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Honores1Víctor

Tema: El conocimiento inútil

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    Re: El conocimiento inútil

    Función política del racismo




    Así el gran tabú tiene por función legitimar el totalitarismo «de izquierdas»... ya que aún se le califica de ese modo. En teoría, los guardianes del tabú velan por la equidad del reparto de los juicios qué emitimos sobre los dos totalitarismos. En la práctica, esta imparcialidad aparente presupone la fabricación previa de un totalitarismo; de derechas que, en el contexto de la segunda mitad del siglo XX, es una pura creación del espíritu, lo que en la filosofía antigua se denominaba un «ente de razón». Se entendía por ello no que ese «ente» fuera racional o razonable, sino que era un producto de nuestra facultad cogitativa, un concepto al cual no correspondía ningún objeto real. Ciertamente, los regímenes contemporáneos que no son comunistas no son todos democráticos, ni mucho menos, pero los regímenes no democráticos y no comunistas no constituyen una potencia política y estratégica homogénea construida según un mismo principio, provista de una misma estructura de poder e inspirada por una misma ideología. En otras palabras, no hay en 1988, año en que aparecen estas líneas, un nazismo mundial que sería la antítesis melliza del comunismo mundial. La pretendida igualdad de tratamiento entre los dos aprovecha, pues, al comunismo. Éste se ve absuelto gracias a ese subterfugio o, en el peor de los casos, condenado con la sentencia en suspenso bajo el pretexto de que no tenemos derecho moral a declararlo enemigo del género humano mientras el fascismo internacional no haya sido también extirpado. Como el fascismo internacional no existe, no hay riesgos de extirparlo pronto, lo que confiere una duración eterna a la inmunidad de que goza el comunismo. Además, ni siquiera en el plano puramente formal, verbal, es respetada la igualdad de tratamiento. No reprobamos los crímenes contra la humanidad cometidos en Afganistán con la milésima parte del vigor cotidiano que volcamos en nuestras diatribas contra el apartheid sudafricano. En el plano económico, las firmas occidentales se retiran de África del Sur, mientras multiplican sus ofertas de servicios a la Unión Soviética. En el plano político, ningún dirigente político de ningún país democrático recibe al general Pinochet ni le visita. En cambio, el presidente de la República Francesa y el presidente del Consejo italiano han recibido al general Jaruzelski, y el presidente del gobierno español ha visitado a Fidel Castro. El primer ministro griego (socialista, como los tres precedentes) ha tomado, por su parte, durante los años ochenta, aún más categóricamente posición en favor del comunismo internacional y del terrorismo cada vez que se le ha presentado la ocasión. En la práctica, igual que en teoría, la igualdad de los dos peligros totalitarios es, pues, un mito dispuesto de tal manera que mecánicamente funciona en provecho del comunismo.
    He tratado en otro lugar de ese comportamiento absolutorio que he llamado «no dar la razón a ninguno».[13] Si vuelvo ahora a ocuparme del tema es bajo el aspecto de la información. En efecto, en esa esfera, más particularmente, el proceso de no dar la razón a ninguno juega regularmente en favor del comunismo. La preocupación por evitar toda condena unilateral del comunismo «mientras subsistan regímenes fascistas» ha llevado, desde hace mucho tiempo, a una censura masiva o, por lo menos, a una atenuación de la información sobre el mundo comunista y sus aliados oficiales u oficiosos, así como a un hábito de aceptar el carácter crónico de las violaciones de los derechos del hombre inherentes al sistema comunista. De los regímenes autoritarios de Chile después de 1973, de las Filipinas hasta 1986, de Corea del Sur hasta 1987, de África del Sur, se puede decir todo lo que se quiera, salvo que nos falta o nos faltaba información sobre ellos. Nadie sospechará que los medios de comunicación occidentales tienden a dejar pasar en silencio los crímenes y fechorías de esos gobiernos o a subestimar la amplitud de las protestas y manifestaciones populares de que son el blanco. Cuando esbozan reformas que van por el buen camino, es raro que nuestros medios de comunicación nos informen de ello, si no es con medias palabras y, en general, para subrayar su insuficiencia. En cambio, todo anuncio de reforma liberal que aparece en un país comunista es acogido con simpatía y confianza, detallado y machacado. No podría pasar inadvertido. El anuncio ya equivale a la realización. Dudarlo sería señal de mala voluntad. Cuando se trata de hombres de Estado occidentales es una exigencia del espíritu crítico, para un periodista, no confundir las declaraciones de intención con los actos. Cuando se trata de hombres de Estado soviéticos, es una actitud tendenciosa y parcial no tomar las primeras por los segundos. Según el Neue Zürcher Zeitung, los redactores en jefe de los principales diarios alemanes han llamado al orden varias veces a algunos de sus corresponsales en Moscú, en 1987, reprochándoles mostrar demasiado escepticismo y tibieza ante el programa de reformas de Gorbachov. Se les pedía hablar de ello de manera más constructiva, con más entusiasmo y fe en el porvenir.
    Tales son algunas de las razones por las cuales, en un libro en que planteo la cuestión de saber si los hombres de nuestro tiempo utilizan efectivamente y desean verdaderamente utilizar todas las informaciones de que disponen, los ejemplos de disimulación flagrante o de negligencia voluntaria de la verdad que encuentro con más frecuencia se sitúan casi todos, inevitablemente, del lado comunista y, de manera más general, a la izquierda. Durante mucho tiempo la falta de honradez intelectual ha estado en la derecha o, por lo menos, equitativamente repartida. Desde 1945, ese elemento esencial para la felicidad humana está siendo egoísticamente monopolizado por la izquierda. Entre las dos guerras, los partidarios de Hitler y los de Stalin podían rivalizar en un pie de igualdad, en la picardía, consciente y cínicamente practicada en honor de los inocentes demócratas, a su juicio tan fáciles de engañar. Desde la desaparición del nazismo, y sobre todo desde que los socialistas europeos y los «liberales» norteamericanos, en su práctica del debate público, empezaron a copiar los procedimientos comunistas, la falta de probidad intelectual está en la izquierda. No es que la derecha haya perdido las ganas de utilizarla, sino que ha perdido el talento preciso para ello. Ya no tiene ni los recursos filosóficos ni la virtuosidad dialéctica necesarios. Incluso cuando dice la verdad, ya no la creen. En cuanto a los liberales, caen en las celadas de la izquierda aceptando sus postulados con la esperanza de reanudar un diálogo de buena fe. Los desgraciados no comprenden que esos postulados son construidos de tal manera que contienen en su esencia su inevitable condena.
    Un buen ejemplo de uno de esos postulados envenenados nos lo da la noción de racismo, tal como se la emplea en nuestros días, noción tan vaga y tan vasta que ningún demócrata, por sincero y escrupuloso que sea, puede evitar caer bajo el peso de esa acusación.
