APUNTES SOBRE NUESTRA HISTORIA



Los Tercios de Flandes


La pertenencia de Flandes y los Países Bajos a la Corona de España desde 1506 plantea de inmediato un problema de infraestructura militar muy importante. En primer lugar hay que mantener unas guarniciones fijas en las principales ciudades y puntos estratégicos del territorio, castillos y fortalezas que si en unos casos puede hacerse con tropas naturales del país, en otros, por el temor de que la alta nobleza flamenca intentase una sublevación, como en efecto ocurrió más tarde, exige disponer de tropas castellanas y aragonesas como personal de confianza.

Consecuencia de esta necesidad es la creación del tercio de Flandes, con unos efectivos de 6.200 hombres, que va a guarnecer los puntos más conflictivos. Pero en cualquier caso, se trata de un solo tercio. Sin embargo, el levantamiento de los Estados de Holanda, bajo el mando de Luis de Nassau, obliga a España a transportar a Flandes unos efectivos militares, constituidos principalmente por los tercios de Italia, llamados la AInfantería Española@. Estos tercios, y otros que se organizarán a medida que la guerra avanza, serán los principales protagonistas de aquellas acciones militares, gloriosas unas, trágicas las otras, ambas cosas la mayoría.

Para comprender el despliegue estratégico de las fuerzas españolas en aquella guerra que duró desde 1557 a 1568, y en que se dieron las grandes batallas y se alcanzaron éxitos como la toma de Harlem, la de Gemiguen, la de Breda, la de Zierickzee, la de Mock, que acreditaron al ejército español como el más intrépido pero a la vez el más organizado del mundo, detallaremos a continuación los territorios, teatro de operaciones.

Flandes y el Brabante (hoy Bélgica). Comprende nueve provincias, que son: Amberes, capital Amberes. Brabante, capital Bruselas. Flandes Oriental, capital Gante, Flandes Occidental, capital Brujas. Henao, capital Mons. Lieja, capital Lieja, Limburgo, capital Hasselt, Luxemburgo, capital Arlon. Namur, capital Namur.

Dentro de estas nueve provincias hay que señalar que los dos Flandes están a su vez divididos en distritos, a saber: Flandes Oriental, con seis distritos: Gante, Ecloo, Ourdenarde, Alost, Termonde, San Nicolás. Flandes Occidental, dividida en los siguientes distritos: Brujas, Dixmude, Furnes, Ostende, Boulers, Thieit, Ipres, Dunkerque, Valenciennes, Maubeuge, Cambrai. Walonia, territorio comprendido entre el río Lys y el río Escalda, dividido en los siguientes distritos: Courtrai, Roubair, Lille, Douai, Tourcoing. El territorio de los Países Bajos propiamente dicho, comprendía once distritos o Estados, a saber: Brabante, capital Hertogenbosch. Drenthe, capital Assen. Frisia, capital Leeuwarden. Groninga, capital Groninga. Gueldres, capital Arnhem, Holanda Meridional, capital La Haya, Holanda Septentrional, capital Haarlen. Limburgo, capital Maestricht. Overysel, capital Zwolle, Utrech, capital Utrech. Zelanda, capital Middelburgo.

Las guarniciones españolas en tiempo de paz, se limitaban a un Tercio, compuesto íntegramente por soldados españoles, y cinco banderas o compañías de soldados walones, éstas situadas en los cinco distritos de la región de Walonia. El tercio de Flandes, de tropas españolas, repartía sus efectivos entre Amberes, Bruselas, Gante, Brujas, Maestricht y Utrech, con un efectivo aproximado de 250 hombres en cada una de estas plazas El resto de la guarnición del territorio, desde Lille y Valenciennes, hasta la frontera alemana, estaba encomendado a milicias locales, que reciben nombres diversos, como guardias o cofradías, integradas por algunos elementos de la nobleza como mandos militares, y una tropa no profesional, compuesta por comerciantes y propietarios.

Sin embargo, la sublevación de los Países Bajos, obliga a partir de 1.566 a concentrar en Flandes y los Países Bajos gran número de efectivos, unos procedentes de Italia, y otros organizados en el propio país, o llevados desde Alemania. Los llevados desde Italia son tercios, es decir, unidades expresamente dedicadas a la intervención fuera de la Península Ibérica, como ya hemos dicho. Estos tercios, incardinados en Sicilia, Nápoles, Cerdeña, Lombardía, se han concentrado previamente en Milán, donde se les ha equipado de armamento y ropas, para una larga campaña. Desde Milán a Flandes efectuarán el camino marchando a pie, teniendo como cuarteles de tránsito el enclave español en Francia que era el Franco Condado, y los Estados soberanos pero aliados a España, y en cierto modo dependientes como los ducados de Saboya y Lorena, situados los tres en la línea logística que une los dos territorios de dominio español, Italia y Flandes.

También se sitúa un refuerzo de tropas llevado por mar, el tercio de Mar, especie de Infantería de Marina, llevado por los galeones desde Laredo y Bilbao, hasta el puerto de Dunkerque. Este tercio mereció llamarse El Sacrificado por su heroísmo.

