LAS CLOACAS DE MAYO DEL 68... II PARTE




Arthur Schopenhauer, uno de los primeros filósofos europeos en interesarse por las doctrinas religiosas de extremo-oriente.

EL ORIENTALISMO INVASOR.

Tanto el Viejo Continente -Europa- como América -su vástago- habían pertenecido al mundo cristiano. Ni siquiera el cisma que supuso el Protestantismo, por mucho que sus heresiarcas hubieran desfigurado a Cristo, había borrado el nombre de Jesús de las conciencias y mentalidades de los europeos y de sus descendientes americanos. Había existido en tiempos remotos la Cristiandad, que había dado forma al mundo, y éste se había iluminado con la esplendente luz que emana del Evangelio. Instituciones, maneras de estar en el mundo y estilos de vida se vieron dulcificados desde que empezara la acción del cristianismo.

En el siglo XIX los británicos, merced a su Imperio colonial y mercantil, entran en contacto con las antiguas religiones de la exótica India. Se traducen los libros "sagrados" de esas tradiciones foráneas y un filósofo alemán, Arturo Schopenhauer, será el primero en interesarse por estas novedades, utilizando elementos de estas tradiciones exógenas para afincar su sistema filosófico. El ocultismo del siglo XIX trata de digerir la tradición hindú (budista e hinduísta) que Europa ha importado, pero se indigesta, distorsionando todo el acervo oriental, creando ese sincretismo pseudo-religioso que apesta en todas las obras de Madame Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica.

A principios y mediados del siglo XX se asiste en Occidente a una divulgación literaria de temas procedentes de las más diversas y remotas tradiciones religiosas extremo-orientales: Hermann Hesse, con su novela "Siddharta"(1923) es ejemplo de ello. Los más diversos foros contraculturales de Mayo del 68 propondrá "peregrinaciones" a la India, y muchos de aquellos hippys emprenden su camino, a la búsqueda de las "luces" orientales (islam, hinduísmo, taoísmo, zen...). Fernando Sánchez Dragó es uno de los exponentes españoles más caracterizados de toda aquella "moda".

¿Y LA IGLESIA CATÓLICA?

A todo esto la Iglesia Católica había realizado un Concilio Ecuménico -el Vaticano II- con el que se había puesto a la altura de los tiempos, se había abierto a las inquietudes sociales y a las justas reivindicaciones obreras. Un verdadero esfuerzo del clero católico, asistido por la gracia del Espíritu Santo, había emprendido una reforma necesaria en la Iglesia que venía a ventilar las capillas. Pero la revolución le llevaba a la Iglesia unos pasos de ventaja en su frenética carrera hacia la subversión total: de poco sirvieron los magníficos documentos de nuestra Iglesia, todo el celo pastoral de nuestros sacerdotes por coger el tren de la modernidad, tampoco la "puesta al día" de la evangelización: aquellos tipos no querían ya justicia social, lo que exigían era la legalización y lo que ansiaban era la "bendición" de la promiscuidad sexual generalizada. Y si no se les daba licencia para la promoción de la degeneración, se quejarían de intolerancia y cerril reaccionarismo de la Iglesia. Como podemos contemplar, esas actitudes de niños mal criados persisten cada vez que la Iglesia se pronuncia sobre los métodos anticonceptivos o sobre la legalización de las parejas de hecho: sean homosexuales o heterosexuales.

Y DESPUÉS DE LA BORRACHERA... LA RESACA.

Toda aquella fiebre revolucionaria quedó en una erupción que con el tiempo vendría a ser sofocada. Los jóvenes estudiantes que participaron en aquellos altercados "revolucionarios" se ubicaron en la empresa de papá, aquella misma sociedad contra la que tan rampantes se habían alzado los adoptaba ahora, y, una vez acomodadas sus posaderas, cobrando pingües beneficios, acomodados al bienestar burgués, vinieron a calmar sus furores revolucionarios. En el largo camino, algunos -los más consecuentes con lo que pensaban- se habían agenciado un pasaje al otro barrio con una sobredosis, habían terminado en una celda por su militancia terrorista, o se habían encuadrado en alguna de las muchas sectas que proliferaron al calor de aquellos aquelarres del 68. Algunas creadas por la CIA con el propósito de “recluir” en ellas a los más rebeldes sin solución.





Pero tanta reivindicación revolucionaria había creado un gusto por quebrantar el orden de las cosas difícil de aquietar. Había que inventar algo que aliviara aquella nostalgia por la utopía o, en su defecto, algún pretexto que todavía hiciera sentir, a los veteranos de aquella orgía, "inquietos" y "eternamente jóvenes". Es así como nace ese pastiche de falsa espiritualidad y empanada mental que se denomina New Age, en hispana parla: Nueva Era.





Música tan relajante que hipnotiza, misticismo orientalista (sin mucho conocimiento de las religiones orientales, la verdad sea dicha), extraterrestes amistosos que nos descubrirán los secretos de la existencia, meditación trascendental que ni trasciende ni medita, viajes astrales que no se sabe en qué agencias turísticas contratar, ángeles que no son de la guarda, reencarnacionismo que nos descubrirá presuntas vidas pasadas (y si no, ya se la inventarán), ecologismo que protesta contra los desolladores de las focas, pero no contra las clínicas abortivas; comunas nudistas, mito de Gaia... Y un largo etcétera que se completa con mostradores repletos de cachivaches, de velitas, de incienso, de libros de autorrealización personal y presuntas ciencias de dudosa catalogación: en definitiva, un mercado que garantiza un estupendo negocio para los mercachifles de la "nueva conciencia" y la "nueva espiritualidad", pues aquí todo parece "nuevo", pero es tan "viejo" como la "serpiente antigua". Un negocio a costa del bolsillo de todos esos hambrientos de espiritualidad, pero incautos. Espiritualidad, pero que sea a la carta (como en los restaurantes), y rápida, por favor, como la comida basura.




La Nueva Era nace en California, como no podía ser menos, cuando se atenúa la efervescencia de mayo del 68. La nueva espiritualidad de esa nueva era se exporta a todo el planeta, favorecida por una mentalidad que se nos impone desde los organismos mundialistas: la globalización, que terminará por desarraigar a los hombres y mujeres, desdibujando la identidad de los pueblos.
Había que reconvertirse. Sonaba la hora de mudar la piel. Pero, por muy progresistas que se decían, algo conservaban de su adolescencia insurgente: su desprecio, cuando no su odio declarado al cristianismo, su aversión a la Iglesia Católica.





Ellos respetarán cualquier religión exótica, incluso profesarán religiones orientalistas, pues rebrotó el orientalismo de Hesse y de los ocultistas decimonónicos. Incluso personajes pertenecientes a generaciones que no han vivido de lleno el 68, se pasan, con armas y bagaje, al budismo. No dudarán, ni siquiera en los medios de comunicación más solventes, en aplicar el título de "Su Santidad" al Dalai Lama. Se acrecentarán las legiones de tránsfugas religiosos -la actriz española que ha hecho fortuna en Hollywood, Penélope Cruz, es ejemplo de ello-, pero la Iglesia Católica siempre les parecerá muy trasnochada.





Vivimos tiempos que parecen instalarnos en algo así como una gran apostasía; pues apostasía es la descristianización de Europa. Pero, recordemos lo que nos dijo el Romano Pontífice: "No tengáis miedo". En efecto, no tengamos miedo. No prevalecerán.

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