofende y le combate… Pues de la misma manera el nocedalismo, valiéndose de los prestigios que a la sombra de la autoridad de Don Carlos adquiriera y de las fuerzas que la bandera legitimista le diera, empleó esos prestigios y esa fuerza en combatir al mismo de quien los había recibido. Pero no valgan ahora estas apreciaciones y estos recuerdos, y voy adelante con el tema.

    Sabe también EL CORREO ESPAÑOL que del nocedalismo se rajaron tres o cuatro tendencias: una, la de La Cruz de la Victoria y los Luarcas, que no dejó de reconocer la legitimidad de Don Carlos, y se encastilló en su necia afirmación de que nos habíamos liberalizado los carlistas; otra, la de Sardá y Salvany, que se encastilló en su revista, hizo rancho aparte y no quiso ser ni pez ni rana; otra, la de Ortí y Lara, que con unos cuantos amigos se metió metafísicamente dentro de la dinastía alfonsina y del mesticismo que él había combatido antes con tal empeño y con tan desaforada furia, que lo llevó al terreno mismo de la conciencia y de la salvación de las almas. Y otras, las de Campión, que entraron y salieron, y volvieron a entrar; y la de Ancillona; y la de no recuerdo cuántos.

    Sabe además EL CORREO ESPAÑOL que procedente de la rama nocedalina brotó el bizcaitarrismo católico, con su D. Sabino Arana, el cual, discurriendo, y con harta razón, que si lo nocedalinos habían elevado a principio la frase de Santa Teresa Sólo Dios basta, y en virtud de ese principio habían mutilado el viejo lema Dios, Patria y Rey, tirando al Rey por la borda, él tenía perfecto derecho para tirar también a la Patria y quedare con Dios sólo, con el lema místico puro, y decir ¡abajo España! con la misma razón con que los otros habían dicho ¡abajo Don Carlos!

    Todo esto sabe EL CORREO ESPAÑOL, y sabe, por último, que muchas personas, asustadas al ver tantas divisiones y divisioncillas entre los católicos, proclamaron la Unión de los católicos; y no la proclamaron dentro de su base natural y con arreglo a su fórmula histórica, sancionada por los hombres y por los tiempos: la Comunión católico-monárquica; sino que se dieron a buscar nuevas fórmulas y nuevas bases, y a inventar la pólvora que se había inventado ya hace siglos, con el Dios, Patria y Rey…

    Es decir, que EL CORREO ESPAÑOL sabe que hay entre los católicos españoles los siguiente grupos y grupitos:

    1.º Pidalinos.

    2.º Nocedalinos.

    3.º Sardaístas.

    4.º Ortilaristas o mestizos.

    5.º Ligueros.

    6.º Unionistas.

    7.º Bizcaitarras.

    Y alguno más que se me olvide en la lista.

    Pues, a pesar de eso y sabiendo eso, afirmo que habrá divisiones, parcialidades, grupos, rebeldías, disidencias, hasta partidos more-liberalescos, si se quiere; pero que partidos católico-políticos con caracteres de tales, con importancia para ello, con legitimidad y con derecho a que se les reconozca la beligerancia, ni los hubo hace treinta años, ni los ha habido después, ni los hay ahora, fuera de la Comunión carlista.

    Y esto es lo que, Dios mediante, me propongo demostrar en el artículo que vendrá a continuación de éste.


    ENEAS

  3. #3
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    Re: La Comunión Legitimista no es un partido (Eneas)

    Fuente: El Correo Español, 28 de Julio de 1905, página 1.



    El derecho a formar partidos


    Voy adelante con las observaciones de los días pasados sobre los partidos. Entre los liberales, según su principio, su sistema y su fin, el derecho de cualquier político, más o menos pelagatos, a formar partidos es una cosa indudable. Parten los liberales del principio de la razón autónoma o independiente, desligada de toda suerte de disciplinas y respetos, fuera de aquéllos que la misma razón acepta voluntariamente, porque se acomodan a su manera de ver las cosas públicas. Y con ese principio, si cada cual es árbitro de pensar como le dé la gana, es evidente que a cada cual le asiste el derecho de fundar los partidos que quiera, y sin condición ni limitación alguna. Podrá fundar partidos con programa ancho o con programa estrecho, o sin programa alguno; partidos para asaltar el Poder o para derribarlo, o para sostenerlo; partidos para esta forma de gobierno o para la otra, o para pasar el rato simplemente. Así son, en efecto, todos los partidos que forman los liberales alrededor de un personaje más o menos despierto y vivo.