Ante el cariz que tomaban los acontecimientos de Flandes, el duque de Alba, nombrado generalísimo de las fuerzas de Flandes, decidió trasladar tropas de Italia a las provincias rebeldes, a cuyo efecto las concentró en Alessandria della Palla y las revistó el día 2 de junio de 1.567, emprendiendo la marcha hacia Flandes. En la vanguardia iba el tercio de Nápoles con tres escuadrones de caballería italiana y dos compañías de arcabuceros españoles. A continuación el tercio de Lombardía con cuatro compañías de caballos ligeros españoles. A retaguardia toda la infantería de los tercios anteriormente citados y los tercios completos de Sicilia y Cerdeña, cerrando la retaguarida dos escuadrones de caballería de albaneses. En total 1.500 jinetes y 9.348 hombres de infantería. El propio Duque de Alba iba en la vanguardia al frente del Tercio de Nápoles.

La ruta hacia Flandes se siguió desde Milán por tierras del llamado camino español a Flandes que podía ser de soberanía, como las provincias españolas del Franco Condado y Luxemburgo, o de países aliados o amigos.

La marcha de los Tercios españoles desde Italia a Flandes fue la Kermese, el espectáculo sin par del siglo XVI. Cuentan que los nobles, los intelectuales y los elegantes de París salieron en sus coches al camino para verles pasar.

El caballero Pierre de Bourdeille, Señor de Bratôme, escribió en su Diario estas luminosas palabras: AIban arrogantes como príncipes, y tan apuestos, que todos parecían capitanes.

Esta tropa expedicionaria se unió a las tropas españolas que existían en el país flamenco, y otras dependientes del rey aunque de nacionalidades distintas. Así en el mes de julio los efectivos totales que según el ASumario de las guerras civiles y causas de la rebelión de Flandes, escrita por P. Cornejo, quien a la vez que cronista fue protagonista de ellas como militar, se contaban en Flandes eran:

Tercio de Nápoles: mandado por Rodrigo de Toledo, 19 compañías con un total de 3. 194 soldados.

Tercio de Lombardía: Mandado por Fernando de Toledo, hijo natural del Duque de Alba, después pasó a mandarlo Sancho de Londoño, 10 compañías con un total de 1.204 soldados.

Tercio de Sicilia: mandado por Julián Romero, y después por Lope de Figueroa, 19 compañías con 3.194 soldados.

Tercio de Cerdeña: mandado por Lope de Acuña y después por Juan Solís, 10 compañías con 1756 soldados.

Tercio de Flandes: mandado por Gonzalo de Bracamonte, 19 compañías con 4750 soldados.

Tercio de la Liga: mandado por Francisco Valdés, 19 compañías con 4750 soldados. Este tercio fue creado al constituirse la Santa Liga firmada el día 8 de febrero de 1538 entre el Papa, España y Venecia, para defender el Mediterráneo contra los turcos.

En estas tropas llamadas Infantería española 1/3 son arcabuceros y mosqueteros; 1/3 coseletes o coraceros que combaten solamente con espada, y 1/3 de picas secas, que combaten utilizando la pica, considerada la más noble y la reina de las batallas.

El tercio de Mar: es el antiguo tercio de Figueroa, reformado por Real Orden de 27 de febrero de 1566 con el nuevo nombre de Tercio de la Armada de la mar Océana.

El tren de artillería dispuesto por el Duque de Alba estaba formado por 36 baterías. Cada batería se compone de 6 cañones de a 40 o 50 libras de peso por proyectil, 2 culebrinas de 12 a 16, libras, 4 semiculebrinas, de 6 a 8 libras, 12 falconetes de 2 a 5 libras. Este tren de artillería podía servir lo mismo para batir murallas en el asedio a las ciudades, con las piezas de mayor calibre, que para combatir a campo raso como apoyo directo a la infantería en el combate, en cuyos dos supuestos se aumentaban las piezas de uno u otro calibre.

El total de soldados del tren de artillería se elevaba a 3.600 con un mando de oficiales o gentileshombres según se les llamaba, de 140, y un personal subalterno de mecánicos, polvoristas, etc., de 100, más 3 ingenieros, y 10 oficiales subalternos. El tren de artillería se dividía en tres regimientos, cada uno con sus mandos correspondientes.



Todas estas tropas iban acompañadas de capellanes, médicos cirujanos, mariscales (lo que hoy llamaríamos veterinarios y herradores), carros y mulas para equipo y equipajes personales con sus correspondientes acemileros y carreros, y un servicio de comunicaciones formado por los correos de a pie y de a caballo. Las comunicaciones interiores en el tercio se realizaban mediante las señales acústicas realizadas por los tambores, con un código de señales que eran los Atoques de ordenanza. A la vez, los tambores actuaban como enlaces, y como agentes de información. Por la distinción de que gozaban y el sueldo que recibían podemos considerar que cada tambor estaba equiparado a lo que hoy sería un oficial radiotelegrafista.

Según la Memoria que el Duque de Alba dejara a su sucesor en el mando Luis de Requesens, el despliegue de las fuerzas españolas era el siguiente:

Holanda. En La Haya 5 banderas o compañías; en Wardinghen 2; en Maslandt 2; en Capel Viterhoor 3; en Zetfel 2; en Putlop 1; en Hermelen 1; en Fluten 1; en Luistcot 1; en el castillo de Eghmont 9; en Masland Cluse 3; en Aldickt 2; en Lier, 1; en Walteringhe 4; en Catuick 4; en Walkenbourghe 2; en Werscohen 4; en Soter Vaut 4; en Leyden Dorp 1 y en Bodgrave 1. Total en Holanda 59 banderas o compañías, a 250 o 150 hombres.

