Fuente:
ABC, 29 de Noviembre de 1977, página 3.
MONSEÑOR LEFEBVRE
La posición frente al Papa y al Concilio tomada por monseñor Lefèbvre sería ya cismática «de jure» en otro momento de la Iglesia. Ahora ya lo es «de facto».
De esto no se puede dudar, como tampoco de la buena fe y de la rectitud moral de monseñor, al llevar las cosas a la situación límite a que las ha llevado.
Lo que más sorprende es la pobreza intelectual de los argumentos que emplea para justificar su actitud de enfrentamiento. Porque si se ha dicho «que es bueno –para la Iglesia– que haya herejes», también lo será que haya cismáticos. La herejía y el cisma, recusables en sí mismos, obligan a la Iglesia a su propia depuración y verificación en el sentido original de esta palabra, de hacerse más y más verdadera. Pero para ello hacen falta herejes y cismáticos de talla.
La gran crisis en que está inmersa la civilización y la sociedad occidentales está gravitando sobre las conciencias y la fe de los cristianos, de todos los cristianos, desde el alto y bajo clero al más humilde y pequeño de los creyentes. Y, a su vez, la crisis de la Iglesia repercute, contagiándola, sobre la sociedad civil. La Iglesia y la sociedad civil son vasos comunicantes.
Es indudable que ha habido y que hay en el posconcilio excesos y extralimitaciones en la liturgia, en ciertas formas de la nueva pastoral, en la politización del Evangelio, en ciertas desviaciones teológicas que pueden lindar con la herejía, sobre la Resurrección, sobre la virginidad de María, sobre la divinidad de Jesucristo. Todo esto lo resume monseñor Lefèbvre en la acusación: la Iglesia conciliar y posconciliar, habiéndose convertido al mundo, ¿cómo podrá convertirle a la fe?
Un concilio, todo concilio, siempre es un trauma para la fe. El más superficial conocimiento de la historia de la Iglesia lo confirma. En el Vaticano I, interrumpido abruptamente por el asedio y toma de Roma por los garibaldinos –un concilio archiconservador–, hubo setenta prelados que abandonaron Roma la víspera del voto final para no tener que decir «non placet».
Y cuando a la vuelta del Vaticano I el arzobispo de Múnich reunió a los profesores de la Facultad de Teología y les invitó a trabajar por la Iglesia, uno de ellos, Doellinger, replicó secamente: «Sí, por la antigua Iglesia». «No hay más que una Iglesia –replicó el arzobispo–, no hay una antigua y otra nueva». Pero ese mismo Doellinger no quería una Iglesia cismática, y en la primera reunión de los «viejos católicos», en Múnich (22-24 septiembre 1871), declaró: «He gastado mi vida en estudiar la historia de las sectas y separaciones de la Iglesia y siempre he visto que acaban mal. Al aceptar esa proposición (la de fundar parroquias) renunciamos a la idea de la reforma desde dentro de la Iglesia; permitidme, señores, que eleve mi voz para mostraros el peligro».
La acusación de monseñor Lefèbvre es la de todos los que estérilmente –pero no sin gran daño para la Iglesia– se han enfrentado con ella. Ellos, los de Lefèbvre, son también de la «antigua Iglesia», como lo fueron los fariseos de la «antigua ley», de la ley de Moisés contra la ley nueva de Cristo. No podían admitir que Cristo diera un mandamiento «nuevo», un Nuevo Testamento, y Pedro mismo, fundamento de la Iglesia, sufrió por ello y temblaron las raíces de su judaísmo.
Lo que dice monseñor Lefèbvre es, textualmente, lo siguiente: «Nos adherimos de todo corazón, con toda el alma, a la Roma católica, guardiana de la fe católica y de las tradiciones necesarias para el mantenimiento de esta fe; a la Roma eterna, maestra de sabiduría y de verdad. Nos negamos, por el contrario, y nos hemos negado siempre a seguir a la Roma de tendencia neomodernista y neoprotestante que se ha manifestado claramente en el Concilio Vaticano II y en todas las reformas nacidas de él. Esta reforma ha nacido del liberalismo, del modernismo, y está totalmente emponzoñada».
