Fuente: El Correo Español, 12 de Enero de 1906, página 1.
Cuestiones de legitimidad
En este día precisamente, en que se celebra una solemnidad de familia en el Palacio, y cuando en casi todas las parroquias hay infinidad de novios que acuden a casarse por la golosina del regalo palatino, no estará de más cumplir la palabra empeñada el otro día reseñando el discurso del Sr. Obispo de Madrid-Alcalá en su recepción académica de la de Ciencias Morales y Políticas. Entonces consignamos unos párrafos doctrinales del discurso, y dijimos de ellos que eran la base, la médula, el cimiento de la legitimidad carlista. No importa que, por lo mismo, otra vez los repitamos:
«El príncipe –decía el Prelado interpretando la doctrina católica– es el Ministro de Dios, y a pesar de tal carácter no puede motu proprio, en relación a los súbditos, variar la forma fundamental de gobierno en que un pueblo se halla constituido; porque si bien esa forma es variable, se trata de una obra social, no suya; ni tampoco los súbditos por sí solos pueden hacerlo, pues se trata de un cambio transcendental en la vida de los ciudadanos, en el orden político, que no puede introducirse ni sancionarse sin autoridad, y esa colectividad no la tiene.
»En el principio, al constituirse una sociedad particular determinada, puede hacerlo en la manera que estime más adecuada a su naturaleza, circunstancias y fines, porque tal sociedad lleva la Autoridad en su seno; pero después, no desposeída ni enajenada, sino extraída de ella misma por su propio libre acuerdo la Autoridad para su mejor ejercicio y funcionamiento, no puede verificarlo por faltarle la condición necesaria para una resolución semejante». Tiene, sí, el derecho de conocimiento e intervención de causa, porque la forma que se ha de cambiar fue obra suya y se ejerce para su mayor bienestar y prosperidad; pero no tiene el derecho de mando y ejecución, porque éste es inherente y peculiar de la Autoridad. «La solución del problema únicamente se hallaría en el común consentimiento de la Autoridad y el pueblo».
Tal se ha creído siempre en la Monarquía cristiana. No entendían que los ungidos del Señor, como sus Ministros, para las cosas terrenas recibían el derecho y la autoridad inmediatamente de Dios. Recibíanlo mediante el pueblo, y bien claro lo demuestra el hecho constante de que los Reyes, antes de ser reconocidos y aclamados como tales, jurasen en Cortes respetar y defender los fueros, derechos y tradiciones de los pueblos en que iban a ejercer autoridad. Ni se limitaba este hecho, verdaderamente democrático, al reconocimiento de los Reyes, que abrazaba también a los herederos de la Corona, que asimismo en Cortes eran reconocidos y jurados.
Esto en cuanto al origen democrático de la Autoridad, que en cuanto a su naturaleza y ejercicio, nunca se dejó de asignarle los debidos límites. Tenía por de pronto el límite foral, el límite de las Cortes, que principalmente se refería a los impuestos; el límite del Derecho cristiano; y, sobre todos, el límite del Derecho natural, en virtud del cual ninguna Autoridad puede extenderse fuera de su naturaleza, ni arrogarse atribuciones que ésta le niega. Podía la Autoridad, de consiguiente, inspirándose en el bien común, dictar leyes y disposiciones respecto a todo lo que cupiese dentro de su esfera; pero en ningún modo salirse de ella ni desobedecer a las leyes sociales, a las de carácter superior al Príncipe mismo, y que a él, como a los súbditos, le eran obligatorias. Esto es lo que afirma el Sr. Obispo en su discurso.
Y precisamente contra ese principio de Derecho cristiano y de Derecho natural obró Fernando VII al pretender variar, por sí y ante sí, la Ley de Sucesión a la Corona. Porque es de saber que todos los títulos del liberalismo arrancan precisamente de ese hecho despótico de un Rey voluble y tornadizo.