    La primera etapa de la utilización del racismo en la construcción del gran tabú consiste en reducir el múltiplo a la unidad, es decir, en reducir toda clase de comportamientos, sin duda criticables, pero de gravedad, de nocividad y, sobre todo, de orígenes diversos, a un solo concepto fundamental: el racismo. La segunda etapa tiene por objeto asimilar ese racismo unificado, obtenido por fusión en un solo bloque de una miríada de extractos de conductas discriminatorias o despreciativas, al racismo ideológico, doctrinario y seudocientífico de los teóricos del Tercer Reich. En una tercera etapa, en fin, se calificará de discriminatoria y se reducirá, pues, al racismo, y por eso mismo al nazismo, toda medida que tenga por objeto clasificar a seres humanos y distinguirlos los unos de los otros, aunque sea por razones puramente prácticas, de orden escolar, sanitario, profesional o estrictamente reglamentario. Por ejemplo, imponer un examen de selección para la entrada en la universidad puede ser una medida buena o mala. Se puede discutir desde un punto de vista pedagógico y social. Pero en las manifestaciones de alumnos de segunda enseñanza que tuvieron lugar en Francia en diciembre de 1986 y en España poco después, la argumentación técnica no desempeñó ningún papel. La retórica de la protesta estaba entresacada de la metafísica antirracista. Condenaba el principio del examen en como «comportamiento de exclusión». El eslogan era «no a la discriminación». Dicho de otra manera, el aspirante a la universidad cuyos conocimientos se querían comprobar se comparaba a sí mismo al negro de África del Sur o al judío perseguido por Hitler. El gobierno que proponía la selección resultaba, pues, ser fascista, a causa de un proyecto que no podía interpretarse más que con la ayuda del paradigma racista, puesto que selección universitaria implica separación, exclusión, discriminación y, ¿quién sabe?, tal vez deportación...
    Todo sistema totalitario tiene por resorte una ideología cuya función es justificar un plan de dominación planetaria, que realiza, entre otros medios, por la eliminación, física si es preciso, de grupos hostiles o molestos. En la ideología comunista, esos grupos son sociales; en la ideología nazi, eran raciales. Fundada sobre la tesis de la desigualdad biológica de las razas humanas, de la superioridad de ciertas razas sobre otras, y sobre el pretendido derecho de las «razas superiores» a someter, o incluso hacer desaparecer a las razas llamadas «inferiores», impuras o molestas, la metafísica racista del nazismo inspiró, como se sabe, un programa de exterminio de los judíos y gitanos de Europa, de sojuzgación de los latinos y los eslavos. Lo absurdo de la teoría procede, además, entre otras pruebas, del hecho de que -ningún antropólogo lo ignora- no existe una raza judía. El judaísmo y la judaidad (este último término ha sido introducido por Albert Memmi para designar el sentimiento de pertenecer a una tradición cultural y consuetudinaria de los judíos no religiosos)[14] se encuentran en casi todas las razas humanas. Es cierto que la contradicción en los términos es casi una de las condiciones del sectarismo ideológico. ¿Qué marxista piensa en constatar que en el curso del siglo XX las injusticias sociales se reducen en las sociedades capitalistas y se agravan en las sociedades socialistas?
    El racismo nazi constituyó, pues, una monstruosidad bien definida, netamente localizada en el espacio y en el tiempo, una clasificación ideológica fundada sobre una obsesión por lo puro y lo impuro, que por otra parte no es ajena, según otros criterios, a la mentalidad segregativa comunista, con sus «ratas viscosas», sus «víboras lúbricas» y otros «chacales» o «hienas», con los que no se termina más que «liquidándolos» con las «luchas». Del mismo modo, bajo la Revolución francesa, durante la guerra civil de la Vendée, la Convención proclamó su firme propósito de «exterminar a los bandoleros de la Vendée», incluida la población civil, para «purgar completamente el suelo de la libertad de esa raza maldita». Se apreciará la lógica del razonamiento que preconiza el genocidio en nombre de la libertad. Los «comportamientos de exclusión» aliados a una ideología totalitaria conducen, en efecto, a una lógica.
    ¿Se deduce de ello que todo comportamiento xenófobo, aunque se limite a una cierta condescendiente desconfianza hacia el extranjero, como se ve en todos los países, deriva de la ideología nazi o conduce hasta ella? Si es así, entonces toda la humanidad ha sido siempre nazi y continúa siéndolo. Incluso diría que es incurable. Una sola solución: exterminarla. La desconfianza, el miedo o el desprecio hacia el individuo diferente, que viene de una comunidad diferente, practica una religión diferente, habla una lengua diferente, tiene una apariencia física diferente, son sentimientos antiguos y universales. Dan lugar a conductas de exclusión. En el mejor de los casos, de distinción; en el peor, de segregación, que son las conductas espontáneas, populares, ¡ay!, de los hombres entre sí. No es una opción razonada: es un dato antropológico. Para superar estos sentimientos y corregir estas conductas, cada uno de nosotros necesita una educación, una filosofía política, fruto de una larga participación en la civilización democrática, de una larga impregnación de las mentalidades por una moral humanista y universalista. «Es el racismo lo que es natural -escribe Albert Memmi -, y el antirracismo lo que no lo es: este último no puede ser más que una conquista larga y difícil, siempre amenazada, como lo es toda experiencia cultural.»[15] Conseguir que todos hagan suya esta experiencia cultural es un resultado que no es fácil de obtener, rápidamente, en todas partes, y que ciertamente no se logrará tratando de verdugo nazi a todo individuo cuya alma contiene resabios de prejuicios xenófobos o racistas, y que no mantiene con su vecino mogrebí o negro unas relaciones tan fraternales y corteses como sería de desear. En Francia, la asociación SOS Racisme ha llevado a cabo a menudo campañas cuyo mensaje principal era menos la obligación moral de la comprensión mutua entre franceses y africanos que la excomunión de los franceses como infames racistas, sólo aptos para inscribirse en las tropas de asalto hitlerianas. Es evidente que una generalización tan injuriosa no puede más que hacer enloquecer de rabia a toda clase de personas que no se sienten en absoluto racistas y que no tienen intención de llegar a serlo. Se opone al objetivo buscado, si éste es realmente mejorar las relaciones entre grupos de orígenes diferentes y no envenenarlas para explotarlas políticamente.
    Un error nefasto, yo diría incluso que criminal cuando es voluntario, asimila al racismo ideológico y exterminador las actitudes de rechazo provocadas por fuertes aflujos de trabajadores inmigrados. Sin duda tales actitudes son indeseables, sin duda es preciso hacerlas desaparecer, pero esto sólo se puede conseguir mediante la educación, la explicación, la persuasión y, sobre todo, remediando las condiciones concretas que causan las fricciones entre recién llegados y antiguos residentes. No es insultando a estos últimos y tratándolos de fascistas como habrá una posibilidad de hacer surgir en ellos buenas disposiciones ante los inmigrados que, según su punto de vista, vienen a invadirlos. No es con la intolerancia como se enseña la tolerancia. ¿Cómo pretendéis, en verdad, inculcar a vuestra sociedad el respeto por la persona humana con relación a los inmigrados, si practicáis el desprecio cuando habláis a vuestros propios conciudadanos? Los mismos que denuncian los «comportamientos de exclusión» con relación a los inmigrados o a los enfermos del SIDA lo hacen ellos mismos, sin pudor, cuando precipitan en el abismo infame del racismo nazi y quieren herir, de hecho si no de derecho, de muerte política a aquellos de sus conciudadanos que se equivocan, sin duda, cuando son hostiles a los inmigrados, pero a los que valdría más convencer que excomulgar.