Brabante. En Bergepzon 4 banderas; en Tolaa 3; en Estamberghe 2; en Besberghe 1; en Baol 1; en Hestorhart 1 y en el Castillo de Amberes 1. Total 13 banderas a 250 o 150 hombres.

Zelanda. En Lagous 2; en Viana 1; en el Castillo de Valenciennes 1; en Malinas 1. Total 7 banderas a 250 o 150 hombres.

También había alemanes. Éstos estaban acantonados en las comarcas de Overissel, Henao, Luxemburgo, Harlem, Nimega, La Haya, Tionville, Monster, Eghemont, Maestrich, Amberes, Breda, Bruselas, Leyden, Utrech, y en otros lugares.

En el ejército español se contaban 104 compañías o banderas de tropas walonas. Sin embargo, conviene tener en cuenta que una gran parte de sus efectivos eran soldados españoles, muchos de ellos catalanes. De las 104 estaban 38 mandadas por jefes españoles, a saber: 10 mandadas por Gaspar Robles; 15 por Mondragón; 6 por Alonso Gómez Gallo; 7 por Francisco Verdugo. Éstos con la categoría de Maestre, es decir, de coronel. La mayoría de los oficiales eran españoles. Los walones procedían de la zona francófona de la actual Bélgica.

En la guerra de Flandes los efectivos españoles y al servicio de España son: Infantería, 57.500, Caballería, 4.780, Artillería, 3.600. Gastadores (ingenieros), 4.121. Transporte, 3,000. Tercios de Mar, 9.000. Total hombres, 82.001. Estos efectivos, de los que si descontamos los dedicados al transporte son 79.000 hombres, habían de luchar no sólo contra toda Holanda y Flandes en armas, sino contra los ejércitos que Inglaterra y Francia enviaban a la zona de conflicto. Ejércitos importantes como el inglés mandado por John Morris, el de Sir Robert Dudley, conde de Leicester, también inglés, y el mandado por Enrique IV de Francia.

De cualquier modo, el peso importante de las campañas fue siempre llevado por los tercios de la Infantería española. Los que hicieron glorioso y temible en Europa su nombre sonoro de los tercios de Flandes.

El soldado de los tercios, o por mejor decir, tal como han de nombrarle en la lista, Señor Soldado, y con el don delante, porque es segundón de casa noble, aunque no tenga patrimonio, y lleva más que rozada la ropilla y el coleto.

Ufano de su talle y su persona
con la altivez de un rey en el semblante
aunque rotas quizá, viste arrogante
sus calzas, su ropilla y su walona.

Noble segundón sin patrimonio, pero con amor a la gloria, a la aventura, y por ello, a la guerra. Recorrió los caminos luminosos y verdes campos de la Italia renacentista, y las tierras frías y encharcadas de los pantanos de la brumosa Flandes.

Su espada es su tesoro, y su pluma en el sombrero chambergo, su penacho y su gala. No le importa morir si es por su Religión y por su rey, aunque haya de dejar llorando a alguna dama:

Monna Laura, señora mía
no quisiera haceros llorar;
Monna Laura, al rayar el día
mi Tercio se va a pelear.
Con los pífanos y atambores
que al frente lleva el Tercio Real
le irán haciendo a tus amores
un responsorio funeral.
Quizá en las torres de Gaeta
o en las murallas de Milán
se termine la vida inquieta
de tu aventurero galán.
Acaso voy hacia la Historia
o acaso voy hacia la muerte;
pero bien me cuesta la gloria
el duro precio de perderte.

El Señor Soldado tiene un alto sentido del amor y del respeto a las damas. La mitad de sus desafíos son por defender el honor de una dama a quien acaso ni siquiera conoce y de la que nada espera. Ha elevado a la mujer a una categoría arcangélica. La desea, pero no se atreve, las más de las veces, a solicitarla.

Flérida, para mí dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno
.



Con la honra, por delante, de su apellido y de sus cicatrices ganadas en el campo de batalla, habla a las damas con la más exquisita galantería:

Mi porte desenfadado
y aquesta banda pomposa
bien gallardamente os dicen
que estuve en Flandes, señora.
Y si nobleza quisiereis
mirad cómo la pregona
la cruz que luce en mi pecho
cual viviente ejecutoria
de que es hidalga mi sangre
y es mi prosapia famosa.
Llevado de nobles ansias
dejé mi vieja casona,
he corrido muchas tierras
en pos de lides heroicas,
y derramando mi sangre
y acrecentando mi honra
he cosechado mil lauros
pero ninguna derrota.
Luché asaz, pero soy pobre
porque derroché mis doblas
en plumas para mis fieltros
de anchas alas orgullosas,
en bien guarnecidos cintos
para mis ricas tizonas
y en gigantescas espuelas
para mis altivas botas;
que en poniéndome a ser grande
!ni el Rey con ser rey me dobla!
De tanto gallardo arreo,
de tanta lucida gloria
sólo han venido a quedarme
como recuerdo, señora,
unas cuantas cicatrices,
mi banda de seda roja,
la insignia del Santo Apóstol,
y esta espada fanfarrona,
que mas que mi brazo es débil
y es vieja y está mohosa,
para ganaros un reino
aún tiene fuerza de sobra.