Y algunos liberales de los más desahogados, de los que no se avergüenzan de asignar la progenie del liberalismo en un acto de tiranía y en un Rey déspota y absoluto, así como los librepensadores tampoco se avergüenzan de buscar sus títulos de nobleza entre los orangutanes, a quienes llaman sus antepasados, dicen que fue muy legal el cambio de sucesión en favor de Doña Isabel, hija, y en perjuicio de Don Carlos V, hermano, porque como Fernando VII era rey absoluto y hacía leyes, pudo también hacer en ese terreno lo que se le antojara.
Pues por muy absoluto que fuese eso no lo pudo hacer, porque ni tenía derecho ni atribuciones para ello. Que la Ley de Sucesión era fundamental, de carácter social y estaba por encima de Fernando VII, porque era un derecho de los Reinos. Por eso ha dicho con gran profundidad filosófica el Sr. Duque de Madrid: «Mis derechos se confunden con los de España…» [1].
Y ya comprenden otros liberales que no lo pudo hacer Fernando VII así, y para arreglar ese chanchullo han inventado lo de las Cortes de 1789, convocadas en tiempos de Carlos IV. Y cuentan que en esas Cortes se trató de cambiar la Ley de Sucesión y que los procuradores lo pidieron así. Pero aunque lo pidieran no se hizo esa Ley, no pudo hacerse, porque en la convocatoria de Cortes no se incluía ese asunto, y mal pudieron dar los pueblos poderes a sus procuradores para lo que no conocían. Y entonces ya vivía Carlos V con sus derechos eventuales a la sucesión; y entonces, por último, no se promulgó Ley semejante, y se hizo más: que un lustro después, en la Novísima Recopilación, se promulgó la Ley contraria, esto es, la Ley de Felipe V, hecha en Cortes, y que se decía derogada en 1789. ¿Qué derogación fue ésa si el mismo Rey, que se la tuvo callada y no la promulgó, promulgó otra vez y dio fuerza nueva a la Ley antigua?
Y para colmo de ridiculeces en el asunto de la derogación, sucedió que las Actas de aquellas Cortes diz que se habían perdido, y ¡oh fortuna!, el Ministro Caballero tuvo la chiripa de encontrarlas en un baratillo del Rastro. ¡Al Rastro habían ido a parar los títulos y derechos de los liberales!
El mismo Fernando VII debió conocer que esos títulos del Rastro y esas cábalas y artimañas sobre la sucesión no tenían valor ninguno, por cuanto viéndose en vísperas de morir y de comparecer ante el Supremo Tribunal donde se ejecuta la verdadera y suprema Justicia, no quiso llevar allá los remordimientos horribles de un desafuero tan grande y otorgó un Codicilo derogando cuanto hasta entonces se había hecho: quitándole los pretendidos derechos a su hija y reconociéndolos a su hermano.
Si después la Infanta Carlota, esposa del Gran Maestre de la Masonería napolitana, hizo que se rasgara aquel Codicilo, dándole una bofetada a Calomarde, ella misma, andando el tiempo, reconoció su pecado y fue precisamente la que convenció al General Ortega para que deshiciese su bofetón y su yerro proclamando a Carlos VI, Conde Montemolín.
Cuestiones históricas son éstas cuya discusión es libre, y tanto más si se defiende la justicia, la que arranca del Derecho natural consignado en los párrafos que copiamos más arriba, según los cuales, el Príncipe no puede cambiar las Leyes Fundamentales de un pueblo. Y si las cambia, así encuentre en el Rastro los papeles que quiera, mojados o sin mojar, su acto será nulo, completamente nulo.
Y nada más.
ENEAS
[1] El propio Fernando VII también sabía que era conveniente la convocatoria de Cortes para el cambio de la Ley de Sucesión. Pero ése no era el caso, pues se le dijo falsamente que ya su padre Carlos IV había sancionado el cambio, y que sólo era necesaria la publicación de dicha sanción. León Carbonero y Sol (padre) califica con duros términos la actuación en todo este asunto del entonces Gobernador interino del Consejo Real y Supremo de Castilla, José Mª. Puig de Samper.
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