    Todas las mezclas de población, sobre todo en medios urbanos pobres, engendran fricciones entre comunidades, las cuales tienen por origen mucho menos el racismo que las dificultades de la vida. La mejor prueba de ello es que tales fricciones surgen, por ejemplo, en los Estados Unidos, entre hispanos y negros, entre negros americanos y negros haitianos; en la India, entre bengalíes residentes en Bengala y bengalíes procedentes de Bangladesh; en Italia, a principios de los años sesenta, entre italianos del sur, llegados en masa a Lombardía y Piamonte, para aprovechar los empleos creados por la expansión industrial, e italianos del norte, que trataron a sus conciudadanos meridionales a menudo mucho peor que los franceses han tratado a los mogrebíes, o los alemanes a los turcos, o aun los noruegos a los pakistaníes. El gobierno socialista español de Felipe González no ha cesado, durante los años ochenta, creyendo luchar contra el paro, de erigir diques contra la inmigración de procedencia hispanoamericana, aunque esos inmigrantes no fueran diferentes de los españoles de la península, ni por la lengua, ni por la religión, ni por la raza (los indios puros no quieren nunca emigrar a Europa). Es interesante subrayar que Felipe González ha justificado su política con las mismas razones que Jean-Marie Le Pen en Francia: los inmigrados quitarían el trabajo a los españoles. Se ha demostrado ampliamente que ese cálculo era casi siempre falso en los países desarrollados, en los que pueden coexistir un paro elevado y una necesidad de mano de obra. En ciertos casos, es exacto que el inmigrante puede arrebatar el lugar de trabajo a un candidato autóctono, pero sólo cuando es más cualificado que este último, hipótesis que concierne a la inmigración que va de un país más desarrollado a otro menos desarrollado, y no a la inversa. Las denegaciones de permiso de residencia, las molestias y las expulsiones que sufren, después de 1982, en España, los hispanoamericanos por parte del gobierno socialista son tanto más chocantes cuanto que millones de españoles han encontrado continuamente y siguen encontrando empleos en América Latina, adonde afluyeron tras la guerra civil y donde, en elevado número, han conservado la costumbre y la facultad de instalarse después. Felipe González creyendo, sin duda, proteger los intereses de los trabajadores españoles ha cometido, sin embargo, a mi juicio, en este punto, un error económico y una mezquindad moral. Pero, ¿habría por tal motivo derecho a tratarle de émulo de Eichmann?
    Cuando las tensiones raciales inherentes a la inmigración comenzaron en Francia a hinchar los efectivos del Frente Nacional, la izquierda entonces en el poder no se molestó en absoluto de tratar en profundidad las causas de esas tensiones. Vio en el ascenso de Jean-Marie Le Pen una ganga política. Por una parte, hizo cuanto pudo para acreditar la idea de que el Frente Nacional de Le Pen era el resurgimiento de la extrema derecha totalitaria de la anteguerra. Por otra, modificó la ley electoral francesa de manera que permitió a esa extrema derecha obtener una representación parlamentaria y, en consecuencia, una legitimidad. Finalmente, ella acusó... a los liberales de complicidad con el Frente Nacional, es decir, por extrapolación histórica, con el fascismo y el racismo. En suma, se había rizado el rizo infernal, la aplastante demostración se había consumado, y a establecerlo tendía el tema propuesto a la comisión de encuesta de la Asamblea Europea: el Frente Nacional no era nada más que la reencarnación del partido nacionalsocialista, y la derecha liberal no difería en su esencia del Frente Nacional, ni, a escala europea, de la corriente fascista y racista. Volvemos a encontrar ahí una vieja obsesión de los socialistas, que no les impide, por otra parte, proclamarse campeones de la tolerancia y del pluralismo: el que no es socialista no puede ser un verdadero demócrata.
    Nuevamente, lo que llama la atención en la comparación puesta de moda entre el «fenómeno Le Pen» y el nacimiento de la oleada hitleriana durante los años veinte y treinta, es la indigencia del análisis y la negligencia en el estudio de las informaciones. Cuando Michel Rocard declara: «Hitler también, en sus principios, no tenía detrás de él más que una débil porción del electorado», tiene razón, en el sentido de que más vale cuidar un mal en sus principios que más tarde. Pero comete una grosera falta de lógica, porque, si es verdad que todo lo que ha llegado a ser grande empezó por ser pequeño, en cambio todo lo que es pequeño no está destinado a convertirse en grande. Todo escolar sabe, o sabía en todo caso en la Edad Media (aunque parece que hemos retrocedido, en lógica formal, desde ese período), que un solo elemento común entre dos realidades no convierte en comunes a todos los demás. Si es exacto que Louis Renault no era más que un pequeño garajista antes de llegar a ser uno de los más grandes constructores del siglo XX, de ello no se deduce que todos los pequeños garajistas vayan a convertirse en grandes constructores. Si Van Gogh, que era un genio, casi no vendió ni un cuadro en el curso de su-corta carrera, no se puede deducir que todo pintor que no venda sus cuadros sea un genio. Reconozco, y lo deploro, que la izquierda, y los liberales aterrorizados por la izquierda, se las ingeniaron para hacer prosperar al Frente Nacional. Pero no estoy seguro de que su innegable capacidad para transformar los inconvenientes en catástrofes baste, no obstante, para izar el FN hasta el poderío que tuvo en su tiempo el partido «socialista nacional de los obreros alemanes» de Adolf Hitler. En lugar de ocuparse de las causas reales de la subida electoral de Le Pen a partir de 1983, en lo que tenían de inédito, para aportar los remedios específicos que se imponían, nos abalanzamos sobre analogías históricamente ridículas y, por añadidura, muy halagadoras para Le Pen. Porque Hitler encarna para nosotros el genio del mal, pero un genio del mal que es, a pesar de todo, un genio. Comparar a Le Pen con Hitler, es colocarle al nivel de un hombre que ha sabido hacerse dueño absoluto de una nación de 80 millones de habitantes, primera potencia industrial de Europa, que ha engañado a los más finos diplomáticos y a los más grandes políticos de su tiempo, construido, en menos de diez años, el primer ejército del mundo y el más moderno, conquistado, en menos de un año, la totalidad del Viejo Continente con la ayuda benévola, lograda súbitamente en el instante decisivo con turbadora virtuosidad, de la Unión Soviética. En el terreno de la fuerza pura - ¡y la fuerza pura ejerce una gran seducción sobre los seres humanos!- es hacerle mucho honor a Le Pen al colocarle en la misma categoría que el canciller del Tercer Reich, como personaje histórico. Yo diría incluso que es de una insigne torpeza y de una extraña necedad. ¡Qué «imagen» se le proporciona, y gratis! ¡Le Pen, considerado como capaz de cambiar el curso de la historia mundial, aunque fuera para desgracia de la humanidad!... ¡Qué promoción!