    Pero nadie dirá que en el terreno católico las cosas sean de la misma manera. Los católicos, mientras verdaderamente lo seamos, lejos de partir del mismo principio de la razón independiente, o razón endiosada, o razón rebelde, alma del liberalismo en todas sus fases y colores, partimos del principio diametralmente opuesto. La razón dentro de la doctrina católica vale mucho, tanto, que hasta para someternos a la fe se pide su venia, su obsequium rationabile; pero no vale tanto que desligue al individuo de deberes religiosos y sociales, o lo constituya en árbitro para señalárselos. Lo mismo sucede con la libertad. La libertad de los católicos es amplísima, pero nunca es licencia, nunca se sale del campo de la autoridad y de la justicia, nunca se sobrepone a las leyes ni al orden. Esa condición de la libertad y de la razón católicas regula las iniciativas y los actos de todos, exigiéndoles motivos justos, hechos lícitos y fines honestos para obrar. Doy por delante estas reflexiones, y nadie dirá que carecen de fundamento. Ahora bien: a la luz de ellas se pueden juzgar los supuestos partidos católicos en España.

    Unidos estábamos todos dentro de la Comunión tradicionalista, y para formar partidos nuevos, por lo menos se necesitaban tres cosas: 1.ª Que hubiera un hombre o varios hombres con autoridad bastante para constituirlos. 2.º Que fuese posible hacer partidos católicos-españoles con programa distinto de la Comunión católico-monárquica. 3.º Que fuese conveniente a la Religión y a la Patria la división de las fuerzas católicas en partidos.

    Enunciar esas condiciones solamente, basta para juzgar a los partidos y para resolver la cuestión que estoy estudiando. Que no convenía dividir en partidos a los católicos, lo dijo León XIII en su carta admirable al Cardenal Casañas, entonces Obispo de Urgel [1]; lo han dicho después y siempre todos los católicos, lo mismo leales que desleales; lo proclaman a voces el sentido común y el corazón de los buenos, que por la unión y concordia suspiran siempre, considerando el mayor dolor y el mayor mal las divisiones y los partidos. Pues si la división era un mal y el fundar partidos nuevos una cosa nefanda, ¿cómo es posible pensar y creer que esos partidos nuevos se consideren de otra manera que como malos, o como no existentes, o como no católicos? Cuando la túnica de la Iglesia se escinde o por algún cisma o por alguna herejía, aunque la escisión arrastre a muchos hombres y a muchos pueblos, ¿hay nadie tan falto de sentido que afirme la existencia de dos o más Iglesias?

    Claro que la Iglesia es cosa divina y la política es cosa humana que en gran parte mira a los intereses materiales, terrenos y discutibles de los pueblos, y que de todo en todo no se puede equiparar ni comparar la una con la otra. Sin embargo, tratándose de la política católica bien se ve que en lo que tiene de católica a lo menos, tiene de similar con la Iglesia e invariable. Pero en España hay una cosa singular, un fenómeno especialísimo. Y es que no ya en lo católico, no ya en el programa religioso, los disidentes del carlismo no han inventado absolutamente nada nuevo, sino que ni aun en las cuestiones temporales y opinables han sabido salirse de los principios carlistas. Véase a los nocedalinos, véase a los mestizos, véase a los de acá o los de allá. Todo lo que tienen, todo lo que defienden, o no es nuevo, o no es bueno.

    Lo nuevo seguramente es liberal, o sabe a liberalismo, o es una necedad tan insignificante como las que está sosteniendo ahora El Universo, dando bombos a la Constitución de Bélgica y lamentándose de que en España no haya unidad entre los católicos y haya escrúpulos en muchas almas ¡para conformarse con lo presente y aceptar la Constitución! ¿Pero es que hay, por ventura, algún mal y algún pecado en que los católicos españoles quieran para su Patria cosas mejores y más perfectas que la librecultista Constitución belga y que el catolicismo de aquel país, que no está a mayor altura que el catolicismo de Maura? ¡Triste caída la de esos mestizos, que ya tienen por ideal español y por remedio de esta Nación católica las ideas y la política del cuñado de Ribot y de Gamazo [2]!

