La teología política

La Teología Política, aunque sea sin ese nombre, es una disciplina tan antigua como el hombre, pues es imposible prescindir de Dios, aunque sea para negarlo- que también es una forma de teología, aunque deteriorada-, cuando se plantea la cuestión de porqué hay que obedecer a otro hombre. Allí donde se trata de obedecer a quién pretende mandar, allí se asoma Dios como causa de tal subordinación. La dificultad está en conseguir una idea algo clara entre ese Dios omnipotente y el gobernante sólo relativamente poderoso; en el fondo, una cuestión de “causas”, por lo que, cuando se quiere prescindir de Dios, en este como en otros temas, no queda más remedio que prescindir de la idea de causa; sólo que el pensamiento causalista es tan innato en el hombre, que no podemos prescindir de él más que de una manera forzadamente arbitraria: algo así como la pintura abstracta.



En tiempos recientes la Teología política ha sido objeto de una consideración muy aguda pero excesivamente concreta; en mi opinión, excesivamente limitada, a la vez que metafórica, pues sólo ha pretendido explicar ciertas formas de estructura política por el pensamiento teológico subyacente. Como ya he tenido ocasión de explicar en otra ocasión- no voy a insistir en ello-, una auténtica Teología Política no puede fundarse en analogías metafóricas entre la idea de Dios que exista en un determinado momento histórico y las formas políticas contemporáneas, sino que debe calar en un fundamento verdaderamente dogmático y de una manera universal y permanente. Este fundamento dogmático en que debe basarse una auténtica Teología Política es el Reinado de Cristo, como expresión actual, histórica, del Reino de Dios (o “de los Cielos”, según san Mateo). Este es eterno y se manifiesta en el tiempo como Iglesia, en tanto el Reinado de Cristo es esencialmente histórico, pues tiene por objeto la Creación, y abarca todo lo creado, incluso los demonios que, evidentemente, no pertenecen al Reino de Dios.

Así pues, el núcleo principal de la Teología Política es el principio de que siendo Jesucristo el “Rey”, no cabe en la historia, sobre los hombres “viatores” en esta tierra, otro poder originario, otra soberanía, que la de Cristo. Todos los llamados “soberanos”, a pesar de su aparente majestad, sean reyes autocráticos o constitucionales, gobiernos oligárquicos o democráticos, no son más que delegados, que deben mandar en nombre de Jesucristo, y se les debe obedecer precisamente por esto: por la potestad que han recibido de Él.

Pero cuando nos planteamos la cuestión de saber quién debe mandar en nombre de Cristo Rey, es decir, quién es el gobernante legítimo al que se debe obedecer, se impone una importante distinción, bien conocida por el derecho público, que es la que hay entre la forma abstracta de designar al gobernante y la determinación concreta de la persona del gobernante actual. Esta distinción tiene relación con la que tradicionalmente ha reconocido el derecho público entre legitimidad de origen- lo que depende fundamentalmente de la estructura política constituida- y la llamada legitimidad de ejercicio; pero ambas instituciones no pueden confundirse, pues la segunda no se refiere propiamente a la legitimidad de la forma institucional, sino al aspecto más propiamente personal.

Álvaro D´Ors. La violencia y el orden. 1987

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