    Hay para preguntarse para qué sirven todos los instrumentos de conocimiento de que disponemos: los sondeos, los estudios de opinión, las encuestas sociológicas, las estadísticas económicas, la exploración de las mentalidades... El Frente Nacional, en cambio, escrutó muy bien y muy juiciosamente, en su génesis, su reclutamiento electoral, su base social. Por ejemplo, una encuesta de 1984[16] muestra claramente que el crecimiento del electorado de Le Pen procede principalmente de reacciones negativas ante la inmigración, el paro, la delincuencia, pero que la opinión, en su conjunto, continúa rechazando la ideología racista, sigue manteniéndose firme en su antirracismo de principio y, salvo una muy pequeña minoría, aprueba las diligencias judiciales contra los comportamientos racistas. Aún más, a propósito de la delincuencia, «si es verdad -comenta el autor del análisis del sondeo- que la presencia de inmigrados es considerada como una amenaza para la población francesa, los inmigrados no son considerados como una causa primera de la inseguridad». El deber de las élites políticas, en vez de insultar a sus conciudadanos y de entregarse a divagaciones históricas tan estúpidas como intrépidas, era investigar por qué «la presencia de inmigrados es considerada como una amenaza»; cuáles son las condiciones de vida y las conductas colectivas, tanto por parte de los inmigrados como de la población autóctona, que hacen brotar ese sentimiento, y, por fin, qué rectificaciones se pueden proponer a los unos y a los otros para disipar las desconfianzas y mejorar las relaciones. Algunas horas, tal vez sólo unos minutos, de un trabajo intelectual poco fatigoso habrían bastado a nuestros timoneles políticos y a nuestros tribunos moralizadores para advertir, echando una ojeada a esa encuesta y algunas otras, que la hostilidad a la inmigración se explica muy poco por la ideología, las convicciones políticas o la filiación socioprofesional, y que en cambio disminuye con el nivel de instrucción. ¿Hay que ser un gran hechicero para adivinar (continúo citando) que «las mayores prevenciones ante los inmigrados son expresadas por personas que sufren el contacto de los inmigrados en su trabajo o en su vecindad»? He aquí por qué el electorado del Frente Nacional comprende una importante proporción de obreros y por qué se «beneficia de una transferencia específica de la izquierda hacia la extrema derecha», como nos demuestra Jérôme Jaffré, director de estudios políticos de la SOFRES. Esta transferencia no deja de acelerarse con el tiempo. En 1987, el mismo autor, analizando diversos sondeos, concluyó que el electorado de Le Pen comprende cada vez más electores de las categorías modestas y medias -obreros, empleados, profesiones intermedias-, y de jóvenes, en proporción superior a la que atraen los demás partidos. Este electorado cuenta con tantos electores que habían votado por Mitterrand como electores que habían votado por Giscard en 1981.[17] Los simpatizantes lepenistas tránsfugas de los partidos liberales del centro y del centro-derecha no llegan más que al 12 %. Es un mentís a un tema de propaganda y de polémica favorito de la izquierda: es, en efecto, falso que el movimiento Le Pen sea la prolongación y una especie de endurecimiento natural del liberalismo. Su electorado se ha «separado progresivamente de la derecha clásica».[18]
    También es sustancialmente distinto de los movimientos fascistas de la primera mitad del siglo XX, y los ciudadanos que se le han incorporado piensan muy poco -está muy claro- en buscar sus directrices en Mein Kampf, salvo, evidentemente, si se les induce a ello. A fuerza de oírse tratar de proveedores de los hornos crematorios, pueden acabar por experimentar la curiosidad de ir a ver en qué consiste la Weltanschauung nacionalsocialista que se les atribuye. En realidad, como ha visto y descrito muy bien uno de los historiadores más competentes de ese tipo de corrientes, Michel Winock, el movimiento de Le Pen se relaciona más bien con la antigua tradición del «nacional-populismo», que no es, por otra parte, exclusivo de Francia, pero que en nuestro país tuvo por prototipo, en el siglo XIX, el boulangismo,[19] que, por lo demás, fracasó. El nacional-populismo encuentra su campo abonado en los ambientes modestos (blancos pobres, pequeños empleados en los Estados Unidos, por ejemplo), posee una indiscutible propensión al racismo y a la xenofobia, pero como conducta irracional y no como ideología argumentada; finalmente constituye, o ha constituido, cuando menos en Europa, una amenaza para las instituciones democráticas. Las lecciones de la segunda guerra mundial han descalificado para siempre los programas de la derecha tradicionalista, así como la derecha revolucionaria de la anteguerra, abiertamente favorables una y otra al establecimiento de regímenes autoritarios y orientados a la destrucción de la democracia. Esas derechas habían efectuado un trabajo de argumentación histórica y teórica de una amplitud por lo menos igual a la de la literatura marxista y que, por otra parte, iba en el mismo sentido que ésta en ciertos puntos esenciales, particularmente la condenación del capitalismo, del liberalismo, del parlamentarismo, del sufragio universal como modo de designación de los gobernantes. Cincuenta años más tarde, Jean-Marie Le Pen, o cualquier otro, aun cuando lo quisieran, no podrían permitirse, so pena de desaparecer, inscribir crudamente la destrucción de la democracia en su programa... lo que no impide, según los sondeos antes mencionados, que una mayoría de franceses consideren a Le Pen como «un peligro para la democracia». Esto demuestra, y es tranquilizador, que la vigilancia continúa siendo grande, incluso si el FN se abstiene de una retórica antidemocrática explícita.
    En cuanto al racismo elemental, a los «comportamientos discriminatorios», declarados o latentes, a veces asesinos, lo más a menudo recusados severamente por la mayoría de la población, es el racismo típico de los conflictos creados por la inmigración. La hostilidad hacia los inmigrados no puede explicarse por un racismo previo. Es un racismo derivado, no doctrinal, que se explica por las malas relaciones con los inmigrados. A partir del momento en que se rehusaba mirar cara a cara la realidad de tales conflictos, una realidad social de todos los tiempos; a partir del momento en que se consideraba reaccionario darse cuenta y proclamar que todo aflujo importante de inmigrados en una comunidad urbana alumbra inevitables malentendidos; a partir del momento en que se prohibía considerar que los errores y las torpezas no eran, tal vez, siempre obra de la población autóctona, se escurría el bulto ante el problema humano, económico, social, político, escolar, cultural, religioso, de la inmigración. Ya no se era un gobernante, sino un demagogo, que no quería ver la situación más que bajo el ángulo de la requisitoria que de ella iba a sacar contra sus adversarios, y que así preparaba el camino a otro demagogo, el cual no tenía más que alargar la mano para recoger los beneficios de la incompetencia y de la cobardía de nuestras autoridades políticas y religiosas ante la realidad histórica. Cuando no se tiene la valentía y la honradez de abordar y tratar una dificultad en lo que es, cuando no se piensa más que en extraer de ella temas de discursos beneficiosos para sí mismo, se transforma la dificultad en carroña y, a partir de entonces, se pierde el derecho moral de taparse la nariz cuando empiece a heder y a atraer a los buitres. He oído personalmente, en un suburbio de Marsella, a un maestro tratar, en términos apenas velados, de racistas a padres de alumnos porque se inquietaban al comprobar que sus hijos eran inscritos en unas clases en las que casi la mitad de los niños no hablaban corrientemente el francés. Parece que la sugerencia de crear clases especiales de recuperación para hijos de inmigrados hablando mal o no hablando en absoluto el francés es indicio de un «comportamiento discriminatorio». Para mí el no hacerlo así es lo que me parece más bien indicio de tal comportamiento. El arte pedagógico debe concebir la enseñanza en función de las necesidades del alumno, es decir, sus necesidades de progreso: no en la adaptación a su ignorancia presente. A semejanza de sus mentores políticos, el maestro, muy orgulloso de sí mismo, se imaginaba probablemente que gracias a él el fascismo no pasaría: pues bien, acababa de fabricar dos nuevos electores del Frente Nacional.
    Notas
    [13] Cómo terminan las democracias, capítulo XXIV.
    [14] Albert Memmi, Portrait d'un Juif, París, 1961.
    [15] Albert Memmi, Le Racisme (description, définition, traitement), París, Gallimard, 1982.
