FIRMEZA EN LOS PRINCIPIOS
Estos principios son sólidos e inconmovibles. Valían en los tiempos de Inocencio III y de Bonifacio VIII. Valen en los tiempos de León XIII y de Pío XII, que los ha ratificado en más de un documento suyo. Por eso el Padre Santo, con severa firmeza, ha exigido a los gobernantes que cumplan sus deberes, recordándoles la admonición del Espíritu Santo, admonición que no conoce limites en el tiempo; "Debemos pedir con insistencia a Dios—dice Pío XII en la encíclica "Mystici Corporis"--que todos cuantos gobiernan los pueblos amen la sabiduría para que nunca caiga sobre ellos la gravísima sentencia del Espíritu Santo: "El Altísimo examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos. Porque habiendo sido ministros de su reino no habéis gobernado rectamente, ni habéis observado la ley de la justicia, ni habéis caminado según los deseos de Dios. Veloz y terrible El caerá sobre vosotros, porque se hará juicio rigurosísimo sobre los que ocuparon el primer puesto. Con los humildes se usará de misericordia, pero los poderosos serán gravemente castigados. Porque el Señor no retrocederá ante nadie ni tendrá temor a la grandeza de ninguno; porque El ha creado a los grandes y a los pequeños y se ha cuidado, igualmente de todos" (14).
Refiriéndome, pues, a cuanto vengo diciendo acerca de la concordancia entre las encíclicas sometidas a discusión, estoy seguro de que nadie podría demostrar que en ella se vea la menor oscilación en materia de estos principios entre las siguientes encíclicas: "Divini Redemptoris", contra el comunismo; "Mit Brennender Sorge", contra el nazismo; "Non abbiamo bisogno", contra el monopolio estatal del fascismo; ni con las precedentes encíclicas de León XIII "Immortale Dei", "Libertas" y "Sapientiae Christianae". "Las últimas, profundas y pétreas bases fundamentales de la sociedad
no pueden ser violadas como creaciones del ingenio humano; se podrán ignorar, negar, despreciar, transgredir, pero jamás serán abrogadas con eficacia jurídica" (15).
LOS DERECHOS DE LA VERDAD
Pero ahora hay que resolver otra cuestión, o, mejor dicho, una dificultad tan especiosa que a primera vista parecería insoluble.
Se nos objeta: vosotros sostenéis dos criterios o normas de acción diversa con arreglo a vuestras conveniencias: en un país católico mantenéis la idea del Estado confesional con el deber de protección exclusiva de la religión católica. Y, al contrario, donde sois una minoría reclamáis el derecho a la tolerancia y a la libertad de culto. Por lo tanto, tenéis dos pesos y dos medidas; una verdadera doblez embarazosa, de la cual quieren liberarse aquellos católicos que se dan cuenta de las exigencias actuales de la civilización.
Pues bien: es cierto que hay que usar dos pesos y dos medidas: uno, para la verdad, y otro, para el error. Los hombres que se sienten en posesión segura de la verdad no transigen. Exigimos el pleno respeto a nuestros derechos. Los que, en cambio, no se sienten seguros de poseer la verdad, ¿cómo pueden exigir ser los únicos en marcar el campo, sin compartirlo con quienes reclaman el respeto a sus propios derechos basados en otros principios?
El concepto de paridad de cultos y de su tolerancia es un producto de libre examen y de la multiplicidad de confesiones. Es una lógica consecuencia de las opiniones de aquellos que dicen que en materia religiosa no ha de regirse uno por dogmas, y que sólo la conciencia individual puede señalar el criterio y la norma para la profesión de la fe y el ejercicio del culto. Entonces en los países donde prevalecen estas teorías, ¿por qué extrañarse de que la Iglesia reclame un puesto para desenvolver su divina misión y conseguir que se le reconozcan los derechos que, como lógica consecuencia de los principios adoptados en la legislación, pueden reclamar?
La Iglesia querría hablar y reclamar en nombre de Dios, mas en tales pueblos no se reconoce la exclusividad de su misión. Entonces se contenta con reclamar en nombre de tal tolerancia, aquella paridad y aquellas garantías comunes en que se inspiran las legislaciones de los países aludidos.
Cuando en 1949 se reunió en Amsterdam aquella asamblea de iglesias heterodoxas para el progreso del movimiento ecuménico, estuvieron representadas cerca de 146 iglesias o confesiones diversas. Los delegados pertenecían a unas cincuenta naciones. Allí había calvinistas, luteranos, coptos, "católicos viejos", baptistas, valdeses, metodistas, episcopalianos, presbiterianos, malabáricos, adventistas, etc. La Iglesia Católica, que está en la segura posesión de la verdad y de la unidad, no podía lógicamente asistir a una asamblea para buscar la unión que los otros no tienen.