Genio y figura. El viejo soldado, que no tiene fortuna, que ni siquiera tuvo la fortuna de que le matasen en un combate o en un desafío, regresa a España, tras de sus campañas de Italia y de Flandes. Aún presume ante las damas, retorciéndose el bigote, aliñando cuidadosamente las vueltas de su capa raída, y apoyando la mano sobre la empuñadura de la vieja espada que trae al costado.

Pero al final, su destino es bien triste. Lo único que ha sacado de su vida aventurera han sido las aventuras en sí mismas, la honra de haberlas vivido, y la cruz de la Orden de Santiago para llevarla al pecho.

El viejo Señor Soldado acabará recordando con nostalgia sus guerras pasadas, y pidiendo en un Memorial, una mísera pensión al Gobierno:

Negar que la batalla de Nancy se perdiera
si el gran duque de Alba ordenado la hubiera;
negar su hija al rico indiano pretendiente
porque no es noble asaz don Bela; y finalmente
alegar sus innúmeras proezas militares
para pedirle unos ducados a Olivares.

Así han visto al Señor Soldado los poetas Eduardo Marquina, Enrique López Alarcón, Manuel Machado, Ardavín.., y así se ha visto él mismo. Porque el Señor Soldado tuvo también su pluma y su tintero, y fue dejando por el mundo -llámese Torres Naharro o Garcilaso de la Vega o Calderón de la Barca o el mismo Cervantes-, muestras de su ingenio y retazos de corazón.