    [16] Les Français et les Immigrés, por Muriel Humbertjean, cap. V de la colección anual SOFRES-Opinion publique, París, Gallimard, 1985.
    [17] Op. cit., capítulo X. Se puede leer también un modelo de reportaje por Christian Jelen (Le Point, 20 de julio de 1987) sobre el ambiente inmigrado y las reacciones a tal medio ambiente en la ciudad de Aix-en-Provence. Jelen describe notablemente dos barrios de esa ciudad que desde hacía mucho tiempo votaban en su mayor parte comunista y que se han convertido, entre 1981 y 1986, en feudos electorales del Frente Nacional. Para precaverse del racismo, sería mejor diagnosticar y erradicar las causas profundas de estas evoluciones que organizar, a costa de los contribuyentes, en la plaza de la Concordia, para el gran mundo, conciertos de música pop que no sirven más que para promover la imagen publicitaria de algunos narcisistas de la política-espectáculo y para irritar aún más a las poblaciones afectadas por el neorracismo plebeyo.
    [18] Jérôme Jaffré, «Ne pas se tromper sur M. Le Pen», Le Monde, 26/5/1987.
    [19] Del nombre del general Georges Boulanger (1837-1891), que fue muy popular durante algún tiempo, y que la derecha antirrepublicana creyó capaz de provocar un cambio de régimen. Paradoja clásica: Boulanger fue una «criatura» de Clemenceau, entonces líder de la extrema izquierda en el Parlamento.


    http://www.conoze.com/doc.php?doc=3747

  2. #2
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    Re: El conocimiento inútil

    Función política del racismo (y II)




    Ya, cuando había aparecido la «nueva derecha», los socialistas no la habían analizado en sí misma; la habían explotado para acusar a los liberales de complicidad con ella. Al revés del Frente Nacional, que amontonaba electores sin tener muchas ideas, la nueva derecha reunía ideas, pero no electores. Sobre todo, como escribía Raymond Aron en un editorial de L'Express, se prohibía a sí misma «emitir un juicio sobre el régimen democrático». Aron continuaba: «El antiigualitarismo la orienta hacia la derecha, pero una derecha que no se parece en nada a la de Georges Pompidou, y aún menos a la de Giscard d'Estaing. Desde su punto de vista, la derecha democrático liberal no representa más que una versión edulcorada del socialismo igualitario y una versión atenuada del mercantilismo americano.» Yo iré más lejos: por su antiamericanismo cultural, la nueva derecha estaba más cerca de los socialistas - Jack Lang o Régis Debray, por ejemplo- que de los liberales. Ninguna de esas consideraciones retuvo, por supuesto, a los líderes de la izquierda de hacer una amalgama entre los liberales y la nueva derecha, tal como debían hacerlo más tarde entre los liberales y el Frente Nacional.
    En el curso de una velada contra el racismo, el 21 de febrero de 1985, en la Mutualidad, la sala abroncaba a los oradores de la oposición liberal antes incluso de que hubieran subido al estrado. El antirracismo traduce una reivindicación moral universal; afirma el valor absoluto de la persona humana. Dejar que se degrade en tema de campaña para elecciones cantonales, no es respetar mucho esa universalidad de la ley moral. La consciencia del Bien y del Mal no pertenece a los titulares de carnets de partidos de izquierda. Incluso desde el punto de vista de la finta política, no se ve muy bien qué beneficio se espera obtener de tales excesos. Cuando el ex primer ministro, Laurent Fabius, se atreve a pretender no observar ya ninguna diferencia notoria entre la derecha y la extrema derecha, ¿se da cuenta de la enormidad que profiere? Porque, si él tuviera razón, ello querría decir que entre el 60 y el 65 % de los franceses serían, según la terminología socialista, unos «fascistas». O esto es falso, y entonces no se puede excusar esta declaración irresponsable, o es verdad, y entonces Francia se encuentra en un estado desesperado, del que los socialistas, que la han gobernado, deben rendir cuentas a la nación.
    Todo ocurre, pues, como si la izquierda, súbitamente privada de ideología y de programas, reconstruyera, gracias al «peligro fascista», el universo maniqueo que necesita para sentirse a sus anchas. Se trate de economía, de garantías sociales, de modernización industrial, de la libertad de prensa o de la enseñanza, todos los partidos socialistas en el poder en Europa se vuelven, en la práctica, hacia el neoliberalismo o el simple realismo. La defensa, la política extranjera, el Tercer Mundo, ya casi no enfrentan, sobre todo en Francia, a liberales y socialistas a lo largo de fronteras bien definidas.
    ¿A qué puede, pues, la izquierda enganchar todavía su identidad? El partido comunista está en hibernación en el hielo ideológico, esperando subsistir, liofilizado así en estado de embrión, hasta el III milenario. El partido socialista se moviliza para el combate contra la «peste parda».
    Por desgracia, ya lo hemos visto, el «caso Le Pen»[20] se presta mal al maniqueísmo político. El lobo come en todos los apriscos. El sondeo IFOP-Le Point de 29 de abril de 1985 muestra que la mayor antipatía a los árabes se encuentra en los obreros, la menor en los industriales, los grandes comerciantes y las profesiones liberales. El prejuicio racista se superpone a todas las clases sociales y en todos los partidos. De modo que no puede ser explotado en una batalla en la que los buenos y los malos se alinearían disciplinadamente según los contornos electorales deseados. A fin de cuentas, el poder anterior a 1981, las municipalidades de derechas, ha de soportar su parte de responsabilidad, porque canalizó a los inmigrados hacia los barrios pobres, en los que ya se detectaban malas condiciones de habitabilidad.
    La xenofobia, por otra parte, no explica ella sola el ascenso del Frente Nacional. Despreciando los clichés, Sud-Ouest del 28 de marzo de 1985 compara los datos del aumento de paro y del retroceso de la izquierda desde 1981. Sobre 26 departamentos en que el voto de extrema derecha sobrepasa el 9 % en las elecciones cantonales, 11 figuran entre los que el paro ha aumentado en un 70 % o más desde 1981. En el Loire, departamento de gran tradición obrera, con una tasa moderada de inmigrados, pero económicamente malparado, el voto a Le Pen alcanza, ya en 1984, el 10,7 %. La mayoría presidencial cae, entre 1981 y 1985, de 52,8 % a 33,9 %. Igual aumento de Le Pen en Lorena y en Alsacia, donde, a pesar de todo, la inmigración es menos importante que en el Mediodía.
    ¿Por qué dos amalgamas odiosas y peligrosas? Con la primera, se hace culpable a la sociedad francesa de los atentados antisemitas cometidos por el terrorismo internacional.[21] Mediante la segunda, se nos quiere obligar a toda costa a ver en las tensiones de la cohabitación, relacionadas con la inmigración, el renacimiento del racismo ideológico y totalitario, del nazismo en sus orígenes, con su doctrina sistematizada y seudocientífica sobre la desigualdad de las razas humanas. Afrontamos un desafío a la vez menos grave y más difícil. Lo peor, es cierto, siempre tiene sus partidarios. Las falsas tragedias sirven de excusa a los que no pueden resolver los problemas.