Pues bien, tras numerosos discursos, los reunidos no se pusieron acuerdo ni aun para una celebración común final de la cena eucarística, que debía ser el símbolo de su unión (si no en la fe, al menos en la caridad), tanto que en la sesión plenaria del 23 de agosto de 1949 el doctor Kraemer, calvinista holandés, más tarde director del nuevo Instituto Ecuménico de Celigny, en Suiza, observaba que hubiera sido mejor omitir toda cena eucarística en vez de manifestar tantas divisiones y de celebrar tantas cenas separadas.
En tales condiciones—decimos nosotros—, ¿podría una de estas confesiones, que convive con las otras aun si fuera la predominante en un mismo Estado, asumir una posición intransigente y exigir lo que la Iglesia Católica espera de un Estado donde los católicos sean gran mayoría?
No debe, por tanto, extrañarse nadie de que la Iglesia apele, al menos, a los derechos del hombre cuando no se reconocen los derechos de Dios.
La Iglesia lo hizo así en los primeros siglos del cristianismo frente al Imperio y al mundo pagano; y continúa haciéndolo hoy, en especial en los países bajo la dominación soviética.
El Pontífice reinante (Pío XII), ante las persecuciones de que son objeto todos los cristianos, y en primer lugar los católicos, ¿cómo podía no apelar a los derechos del hombre, a la tolerancia, a la libertad de conciencia, cuando precisamente de tales derechos se hace una masacre tan detestable?
Son estos derechos del hombre los que él ha reivindicado en todo el campo de la vida intelectual y de la vida social en su Radiomensaje de Navidad de 1942, y más recientemente en el Radiomensaje de Navidad de 1952, a propósito de los sufrimientos de la "Iglesia del Silencio" (la que padece bajo el comunismo soviético).
Queda, pues, claro cuán torticera es la pretensión de que el reconocimiento de los derechos de Dios y de la Iglesia, tal como existió en tiempos pasados, sea inconciliable con la moderna civilización, como si fuese un retroceso aceptar lo justo y verdadero en todos los tiempos.
A un retroceso a la Edad Media apunta, por ejemplo, el texto siguiente de un conocido autor: "La Iglesia católica insiste en este principio: que la verdad debe tener preferencia sobre el error, y que la verdadera religión, cuando se la conoce, debe ser ayudada en su misión espiritual con preferencia a las religiones cuyo mensaje es más o menos deficiente y donde el error se mezcla con la verdad. He aquí una simple consecuencia del deber del hombre con la verdad. Sin embargo, sería totalmente falso concluir que este principio no pueda aplicarse más que reclamando para la religión verdadera los favores de un poder absolutista, o la profesión de las dragonadas, o que la Iglesia católica reivindica de las sociedades modernas los privilegios de que disfrutaba en una civilización de tipo sacerdotal como fué la de la Edad Media."
Otro autor objeta: "Casi todos los que hasta ahora procuraban considerar el problema del "pluralismo religioso" chocaban con un peligroso axioma: aquel que afirmaba que sólo la verdad tiene derechos, mientras que el error no tiene ninguno. En efecto, todos advierten hoy que ese axioma es falaz no porque pretendamos reconocer derechos al error, sino simplemente porque coincidimos en esta verdad de Perogrullo: que ni el error ni la verdad —meras abstracciones— son objeto de derecho ni son capaces de tener derechos, o sea, de crear deberes exigibles de persona a persona."
A mí me parece, en cambio, que la perogrullada consiste más bien en lo siguiente: que los derechos en cuestión gozan de un magnífico sujeto de inherencia en los individuos que se encuentran en posesión de la verdad y que los individuos, en cuanto andan errados, no pueden exigir igualdad de derechos.
Ahora bien, en las encíclicas que hemos citado se afirma que el primer titular de tales derechos es el mismo Dios; de donde se deduce que sólo están en el verdadero derecho aquellos que obedecen a sus mandamientos y están en su verdad y en su justicia.
En conclusión, la síntesis de las doctrinas de la Iglesia en esta materia han sido expuesta también en nuestros días clarísimamente en la Carta que la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades envió a los Obispos del Brasil en 7 de mayo de 1950. Esta carta, que cita continuamente las enseñanzas de Pío XII, pone en guardia, entre otras cosas, contra los errores del renaciente liberalismo católico, el cual "admite y alienta la separación de los dos poderes (Iglesia y Estado)"; rehúsa a la Iglesia cualquier poder directo en materias mixtas; afirma que el Estado debe ser indiferente en materia religiosa... y debe reconocer la misma libertad a la verdad que al error; que a la Iglesia no le pertenecen privilegios, favores y derechos superiores a los que se reconozcan a otras confesiones religiosas en países católicos", y así sucesivamente.
(14) A.A.S., vol. XXXV, p. 244.
(15) A.A.S. vol. XXXV, pp. 13 y 14.
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