Las Picas de Flandes

Felipe II cumplió su juramento. Rápidamente le encomendó al Duque de Alba que corriera a marchas forzadas hacia Flandes y ejerciera la más bárbara y contundente represión. La llamó “escarmiento ejemplar”. El recorrido fue, para la época, veloz y despiadado, tanto para los soldados como para los pobladores que encontraban a su paso. Éstos, con protagonismo en el conflicto o sin él, padecieron el terror de la soldadesca desbocada. Pueblos enteros pudieron huir hacia Holanda o el Imperio antes del arribo de las fuerzas españolas, pero las localidades fueron por igual rapiñadas e incendiadas. Para colmo de desgracias, la oficialidad aprovechó la infame situación de las mesnadas, mal alimentadas, peor pagadas y pésimamente tratadas por sus superiores, para arengarlas a arrasar sin miramiento cuanto tuviesen frente a ellas. La represión se realizó, por supuesto, haciendo caso omiso a la condición de neutralidad declarada por muchos ciudadanos, como para que entendieran de una vez por todas que quienes no estaban abiertamente con ellos se convertían en sus enemigos.
Cuando estuvieron a punto de entrar en nuestras comarcas se les pusieron todo tipo de frenos. Era muy fácil seguirles el rastro, aun cuando se tratase de poblaciones franqueadas largo tiempo atrás, pues la fetidez se enseñoreaba por todos los rincones. Tal era la cantidad de restos humanos y la saturación de todo tipo de fluidos corporales. La reciprocidad se apreciaba a ojos vistas: por doquier había españoles tendidos como señal de advertencia para que se detuviera la barbarie. La especie no sirvió de nada.
Al estar frente a tan espeluznante espectáculo, no sólo compadecí a las víctimas sino también a sus ejecutores, bestias que evidenciaban su triste y patético primitivismo, monótono, cruel y falto de imaginación para la administración del dolor. Calculo que incluso los inquisidores se habrían cubierto la cara de vergüenza si les hubieran dado detalles de las salvajes chapucerías cometidas por sus seguidores.
Me crucé con ellos en varias y desgraciadas oportunidades cuando corría de un lado hacia el otro con el fin de contactar y convencer a burgueses y nobles de aunarse para la revolución final. Aclaro, aunque parezca inútil, que cuando olfateaba tropas al servicio de la Corona de España, siempre corría a ocultarme por el terror que despertaba en mi imaginación la posibilidad de caer en manos de esos bárbaros.
Un día arribé a una población de mediana importancia, casi al mismo tiempo en que lo hacían las fuerzas de ocupación. Al percatarme de ello espoleé mi corcel y me dirigí a un bosque cercano. Retiré la montura y las alforjas que cargaban la correspondencia, las armas y el dinero, luego de lo cual procedí a esconder todo entre unos matorrales y a otear en busca de un árbol cuya copa pudiera ocultarme. La repulsiva escena que tuve la mala fortuna de presenciar me horrorizó tanto que durante largas noches fui asaltado por inmisericordes pesadillas en las cuales mis brujas no tuvieron nada que ver. Creo que hasta ellas se habrían sentido asqueadas de haberse encontrado presentes. Jamás pude habituarme a esos siniestros espectáculos.
La mesnada buscaba residencias cuyo aspecto reflejara prosperidad. Una cantidad considerable ingresaba como ganado corriendo por una manga. Primero se daban a la grosera tarea de arrasar con la mayor cantidad de bebidas alcohólicas y cuanto cupiera en sus escuálidos estómagos. Ahítos y presas de la embriaguez, se lanzaban a desmantelarlo todo, desordenada y salvajemente. Excitados al máximo, buscaban luego satisfacer sus instintos sexuales con quienes encontraran a su paso. Las víctimas pasaban de mano en mano hasta que los verdugos, exhaustos de tanta perversidad, quedaban imbecilizados. En ese estado y como digno colofón, pasaban el cuchillo por las gargantas de quienes involuntariamente habían oficiado como carne de cañón, o en su lugar los arrojaban por las ventanas, a sabiendas de que los aguardaban las picas enhiestas dispuestas por aquellos que habían permanecido en el exterior para esos menesteres. Aquellos que morían en el acto corrían con suerte, pero los más sufrían largas y tormentosas agonías. En ocasiones los ejecutores se esmeraban tanto en la técnica de empalamiento que quienes tenían la desgracia de terminar en las punzantes astas permanecían con vida uno o dos días más. Podría pensarse que la elemental conciencia de estos infelices no daba lugar a mayores horrores, pero desafortunadamente pude comprobar lo contrario cuando los vi degollando a los pequeños y golpeando contra las paredes a los recién nacidos.
Luego de tamaña carnicería, aquellas bestias partieron caminando con dificultad y vomitando su borrachera, para reiniciar en otro lado la tétrica tarea. Por la noche se encargarían de perder todo lo rapiñado en burdeles, casas de juego de pésima catadura, o refriegas entre ellos mismos. A la mañana siguiente, el ciclo recomenzaría, para seguir cumpliendo la consigna de Felipe II y del Duque de Alba: “¡Para el amigo, todo. Para el enemigo, ni justicia!”. El caso es que para esos sanguinarios todos éramos herejes.
Cuando amainó el incendio que invariablemente daba por concluidas estas macabras visitas, descendí del árbol y apresté mi cabalgadura para partir, pero antes recorrí la población para ver si encontraba a alguien en condiciones de salvarse. No vi ni un alma con vida. En su lugar, pude comprobar, con terror, al ver diminutas masas encefálicas esparcidas por paredes y pisos, de qué manera habían terminado su corta vida aquellos inocentes. Salí aterrado.
Las aves carroñeras, gordas y rozagantes, volaban mientras lanzaban graznidos de placer. En un momento dado vi un movimiento en una pila de cadáveres. Me aproximé y encontré con gran sorpresa a un hombre de mediana edad, que aparentemente había disfrutado de una buena posición económica. Agonizaba. Todo su cuerpo era una sola e inenarrable herida:
—¡Venid! ¡A vos os exhorto! ¡Ved en qué estado me dejaron estos hideputas ruines! ¿Sois flamenco?
No tenía sentido confesarle mi real situación, así que le respondí:
—Sí, pero no habléis. Tranquilizaos. Dejadme que os atienda.
Jadeaba y apenas podía respirar. Sus palabras eran poco audibles.
—No hay nada que hacer. Estoy muerto.
Como ya estaba habituado a hacerlo, le mentí:
—No penséis eso, os salvaréis.
—No deseo salvarme. Todos los míos han sido violentados de mil maneras diferentes y asesinados por esa despreciable turba. Prometedme que haréis pagar toda esta inmunda masacre.
Sonreí con una terrible mueca que mostraba mi odio y desprecio tanto hacia los servidores de Felipe II como hacia él mismo y su tierra:
—Estoy en eso. En los actuales momentos coordino el movimiento para expulsarlos al reino de los infiernos al que pertenecen y del cual nunca debieron haber salido.
Al escuchar mis palabras la expresión de su rostro se transfiguró. Mostró algo de felicidad. Con un hilo de voz me dijo:
—Eso esperaba de vos. ¡Vengadnos! ¡Vengad…!
Expiró.
No fue el único caso en Flandes: se multiplicaron, con monótona regularidad, la cantidad de veces que se le pueda ocurrir a Alba, Fernando Álvarez de Toledo, Duque de (Piedrahíta, España, 1508-Lisboa, 1582) Militar y político español. Intervino desde muy joven en hechos de armas. En 1531, ya duque, sirvió en diversas campañas del emperador Carlos I, y sobresalió en la guerra contra la Liga de Esmalcalda, a la que venció en la batalla de Mühlberg (1547). Con Felipe II, la influencia de Alba llegó a su cénit, como jefe de uno de los partidos de la corte. Nombrado virrey de Nápoles (1556-1558), consiguió expulsar de Italia a los franceses. El momento culminante de su carrera fue su etapa de Flandes (1567-1573), adonde fue enviado, al frente de un ejército y con el cargo de gobernador general, para aplastar los levantamientos iconoclastas. Actuó con excesiva dureza, pese a que los disturbios ya habían sido sofocados antes de su llegada. Instituyó el llamado Tribunal de los Tumultos, encargado de juzgar y condenar a los rebeldes y confiscar sus bienes, y ordenó la ejecución de los condes de Egmont y de Horn, acusados de complicidad en los alzamientos. Para poder mantener el ejército, impuso nuevos y gravosos impuestos, sin respetar las libertades tradicionales flamencas. Con su actuación, no sólo fracasó en su intento de sofocar la revuelta, sino que la avivó. Solicitó entonces de Felipe II que lo relevara de sus funciones, y fue nombrado consejero de Estado. El matrimonio de su hijo Fadrique contra los deseos del rey le hizo caer en desgracia y se retiró de la vida pública. No obstante, fue llamado de nuevo (1580) para doblegar la oposición portuguesa contra Felipe II, quien reivindicaba sus derechos dinásticos al trono de Portugal. Tras derrotar al ejército de Diego de Meneses y conseguir la rendición de la flota lusa, el de Alba entró en Lisboa. El anciano duque fue nombrado condestable de Portugal y recibió el Toisón de Oro


cualquiera, y aun así se quedaría corto.