    Así, pues, en lugar de buscar remedios adecuados a las dificultades prácticas y a los trastornos psicológicos que trae consigo toda fuerte concentración inmigrada en un ambiente urbano, la izquierda ha consagrado su energía a explicarlos por el retorno de una vasta conspiración fascista y racista. Luego relacionó con esta teoría los atentados antisemitas que ensangrentaron a Europa a partir de 1980. Después de haber dejado degenerar en xenofobia los resentimientos debidos a la inmigración, unió a ello el antisemitismo y el fascismo del pasado, fenómenos sin ninguna relación con el primero, para imputar, finalmente, una vez más la responsabilidad del glorioso «paquete» al liberalismo. Muy contenta por su hallazgo, pudo, por consiguiente, negligir ocuparse seriamente tanto de las causas del neorracismo plebeyo como del terrorismo internacional. «La multiplicación de atentados de inspiración fascista y neonazi en la Europa occidental obliga, por lo menos, a interrogarse sobre ciertas convergencias que parecen cada vez menos fortuitas», se podía leer en el editorial de Le Monde de los días 5 y 6 de octubre de 1980, número cuya primera página estaba enteramente ocupada por el título «El atentado contra la sinagoga de la calle Copernic». En primera página igualmente, ese mismo día, bajo el título «El Estado sin honor», Philippe Boucher denunciaba «la tolerancia activa» y «la complicidad pasiva de la policía, de las autoridades, del Estado» ante la extrema derecha. El mismo Jacques Fauvet, director del diario, escribía, asimismo en la primera página: «Totalmente absorta en sus combates de retaguardia contra las mil y una variantes del marxismo, del que, sin embargo, no cesa de celebrar la muerte, toda una clase intelectual, dominante en los nuevos cenáculos y los grandes medios de comunicación, ha olvidado replicar e incluso prestar atención a los artículos y a las obras que vehiculan una doctrina fundamentalmente autoritaria, elitista y racista.»
    En su número 3-4 de octubre de 1982, bajo el título «Hace dos años de Copernic», Le Monde escribía: «Ya no se trata de acusar a la extrema derecha neonazi, de sugerir orígenes españoles, chipriotas o libios... ¡No! La policía ya está segura y lo estuvo rápidamente: el atentado de la calle Copernic ha sido cometido por un grupo palestino marginal.» Rindo homenaje a este meritorio acto de contrición, añadiendo que el grupo palestino en cuestión no tenía nada de marginal, que, además, no estaba desprovisto de apoyos libios y sirios, y que, en sus artículos de 1980, Philippe Boucher y Jacques Fauvet no se habían limitado a incriminar a «la extrema derecha neonazi»: acusaban al gobierno liberal de Giscard d'Estaing y Raymond Barre, así como a «toda una clase intelectual» -léase: los «nuevos filósofos», los «nuevos economistas», los neoliberales-, a los adversarios del totalitarismo en general, culpables de llevar a cabo «combates de retaguardia contra el marxismo». Fauvet estaba visiblemente poco informado sobre la orientación tomada por el «sentido de la historia», pues en aquellos años era más bien el marxismo quien llevaba a cabo «combates de retaguardia».
    En tal punto de imputación calumniosa, nos salimos de la democracia. El combate político en la democracia autoriza, tal vez (no estoy de acuerdo, pero me resigno a ello), una cierta dosis de falsificación de los hechos por las necesidades de la polémica, pero no la falsificación absoluta. Esto es justamente lo que caracteriza a los regímenes totalitarios. Se observará que los socialistas de la corriente llamada democrática, en el curso de los años setenta, han adoptado tranquilamente esa costumbre. Interviniendo en una reunión del partido socialista francés, el 28 de junio de 1987, Jean-Pierre Chevènement, que fue ministro de Industria, luego de Educación y en 1988 llegó a ministro de Defensa, «ideólogo» notorio de su partido, repite la ecuación: racismo, igual a fascismo, que es igual a liberalismo. ¿Cuál es su demostración? Muy simple. Los liberales -dice- ridiculizaron nuestras medidas de 1982, que estaban destinadas a aminorar la importación de magnetoscopios japoneses. Son, pues, favorables a la libre circulación de las mercancías. Pero una vez ellos mismos en el poder, expulsaron, por avión, en 1986, a un centenar de africanos, inmigrados clandestinos en situación irregular. (Fue la famosa querella llamada el «chárter de los malíes».) Conclusión: las mercancías tienen más valor para los liberales que los derechos del hombre.[22]
    Evidentemente, si es con un pensamiento de esta elevación y una probidad de esta índole como los socialistas pretenden enfrentarse a los desafíos de nuestra época, no nos queda más que cubrirnos el rostro y callarnos. En esta perorata macarrónica me ocuparé de un solo punto, porque denota una nueva prolongación de la lista de los comportamientos definidos como racistas y fascistas. Si para no violar los derechos del hombre un país debe decidir que todos los súbditos extranjeros, procedentes de todos los continentes del mundo, pueden, en una cantidad indeterminada, franquear sus fronteras y residir en su territorio sin ninguna autorización previa, sin permiso de trabajo, sin recursos confesables, sin control posible y sin límite de tiempo, entonces me pregunto qué país escaparía a la acusación de fascismo y de racismo: en todo caso, ninguno de aquellos de donde provienen la mayoría de inmigrados que llegan a Francia. En efecto, los gobiernos del Tercer Mundo se cubren, por lo general, con reglamentaciones muy severas e impertinentes (todo viajero lo sabe por experiencia) en materia de visados, de control de fronteras y de permiso de residencia. Haré, además, observar que hay que ser particularmente inconsciente para preconizar en Occidente, y sólo en Occidente, la supresión de todo control de documentos de identidad y de toda expulsión de extranjeros en estado de infracción de las leyes, en una época en que las democracias son precisamente las naciones más atiborradas de bandas terroristas de todas las procedencias, que se pasean por ellas sin restricciones. En todo caso, lo más interesante en este encadenamiento de ideas es que la izquierda llega a incorporar al racismo, al fascismo, al mismo nazismo, una multitud de realidades heteróclitas, gracias a la noción vasta y vaga de «comportamientos de exclusión». Una vez que los liberales la siguieron en ese terreno, todo se llamó racismo e hitlerismo: incluso aislar un enfermo contagioso, suspender un alumno en un examen, devolver a sus países respectivos a inmigrantes clandestinos. Ahora nosotros podemos hablar de «banalización» del nazismo. Cuando Simone Veil vulgarizó este vocablo, en 1978, cometió por exceso de celo un ligero contrasentido. Lo que ella quería contrarrestar, era, de hecho, la justificación del nazismo (lo que no era el caso, como hemos visto en la presentación de las declaraciones de Darquier) o, más aún, la normalización del nazismo, en el sentido de «presentar como normal» el genocidio. Pero la verdadera banalización, en el sentido propio del término «hacer banal», anodino, es a lo que estamos asistiendo cuando los obsesionados de la exclusión empiezan a ver hitlerismo en todas partes y a atribuir ese concepto histórico e ideológico bien preciso a los menores hechos y gestos que no les gustan. ¿Qué horror puede inspirar el nazismo a la juventud si se le dice que el policía que comprueba la identidad de un transeúnte es un nazi? Después del asunto del «chárter de los malíes», el ministro del Interior de la «derecha», Charles Pasqua, habiendo llevado la provocación hasta declarar que no tenía ningún interés especial en ofrecer el avión a los clandestinos expulsados y que con gusto los colocaría, en caso necesario, en un tren, el presidente de SOS Racisme, Harlem Désir, clamó que Pasqua era un nuevo Klaus