    Y bien: todo esto, ¿no es la más palpable prueba de que si no son posibles más programas buenos que el de los carlistas; si al programa carlista tienen que acudir los disidentes, como a la fuente de sus ideas, si quieren conformarlas con la «Constitución escrita por el dedo de Dios a través de los siglos»; si hasta para los problemas sociales que parecen nuevos se buscan soluciones de gremios y de intervencionismos antiguos, es decir, soluciones carlistas; si todo esto es así, no se pueden los católicos amantes de su fe y de su Patria dividirse en partidos distintos y apartarse del carlismo? ¡Por algo los liberales tienen ese instinto de apellidar siempre carlistas en España a todas las personas religiosas, a todos los hombres de fe! Es que no pueden comprender otros partidos, porque no son, porque en cierta manera van contra el sentimiento español y contra la naturaleza de las cosas…

    Y todavía lo veremos más claro examinando este asunto en otro último artículo.


    ENEAS





    [1]
    Carta de 20 de Marzo de 1890.

    [2] Es decir, de Maura.

  4. #4
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    Re: La Comunión Legitimista no es un partido (Eneas)

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    Fuente: El Correo Español, 29 de Julio de 1905, página 1.



    Los partidos y las personas


    La doctrina de los artículos anteriores, escritos al correr de la pluma, sin corrección, sin fe de erratas materiales y sin sosiego en estos últimos días, se confirma más observando el origen de esas disidencias, fracciones, rebeldías o agrupaciones que pretenden llamarse partidos y ostentar su beligerancia y su personalidad al lado de la histórica y secular Comunión carlista y hombrearse de igual a igual con ella.

    Cuando se busca la justicia de una cosa, de una institución, de un derecho, hay que empezar indagando su origen, es decir, su legitimidad. La legitimidad es cosa tan necesaria, que en su obsequio dieron los jurisconsultos el conocido apotegma: «Quod ab initio vitium habuit, postea convalescere non potest».

    La legitimidad es cosa tan grande y tan indiscutible, que hasta en estos tiempos, en que parece que todos la desprecian y que predomina la doctrina de los hechos consumados o de los Poderes constituidos, no hay tirano ni usurpador de ningún género que, para atraerse el respeto de los demás, no empiece por fabricarse una legitimidad a su gusto. Así la fabricó Víctor Manuel, el usurpador del Poder temporal del Papa, inventando el plebiscito de Roma y de los Estados por él conquistados. Así la buscó Fernando VII cuando quiso usurparle el derecho a su hermano, trasladándolo a su hija [1], y así la buscan cuantos carecen de ella. Es decir, que la legitimidad hace tanta falta en el mundo y es título de tal valía, que cuando no existe se inventa.

    Pues empezando por ahí, ninguno de los supuestos partidos católicos disidentes en España nació de manera legítima ni vino por parto derecho. Los títulos de la Comunión carlista ahí están; los entrego al examen, a la discusión y a la contradicción de todos los hombres.

    Pero, ¿cuáles son los títulos de los restantes partidos? ¿Cómo nacieron? Exactamente lo mismo que nacen los partidos liberales. Un hombre o varios hombres puestos de acuerdo se declaran independientes de la vieja disciplina, buscan prosélitos y ellos de arriba abajo forman su partido. Ni se da el caso de que las masas separadas busquen jefe nuevo y lo elijan y lo levanten sobre el pavés, sino todo lo contrario: el jefecillo, el cacique católico busca a las masas para arrastrarlas detrás de sí y hacerse su escolta de partidarios.

    ¿Es esto digno? ¿Es esto cristiano? ¿Es esto decente? ¿Qué derecho tiene ningún caballero particular, por grande, por elocuente, por travieso que sea, para desgarrar las masas católicas y ponerse al frente de ese desgarrón, diciendo a sus parciales: “Seguidme, yo soy vuestro jefe”? ¿Quién le ha dado esa misión? ¿Quién le ha investido de esa autoridad? ¿De dónde les viene el fuero para fundar un nuevo partido?

    ¡Ah! Ellos mismos, los caporales, los fundadores de partidos nuevos, reconocen que no tienen autoridad ni misión para tanto, y salvan esa dificultad, encubren ese pecado engañando a sus partidarios para que no se escandalicen. Al levantar su bandera de disidencia, no tienen la franqueza de decir al pueblo: “Venid a mí, que voy a fundar un nuevo partido”; sino que, al contrario, le engañan exclamando: “Venid a mí, que en mis manos está la bandera antigua, la verdadera Comunión tradicionalista”. Yo soy la verdadera tía Javiera, como dicen los de las rosquillas. Yo no hago Iglesia nueva, sino que soy la verdadera Iglesia –como dijo Lutero–.