Bernardino de Mendoza


Escritor. Militar. Diplomático.
Aristócrata de la familia Mendoza.
Nació en Guadalajara en 1541,
y murió en Madrid, en 1604.
Escribió la "Theoría y Práctica de la Guerra"
y fue jefe del espionaje de Felipe II en Inglaterra.

Bernardino de Mendoza
José Luis García de Paz | Universidad Autónoma de Madrid

Bernardino de Mendoza nació en Guadalajara hacia 1541. Era hijo del tercer Conde de Coruña y Vizconde de Torija (quien tuvo 19 hijos), y tras licenciarse en 1556 en Alcalá de Henares inicia su carrera como militar en el norte de Africa y Malta. En 1567 acompaña al Duque de Alba a Flandes y se distingue como capitán de caballería. Luis de Requessens le envía a Inglaterra por primera vez (1574) para obtener permiso para que los barcos españoles se refugien en puertos ingleses. Desde 1576 es Caballero de Santiago y en 1577 comenzará su carrera como diplomático al ser nombrado embajador en Inglaterra. Fruto de estos diez años en Flandes será su conocida "Comentario de los sucesos acaecidos en la Guerra de los Países Bajos" (París, 1591) y su "Theoría y Práctica de la Guerra" (Madrid, 1595).

Como embajador estuvo en contacto con María Estuardo (reina católica de Escocia y prisionera de Isabel) y apoya a los católicos y a los jesuitas ingleses. Tuvo un sonoro altercado con la reina Isabel en 1581 indicándola que era fiel vasallo de su rey y que por nada del mundo deshonraría a la Casa de Coruña y el nombre de Mendoza. La verdad es que a la reina le costaba soportar este carácter orgulloso e intransigente, lógicamente.

Bernardino era partidario de que se declarase la guerra contra los luteranos dondequiera que estuviesen. Asimismo debía evitar el apoyo de Isabel a los rebeldes protestantes flamencos y proteger a los católicos ingleses. Así pues, recaba información, distribuye sobornos y realiza labores de espionaje, recluta y dirección de espías y colaboradores, creando una red primero en Inglaterra y, más adelante, en Francia y Flandes para defender los intereses de su rey. Empleó diferentes claves en sus mensajes para cifrarlos y que no fueran entendidos si eran descubiertos. Bernardino es expulsado fulminantemente de Londres en enero de 1584 debido a su participación en la llamada "conspiración de Francis Throckmorton". Bernardino "rezuma de soberbia e indignación e incluso ánimo de venganza" cuando escribe el 26 de enero de 1584 desde Londres a Felipe II que "Don Bernardino de Mendoza no ha nascido para revolver reinos sino para conquistarlos".

Nombrado en septiembre embajador en París, llega allí en noviembre de 1584 y sigue siendo considerado como un hábil y experto diplomático. Según Mattingly "muy poco de lo que pasaba en la Corte francesa, y aún al otro lado del Canal, le pasaba por alto gracias a su red de espías". La nación francesa estaba entonces dividida entre católicos y protestantes (hugonotes). Felipe II apoya a los príncipes católicos de la Casa de Lorena, y Mendoza se convirtió en "tesorero" y en apoyo de Enrique de Lorena, Duque de Guisa.

En primavera de 1586 alienta desde París una nueva conspiración contra Isabel que, tras ser descubierta, acaba con la decapitación de María Estuardo. Antes de morir, ésta le enviaría un anillo a Bernardino. Felipe II se decide a atacar Inglaterra y la misión de Bernadino será asegurarse que Francia no pueda atacar a Flandes en ausencia del ejército de Alejandro Farnesio, Duque de Parma y Gobernador en Flandes, quien debería embarcar en la Armada para atacar Inglaterra.

La Armada parte de Lisboa en 1588. Coincidiendo con ello, el 12 de mayo de 1588 Enrique de Guisa entra instigado por Bernardino en París. Allí se produce un levantamiento popular con barricadas contra las tropas de Enrique III que huye. Testigo de todo desde su habitación en la calle des Pouilles, Bernardino escribe el 25 de mayo que "quedan las cosas tan rotas (en Francia) que se podrán mal acomodar y el Rey (de Francia) imposibilitado para asistir a la de Inglaterra de ninguna manera".