Barbie, porque el antiguo jefe de la Gestapo de Lyon metía, también, en 1943, en trenes a las víctimas del nazismo para expedirlos hacia los campos de la muerte. Luminoso, ¿no es cierto? El debate público no cesaba de elevarse, de afinarse, de precisarse, de ennoblecerse. En el proceso de Schleicher, en el que se juzgaba a terroristas culpables de haber asesinado a dos policías, rematándolos en el suelo después de haberlos herido, uno de los acusados gritó, dirigiéndose al tribunal: «¡Estamos ante las Secciones Especiales de Vichy!» ¿Por qué no? ¿Acaso no era objeto de un «comportamiento de exclusión» al ser juzgado por asesinato? ¿Acaso todo lo que leía y oía no le enseñaba que, para atraerse la simpatía, bastaba con tratar de vichistas, fascistas, racistas, a todos los que requieren contra ti la aplicación de la ley, o incluso si son de una opinión diferente a la tuya? Poco a poco, los liberales, tetanizados por las reprimendas de la izquierda, han llegado a confundir bajo la misma denominación infamante de «comportamientos discriminatorios» las simples aplicaciones de leyes o de reglamentos democráticos y las auténticas vejaciones, brutalidades o crímenes racistas. En cambio, cuando era un mogrebí el que había cometido un crimen, muchos periodistas silenciaban muy a menudo su nacionalidad, por miedo a ser calificados, a su vez, de racistas, lo que aumentaba la irritación de los residentes franceses de los barrios mixtos y llevaba nuevos votos al cuévano de Le Pen. Después de haber rehusado plantear los problemas específicos de la inmigración, se creía resolverlos negando la existencia del producto político, el Frente Nacional, nacido de esa ceguera. Como la virtud impotente era un lujo más accesible que la inteligencia activa, se creían en paz salmodiando los términos execrados de «Dachau» o «Treblinka», y acusando de complacencia a los liberales que deseaban reducir el electorado del Frente Nacional con la acción política sobre los datos reales de la vida en sociedad, y no chillando fórmulas conjuratorias a los pies del títere de Hitler. La debilidad mental alcanzó cimas aún inexploradas el día en que izquierdas y liberales intimidados se abalanzaron juntos, vociferando injurias los unos contra los otros, en la última de las bromas y engaños fabricados en el taller de Jean-Marie Le Pen: su proposición de encerrar a todos los «sidaicos» en «sidatorios». Hizo caer a todos, o a casi todos, en su celada. Como los nazis habían internado a los homosexuales en campos de concentración y asesinado a los disminuidos físicos, ¡se iba a tratar el SIDA a la luz del proceso de Barbie!
    La tempestad del SIDA confirma, por desgracia, la regla que dice que los hombres se interesan a menudo menos por la información que por sus repercusiones posibles sobre sus creencias y deseos. Pierre Bayle lo dijo muy bien largo tiempo ha: «Los obstáculos a un buen examen no proceden tanto de la vaciedad del espíritu como de que está lleno de prejuicios.» Incluso en materia científica y médica, son precisamente las consideraciones científicas y médicas las que, a veces, tienen menos peso en nuestros debates. La izquierda y los liberales temen que el miedo colectivo de la epidemia favorezca comportamientos indignos y discriminatorios respecto a homosexuales, toxicómanos y extranjeros. La xenofobia debida al SIDA reina, además, en todas partes: en Extremo Oriente contra los europeos, en la India contra los africanos, en Italia contra los suizos, en Inglaterra contra los escoceses. La demagogia de la extrema derecha se aprovecha del pánico para preconizar medidas de expulsión. Suscita, por reacción, la tendencia inversa, que impulsa a exagerar el peligro de la exclusión y a minimizar el del virus y la enfermedad.
    ¿Cómo no se ve que entrar en ese sistema de denuncias furibundas dobladas de diagnósticos calmantes constituye una victoria para los demagogos? A partir del momento en que, en materia de detección, de cuidados clínicos, de prevención del contagio, nuestros juicios se inspiran ante todo en el miedo a ser confundidos con Jean-Marie Le Pen, él ya ha ganado. Ha conseguido que no se decida nada sobre el SIDA si no es con respecto a él. ¡Como si éste fuera verdaderamente el punto esencial de la cuestión!
    Lo que sorprende, en esta polémica, es que los argumentos han ido abandonando poco a poco el campo médico, científico y terapéutico. ¡Incluso el episcopado francés ha sentido la necesidad de certificar que el SIDA no es un castigo de Dios! En vez de que el examen del problema sirva para elaborar una política, son las «divergencias» políticas las que sirven de criterios para el análisis del problema. Con el pretexto, por ejemplo, de que un control generalizado, por otra parte irreal e irrealizable, de toda la sociedad, puede atentar contra las libertades individuales, ¿hay que renunciar a toda forma de detección sistemática? Esto no se ha visto nunca en la historia de las epidemias. ¿Qué valor pueden tener, en estas condiciones, las tranquilizantes estadísticas que invocamos?
    Parece contradictorio querer combatir una enfermedad imponiéndose como doctrina que es inmoral tratar de conocer su extensión entre la población. No hay, no debiera haber, antagonismo entre el aspecto médico y el moral del combate contra la plaga. Ambos aspectos están indisolublemente ligados. Siempre lo han estado en la medicina. Los demagogos de izquierda, que niegan el aspecto médico en nombre del aspecto moral, son tan peligrosos como los demagogos de derechas, que niegan el aspecto moral en nombre del aspecto médico.
    Sobre todo, lo que los científicos no debieran tener en cuenta en absoluto son las presiones políticas e ideológicas. Que influyen en el debate se vio claramente en la III Conferencia Internacional sobre el SIDA, a principios de junio de 1987, en Washington, y en el coloquio organizado algunos días más tarde cerca de Annecy por la Fundación Mérieux, los días 20 y 21 de junio, sobre el tema «Epidemias y sociedad». Que la lucha contra el SIDA no puede desarrollarse sin la acción de los políticos es evidente, aunque sólo fuera por los costos gigantescos que va a conllevar. Pero la acción política es una cosa y el prejuicio o la pasión política son otras, que, además, estorban a la acción. No es sin estupor, en el curso de todo este período de interrogaciones y de discusiones sobre la nueva enfermedad, que se oye a ciertos sociólogos incriminar sólo a «la violencia que ejerce la sociedad sobre sus miembros» o proclamar que «el verdadero peligro es el miedo», como si el virus HIV no existiera, fuera una pura invención de los adversarios de la revolución sexual o, en el peor de los casos, un desagradable detalle en un cuadro en el que lo esencial estaría constituido por las relaciones humanas.
    Pero a pesar de todo convendría no olvidar completamente que el SIDA era, cuando se hablaba de ese modo, una enfermedad mortal contra la que no existía aún ningún tratamiento y, por otra parte» una epidemia. El ministro de Sanidad francés del momento, madame Michèle Barzach, precisamente se opuso, en el coloquio de Annecy, a que el término de epidemia conviniera al SIDA. No se trataba según ella, más que de una endemia. Para el gran público, endemia tiene una resonancia menos enloquecedora que epidemia. Pero los historiadores de enfermedades presentes en el coloquio tuvieron todos la ocasión de precisar, educadamente, que una endemia no es nada más que una epidemia que dura. La sífilis en Europa fue, primero, una epidemia, en el siglo XVI, después de haber sido traída del Nuevo Mundo, se convirtió en una endemia, es decir, una «enfermedad indígena», a partir del siguiente siglo. Tal como explicó el profesor Luc Montagnier en su comunicado, la difusión del virus, hoy, como la de los virus de ayer, se produce ante todo por la mezcla de poblaciones.