Que la reforma del Concilio ha nacido del liberalismo y del modernismo quiere decir para monseñor Lefèbvre que esa reforma ha aceptado los principios de la Revolución francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Pero estos tres principios pertenecen al sentido moral originario de la Humanidad. Que el hombre debe ser libre, justo y amable es anterior, no ya a la Revolución francesa, sino al cristianismo y a la ley de Moisés. Son aspiraciones, anhelos que, junto a las perversiones contrarias que por desgracia prevalecen, están en el corazón de todo hombre en cuanto ser humano; la Revolución francesa no ha hecho más que apropiárselos y politizarlos, desvirtuándolos.
El cristianismo no ha hecho otra cosa más que salvar, restaurar la naturaleza humana caída. Como se ha escrito, la gracia no destruye la naturaleza. San Agustín cristianizó a Platón y al neoplatonismo, y Santo Tomás a Aristóteles. Platón y Aristóteles, dos paganos. De ello no se deduce ni se puede deducir que paganizaron el cristianismo, helenizándolo, sino antes al contrario.
¿Es un cismático monseñor Lefèbvre? «Sabed que si algún obispo rompe con Roma no seré yo». Pero, claro, se refiere a la «Roma eterna», no a la Roma del Vaticano II y del misal de Pablo VI. Para monseñor Lefèbvre, la Roma eterna la constituyen él mismo y el grupo de sus seguidores centralizado en Ecône. En cambio serían cismáticos los setecientos millones de católicos que reciben la Eucaristía; cuatrocientos mil sacerdotes y dos mil quinientos cincuenta obispos, en unión con el sucesor de Pedro. Pero esto es lo que viene a decir monseñor Lefèbvre: «No soy yo quien ha originado el cisma; es la Iglesia de Roma, la Iglesia del Concilio, la que se ha separado de Cristo». Y también: «nosotros no estamos en cisma, somos los continuadores de la Iglesia católica; son los que hacen las reformas quienes están en cisma».
Hay dos formas clásicas de llegar al cisma: «alzar altar contra altar», «negarse a actuar como parte de un todo». San Cipriano, el obispo mártir, escribía en 221 para prevenir un riesgo de cisma: «Hay que apartarse de quien está separado de la Iglesia y evitarlo: es un perverso, un pecador que se condena a sí mismo. ¿Creerá que permanece unido a Cristo cuando actúa contra los sacerdotes de Cristo, cuando rompe con el clero y su pueblo?».
El «escándalo» que ahora denuncia monseñor Lefèbvre por la reforma del Concilio es el mismo que hubo antes que él, cuando se cambió el ayuno eucarístico, cuando se establecieron las misas vespertinas y cuando Pío XII cambió la celebración de la Vigilia Pascual. También entonces hubo católicos que se negaron a recibir estos cambios diciendo que ellos no lo hacían, porque si el Papa quería condenarse, que se condenase él.
Otro argumento de monseñor Lefèbvre contra la inalterabilidad del misal de San Pío V es que dicho Papa prohibió cambiar o añadir nada a su misal. Pero ésta es una mera forma de cancillería del tipo de «para eterna memoria». El breve de Clemente XIV
Dóminus ad Redemptor, del 21 de julio de 1773, que suprimía la Compañía de Jesús, quería que esta medida durara «perpetuo», para siempre. Pío VI restableció la Compañía por la bula
Sollicitudo ómnium, del 7 de agosto de 1814, «sin que obstara el breve de Clemente XIV, de feliz memoria». El poder papal es igual en todos los Pontífices que se suceden a la cabeza de la Iglesia militante.
«Mi nombre es Pedro», dijo Pablo VI a los protestantes. Atacar al Papa es socavar el fundamento de la Iglesia católica.
Antonio GARRIGUES
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