La derrota de la Armada en julio de 1588 coincide asimismo con la destrucción de la red que Bernardino mantenía en Inglaterra. De hecho, Bernardino fue informado erróneamente y en agosto de 1588 envía un mensaje a Felipe II dando cuenta del éxito de la Armada y del "apresamiento de Drake", encendiendo una hoguera de victoria delante de su Embajada en París. Una de las consecuencias de la derrota fue que el apocado Enrique III de Francia cobró valor para mandar asesinar a Enrique de Guisa el 23 de diciembre de 1588 mientras le visitaba. Estalló la guerra civil, y Enrique III (aliado momentáneamente con Enrique de Borbón, el futuro Enrique IV) sitiaría al rebelde París pero sería asesinado en su residencia el 1 de agosto de 1589. La guerra civil se recrudece al entrar en juego la sucesión al trono. Felipe II intenta que su hija Isabel Clara Eugenia sea proclamada reina de Francia por los católicos, al ser hija de Isabel de Valois, y esta será otra nueva misión para Bernardino. Pero podemos adelantar que el intento fracasaría pues el Parlamento de París proclamó por unanimidad la vigencia de la Ley Sálica, excluyendo a la Infanta.

En primavera de 1590, Enrique IV marcha sobre el católico París. El sitio iniciado a fines de abril llegaría tras cuatro meses a hacer conocer a París los horrores del hambre. Bernardino permanece dentro de París durante este sitio en que los parisinos resistieron reforzados por pequeños contingentes valones y alemanes enviados por Alejandro Farnesio y alentados por el legado pontificio Gaetano y por el embajador Bernardino, que vuelve a emplear en este sitio los conocimientos militares que aprendió de joven en Flandes. Bernardino visita repetidamente las defensas parisinas y ayuda a los menesterosos de su propio peculio con comida y repartiendo monedas (sus famosas monedas de "medio sueldo" con las armas de España). Sus enemigos extendieron la patraña de que el pan que repartía estaba hecho con huesos en polvo de los cementerios parisinos. En suma, Bernardino está presente en todas las crónicas que los historiadores franceses dedican a este periodo de su historia. Finalmente tras recibir la orden de Felipe II, Farnesio entra en Francia en julio de 1590 y obliga a retirarse a Enrique IV que levanta el sitio en agosto.

En el plano personal es muy importante indicar que ya sus cartas de 1579 Bernardino empieza a mencionar los problemas de la vista, comienza a perderla en 1583 y en 1590 era ya ciego, en pleno sitio de París. Asimismo, como los fondos de Felipe II no llegaban regularmente de su propio peculio iba solventando sus gastos, empeñándose con la casa de banqueros florentinos Martelli, especializada en 1590 en el préstamo a grandes señores. Su hacienda era administrada en España por su hermana que le enviaba los beneficios de la cosecha, prontamente gastados en su embajada.

Enrique IV se convertiría al catolicismo en julio de 1593 y los parisinos le abrirían sus puertas el 22 de mayo de 1594 (Enrique fue el autor de la frase "París bien vale una misa"). Pero esto ya no afectaba a Bernardino pues vuelve por tierra a Castilla en 1591 sintiéndose exonerado de su cargo de embajador. Llega como mucho a comienzos de 1592 y compra casa en Madrid. Felipe II le nombra Trece de la Orden de Santiago (1595) y con la renta consiguiente llega al final de sus días sin agobios económicos y dedicándose a escribir. Muere en el convento de San Bernardo de Madrid en1604 y es enterrado en la Iglesia de Torija, dónde Juan Catalina García encontraría su lápida. Sus restos desaparecerían mezclados con otros en 1936, aunque su sepultura se encuentre aún en dicha Iglesia. No se conoce descendencia de Don Bernardino.

Morel-Fatio afirma que su carácter era íntegro e impulsivo, sin doblez, con indomable energía y sincera lealtad a su rey. Pero asimismo con un odio cerril a los herejes, luteranos o anglicanos. Bernardino hacia gala de ser "un Mendoza", de servir a su Sacra Majestad Católica, campeón de la Iglesia contra los herejes, y de ser partidario del Derecho Divino de los Monarcas. Manuel Fernández Alvarez dice que "la crónica militar ha tenido sus clásicos en España en la pluma de Bernardino de Mendoza".



Históricos
y Biográficos compilados
por José L. G. de Paz..




La Casa de Mondéjar:



breve biografía de algunos de los miembros de la familia de los Condes de Tendilla y Marqueses de Mondéjar.





CASTILLO TENDILLA|ALMIRANTE FRANCISCO


Francisco de Mendoza era el tercer hijo del Cuarto Conde de Tendilla y hermano del quinto Luis Hurtado de Mendoza. Nace en La Alhambra en 1545 y estudió letras en Alcalá y Salamanca. Militar y escritor, acompaño a su padre cuando fue embajador en Roma (1560-1562), luchó en la guerra contra los moriscos de 1568 y gobernó los estados de su padre en Guadalajara cuando éste fue nombrado Virrey de Nápoles.

Puede decirse que tuvo una existencia desgraciada. Además "cuantos pleitos entabló, otros tantos perdió", aludiendo a su escasa suerte en las demandas judiciales por los títulos que debiera heredar su esposa y luego los que debiera heredar él. Casó en 1584 con María Fiori Folch de Cardona, duquesa de Veragua y de débil salud, con lo que fue Marqués consorte de Guadalest y fue nombrado Comendador de Calatrava y Almirante de Aragón. Personalmente me dió pena conocer que marchó en 1589 con su mujer y su hija única María José de Cardona y Mendoza al castillo de Tendilla, esperando que los aires fueran una mejoría para la salud de su niña pero ésta murió allí el 25 de enero de 1590, siendo enterrada en el Monasterio de Santa Ana de Tendilla.