    La mayoría de las grandes epidemias del pasado suscitaron reacciones irracionales porque el conocimiento humano no había llegado aún al estado en que podía identificar la causa del mal, descubrir su modo de transmisión y esperar encontrar un medio de curarlo. Debiéramos poder evitar esas reacciones irracionales en estos finales del siglo XX, porque sabemos cuál es la naturaleza del virus, conocemos el modo de transmisión y tenemos razones para creer que se encontrará una manera de neutralizarlo. Pero la solución vendrá de la investigación científica y de la prevención contra el contagio; de nada más. No vendrá ni del optimismo plácido, ni de peroratas sobre el respeto (indudablemente) debido a la persona humana, ni de furiosos anatemas contra los «impuros». Para barrer a esos desechos del subpensamiento es preciso que los investigadores no se dejen asustar, que impongan más enérgicamente la actitud científica e intervengan más pronto en el debate, cada vez que aparece una nueva manipulación, venga del lado que venga.
    Es curioso ver cómo ciertos fantasmas, por ejemplo el fantasma hitleriano ligado al SIDA, parecen igualmente repartidos entre las familias ideológicas más opuestas. En la Conferencia de Washington, una «Unión contra el Capitalismo y el Imperialismo» hacía distribuir unos folletos denunciando el SIDA como «una ofensiva racista del gobierno estadounidense contra los gays y los negros». En París, el Movimiento Gay se manifestó, el 20 de junio de 1987, ostentando el triángulo rosa, alusión muy clara a la persecución nazi contra los homosexuales. Ciertos manifestantes se habían incluso disfrazado de deportados de la segunda guerra mundial, presentando el aspecto siniestramente evocador de los pensionarios de los campos nazis. ¿Nos encontramos realmente en ese punto? ¿Es serio situar la cuestión en ese terreno? ¿Cómo creer en el valor de las exhortaciones a cultivar la memoria del holocausto, si se asimilan al nazismo los esfuerzos de las autoridades democráticas para luchar contra una epidemia?
    Ignoro si el virus HIV es hitleriano, fascista, estalinista, trotskista, desviacionista o social-traidor, si lleva el triángulo rosa o la cruz gamada, y pienso que el mismo virus lo ignora también. Encuentro estas alucinaciones y estos vaticinios absolutamente consternantes. En la época de la gran peste del siglo XIV, los médicos de toda Europa discutían entre ellos para saber si la plaga se transmitía por los miasmas del aire o por el tacto. El rey de Francia, deseoso de ver las cosas claras con objeto de tomar, en caso necesario, medidas de prevención útiles a la población, hizo una consulta a los más grandes sabios de la Sorbona. Después de haber deliberado sobre el tema, esos representantes eminentes de la élite intelectual del país dieron su veredicto: el mal no procedía ni de los miasmas ni del contacto, sino ¡de una determinada conjunción astrológica de los planetas!
    Aunque nosotros disponemos de muchos más medios de información me pregunto si, en el caso del SIDA, somos mucho más inteligentes.
    Detrás de toda esa inmensa exageración de un peligro racista y fascista en Europa, comparable a lo que había sido antes de la segunda guerra mundial, se esconde en realidad una negativa persistente, en la pura línea leninista, a reconocer la autenticidad de la democracia liberal y pluralista. Aunque ellos lo nieguen, los socialistas europeos, igual que los «liberales» norteamericanos, por lo menos muchos de ellos si no la totalidad, encuentran que la frontera entre los defensores y los enemigos de la democracia y de los derechos del hombre pasa entre ellos y los liberales (en el sentido europeo; «conservadores» en el sentido norteamericano), y no entre todos los demócratas y los comunistas. En otras palabras, los verdaderos totalitarios continúan siendo, a sus ojos, los partidarios del capitalismo y de la sociedad abierta, y, curiosamente, lo piensan ahora más que en el pasado. Es el caso desde, aproximadamente, 1975, que se produce en la mayoría de partidos reunidos en la Internacional Socialista, y más particularmente los laboristas británicos, y el SPD alemán, después de que Helmut Schmidt perdiera la Cancillería. Es el mismo caso, por supuesto, y aún más, para todo lo que está a la izquierda de los socialistas, los «verdes» alemanes, los «radicales» norteamericanos, los seguidores de la «Campaign for Nuclear Disarmament» en el Reino Unido. También ellos se manifiestan siempre contra la OTAN, los Estados Unidos, Occidente, jamás contra la Unión Soviética, la dictadura sandinista de Nicaragua o los estalinistas de Addis-Abeba que diezman a los desgraciados campesinos etíopes. Reclaman ruidosamente elecciones libres en Corea del Sur, sin darse cuenta de que ya se han celebrado, pero nunca en Angola, o en Mozambique o en Vietnam. El mito de un renacimiento en Europa de un movimiento racista y fascista, del que los liberales serían los cómplices objetivos, o incluso los instigadores, responde a esa necesidad que conserva la izquierda, a pesar de todas sus conversiones periódicas en sentido contrario, de volver a esbozar en lo absoluto la vieja separación del mundo en dos campos, los partidarios y los adversarios del capitalismo liberal.
    El autor del informe final sobre los trabajos de la comisión del Parlamento Europeo, Dimitrios Evrigenis, reconoció, por otra parte, con mucho sentido común y honradez, para terminar, la puerilidad de las angustias que habían motivado la puesta en marcha de la encuesta. El ponente concluyó que no había un ascenso fascista real en Europa, que no se observaba ninguna contestación significativa del sistema democrático. En cambio, y es preciso darle la razón, señalaba, en el contexto de una inmigración mal conducida, una acentuación de las tendencias xenófobas, una explotación política de esas tendencias, y una indulgencia con respecto a esa explotación: lo que el señor Evrigenis denunciaba, con buen juicio y un aplastante humor lingüístico, como «la aparición de una especie nueva: el xenofobófilo». Combatir la «xenofobofilia» implica un deber para el demócrata y, por suerte, es tarea que se halla por completo a su alcance. La «xenofobofilia» representa, en efecto, un mal latente o manifiesto en toda sociedad, un mal que hay que vigilar y neutralizar, ciertamente, con constancia: no es, para la democracia, el cataclismo final. No es tampoco el pecado absoluto que condene a la indignidad a nuestra civilización liberal, tal como la izquierda quisiera hacernos creer.
    Notas
    [20] Eric Roussel, Le Cas Le Pen, París, J. C. Lattés, 1985.
    [21] A propósito de la operación de propaganda mediante la cual la izquierda trató de atribuir a los liberales franceses lo que correspondía al Próximo Oriente, los atentados antisemitas de la calle Copernic (3 de octubre de 1980) y de la calle Rosiers (9 de agosto de 1982), en París, me remito a un libro precedente, Le Terrorisme contre la démocratie (Pluriel, 1987), concretamente, el prólogo, pp. IX-XIII. ¿Se dan cuenta los socialistas franceses de que esta clase de calumnia es exactamente la que utilizaba Adolf Hitler para deshacerse de sus oponentes?
    [22] Se reprochó al ministro del Interior haber embarcado con demasiada brutalidad a dichos malíes en el chárter. Pero, ¿se atacaba en verdad el método, o más bien el mismo sentido y el principio de la expulsión?


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