    Y los que siguen a ésos, los siguen creyendo que están donde estaban, que no se han mudado de casa, ni de Iglesia, ni de partido, ni de bandera; que su casa es la casa solariega de los antepasados, y su templo el templo de los apóstoles. Por eso siguen los que de buena fe van y no tienen parte en el complot, y por eso hasta nuestros días han llegado muchos que, si se separaron materialmente del carlismo, moralmente estaban en él, y en él están, porque hasta se llaman carlistas. Pero si a esas masas honradas se les hubiera hablado claro, si aun a los más conspicuos se les hubiese hecho ver que se salían de su antigua casa para entrar en la ajena, y de su partido tradicional para formar otro distinto, seguramente se habrían escandalizado, y habrían apostrofado al pretendiente a jefe diciéndole: “Eso de partidos nuevos, de Iglesias nuevas, ¡jamás! ¿Te figuras tú acaso que los intereses de la Religión y de España, y la historia de la Comunión carlista, y las hazañas de sus veteranos, y la sangre de sus mártires, y los sacrificios incontables de sus leales, y el entusiasmo de sus Juventudes son cosa tan baladí que podamos jugar con ella haciendo partiditos con nuevos jefes? ¡Los partidos nuevos son la herejía, el error y el mal! Y ¿quién tiene autoridad para hacer el mal? ¿A quién se le han dado facultades para dividir y hacer daño?”

    ¡No! En las cosas católicas, por lo mismo que son serias, hay que proceder seriamente. Hay que imitar a la Iglesia, que es el modelo eterno de los cristianos. Y en la Iglesia, lejos de procederse así, se mira con tanto escrúpulo eso de las iniciativas individuales, que no ya para hacer cosas malas y dañosas se niega la autoridad a cualquiera, sino que ni aun para las cosas buenas y santas se le concede siempre. Dentro de la Iglesia lo más perfecto son sin duda las Congregaciones religiosas que siguen los consejos del Evangelio, y sin embargo, nadie, sin la aprobación de la Iglesia, se puede arrogar el derecho de establecerlas, o, aunque las establezca, éstas no tienen vida oficial, personalidad cristiana, mientras la Iglesia no las apruebe y bendiga. Y si hasta para hacer bien, para fundar cofradías, se necesita autoridad y misión, y no sirve cualquier caballero suelto, ¿cuánto menos servirá para crear disidencias y cismas?

    Se podría seguir hablando muchos días y en muchos artículos aún acerca de estas materias; pero alguna vez hemos de terminar. Acabemos aquí. Esos supuestos partidos católicos están suficientemente juzgados. No respondieron a ninguna necesidad, sino que fueron un mal y un daño positivo causado a la Religión y a la Patria. No inventaron ningún programa especial católico, porque en lo católico no se pueden inventar novedades, y tuvieron que limitarse a saquear el programa carlista. No nacieron fundados por hombres con autoridad y con derecho, sino por caballeros particulares, sin derecho, sin legitimidad y sin misión alguna. ¿Y se quiere que ahora, al cabo de los años, y cuando se ha visto que eran estériles y que para nada servían, y lo han confesado ellos mismos, se les reconozca la personalidad de tales partidos, y, por consiguiente, el derecho de jefes que nunca lo tuvieron, y los grados y galones de generales y capitanes que no los ganaron en la guerra justa? ¡No hay tales partidos! No hay más que parcialidades, censuradas últimamente por Pío X en su carta al venerable y virtuosísimo Prelado de Sevilla [2]. El partido católico en España, dígase lo que se quiera, es uno, la gran Comunión católico-monárquica, el núcleo histórico de unión para todos los buenos, la fórmula tradicional de unión de los católicos, el Ejército de Cruzados que para su defensa tienen la Religión y España.

    Y ese partido no es partido de antagonismos, ni de rencores, ni de exclusiones injustificadas, ni de condenaciones irracionales; es partido de amor, bandera de entusiasmos y de esperanza, que convida hoy, como convidó siempre, sin pedir humillaciones, pero sin admitir errores ni indisciplinas, sin guardar memoria de agravios, pero sin contaminarse con los pecados de la Revolución y el liberalismo, a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que están dispuestos al trabajo y al sacrificio por el altar y el trono y los hogares amenazados…


    ENEAS






    [1]
    Fernando VII no hizo tal cosa, sino que los que le rodeaban le engañaron haciéndole creer que su padre había sancionado una Pragmática que restauraba la Ley de Sucesión anterior a la de 1713, y que sólo hacía falta publicarla. Posteriormente el propio Fernando VII revocó la Pragmática de 1830. El propio Eneas, rectificando de manera honrosa, hará alusión a todo esto en otro artículo suyo.

    [2] Carta de 27 de Junio de 1905.


    .
    Última edición por Martin Ant; 05/06/2020 a las 12:26

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