Por encargo del Quinto Duque del Infantado negoció la boda de una hija de éste, Mencía, con el quinto Duque de Alba Antonio Alvarez de Toledo, pero éste estaba comprometido con una dama sevillana y cuando se casó en 1590 sin el perceptivo permiso de Felipe II, el rey castigó a todos los que intervinieron en el casamiento, confinando a Alba en prisión y a Francisco en el castillo-convento de Calatrava la Nueva. Enfermo, se autorizó a su esposa a verle, pero ésta enfermó y murió en agosto de 1591 en Calzada de Calatrava.

Viudo ya, y tras un intento fallido de casamiento con Mencía de la Cerda (la novia le plantó poco antes de la boda), Felipe II le mandó a Flandes en 1595. Se le nombró embajador a Polonia en 1597, y luego en Francia y Hungría. A la muerte de Felipe II habían heredado los estados flamencos el Archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia, siendo su jefe de gobierno el cardenal Andrés de Austria mientras Francisco llevó la dirección de los asuntos militares. A pesar de los motines de los tercios por falta de paga, el almirante obtuvo diversos éxitos, distinguiéndose en la toma de Monthulin y posteriormente en las de Rhimberque (Rheinberg) en 1598 y Schulemburg. Hay una abundante correspondencia entre el almirante, el cardenal Andrés y el archiduque Alberto en la que el almirante de queja de las penurias economicas, falta de alojamiento y víveres de sus tropas.

Los libros holandeses de entonces le llaman "el terror de la Cristiandad" por sus campañas y le describían como "un hombre pequeño peinado con largos rizos negros, una gran nariz encorvada y desmesurados ojos de siniestra mirada".

En la batalla de Nieuport (1600) al mando de la caballería ligera destrozó al enemigo frente a él, pero ante la derrota del resto del ejército del Archiduque Alberto por Mauricio de Nassau fue hecho prisionero al cubrir con su caballería la retirada de las tropas. Nieuport es un ejemplo de la gran pericia militar de Nassau pero apenas tuvo consecuencias pues las grandes pédidas sufridas por el ejército vencedor le obligaron a la inmediata retirada. Tratado con gran respeto por sus captores en la Haya, Francisco fue liberado tras veintitrés meses de cautiverio (julio de 1600 a junio de 1602) para conocer que, en su ausencia, se había fallado y había perdido el pleito por la sucesión de su hermano Luis, marqués de Mondéjar, pleito en el que salieron a la luz todos los trapos sucios familiares. Quizá la falta de heredero influyera tanto en este pleito como en otro que perdiera anteriormente por el Ducado de Veragua.

En suma, perdió su poca hacienda en estos pleitos y ante su pobreza tuvo que alimentarle casi 20 años su hermano Juán, sexto Duque consorte del Infantado.

Vuelto del cautiverio no logró evitar que Mauricio de Nassau conquistara Grave en 1602 y Felipe II le llamó a Castilla. Según el historiador Ciriaco Pérez Bustamante era "hombre justo y sumamente piadoso, carecía de dotes militares y gozó de poco prestigio entre sus soldados".

Estuvo de nuevo confinado ocho años por el duque de Lerma debido a un falso testimonio relacionado con su actuación en Flandes, sus pleitos y un altercado en palacio, primero en Santorcaz, luego en Lupiana y Guadalajara. Absuelto, entró en la vida religiosa y por su devoción el rey Felipe IV le propuso como obispo de Siguenza, pero murió en Madrid en 1623 antes de tomar posesión. Al final de sus dias firmaba irónicamente sus escritos como el "clérigo-almirante". Fue enterrado en el Colegio que la Compañia de Jesús tenía en la Universidad de Alcalá de Henares y del que era cofundadora su hermana Catalina de Mendoza.



Juan de Vargas

  • Jurisconsulto español del siglo XVI, que presidió el Consejo de los Motines ó Consejo de Sangre instituido por el duque de Alba en [5 de septiembre de 1567] en los Países Bajos, y dejó triste reputación de crueldad.
    Fuente: Enciclopedia Espasa-Calpe. Texto: D.R.
Quinto hijo del famoso licenciado D. Francisco Vargas y de su esposa doña Inés de Carabajal y Camargo. Nació en 1517 y fue bautizado el 22 de julio en la parroquia de San Pedro El Real. Estudio en la Universidad de Salamanca, en donde fue colegial del Mayor del arzobispo, y de allí salió a Oidor de la Chancilleria de Valladolid. En este cargo se le dió comisión de reedificar aquel famoso edificio, después del incendio que padeció en 1562. Luego fue regente del Consejo Supremo de Italia y en 1567 pasó con el Gran Duque de Alba a los estados de Flandes. Llegado a ellos, para conocer de las causas y delitos de los culpados en la rebelión, ordenó el duque un nuevo consejo de justicia, de que le hizo ministro; y ultimamente fue presidente del Consejo de aquellos estados de Flandes, en que sirvió a su rey, imitando a su padre y demás varones ilustres de la casa de Vargas. Casó con su sobrina Doña Ines de Vargas y Camargo, y tuvieron un hijo, Don Miguel de Vargas, comendador de la Orden de Santiago.
Fuente: Luis Ballesteros Robles, Diccionario biográfico matritense


Bajado de internet pero algo retocado por mi triste figura