DEBERES DEL ESTADO CATOLICO CON LA RELIGION
Que los enemigos de la Iglesia hayan obstaculizado su misión en todos los tiempos, negándole alguna y hasta todas sus divinas prerrogativas y sus poderes, no es para maravillarse. Los asaltos impetuosos, con sus falaces pretextos, atacaron ya al Divino Fundador de esta bimileraria y, sin embargo, siempre joven institución: contra El se gritó como se grita ahora—: "No queremos que reine sobre nosotros" (2). Y con la paciencia y la serenidad que proviene de la firmeza de sus proféticos destinos y de la certeza de su divina misión, la Iglesia canta a través de los siglos: "No quita los reinos mortales quien da los celestes."
Pero surge en nosotros el asombro, que crece hasta el estupor y se mezcla con la tristeza, cuando los intentos de arrancar las armas espirituales de la justicia y de la verdad de las manos de esta Madre benéfica que es la Iglesia procede de sus mismos hijos y, sobre todo, de aquellos hijos que, encontrándose bajo estados interconfesionales y viviendo en contacto continuo con hermanos disidentes, deberían sentir más que otros el deber de gratitud hacia esta Madre, que ha utilizado siempre sus derechos para defender, custodiar y salvaguardar a sus propios fieles.
Hoy se admite por algunos en la Iglesia sólo un orden "pneumatico", y se afirma en principio que la naturaleza del Derecho de la Iglesia está en contradicción con la naturaleza de la misma Iglesia. Según estos pensadores, el elemento sacramental original iría poco a poco debilitándose para dejar su puesto al elemento de la jurisdicción, que ahora es la fuerza y la potencia de la Iglesia. Prevalece así la idea del jurista protestante Sohm de que la Iglesia de Dios está constituida como el Estado.
Pero el canon 108, en su párrafo tercero, que habla de la existencia en la Iglesia de la facultad de Orden y del poder de jurisdicción, se funda en el Derecho divino. Y la legitimidad de este fundamento se demuestra con textos evangélicos, con alegaciones de los hechos de los apóstoles,con citas de sus epístolas, frecuentemente aducidas por los autores de Derecho público eclesiástico para probar el origen divino de los poderes y derechos de la Iglesia que acabamos de citar.
En la Enciclica "Mystici Corporis" el augusto Pontífice felizmente reinante' se expresaba así sobre esta cuestión: "Reprobamos el funesto error de aquellos que sueñan con una Iglesia ideal sólo alimentada y formada por la caridad, a la cual—no sin desprecio—oponen aquella otra Iglesia que se' llama jurídica. Pero tal distinción la sugieren erróneamente, porque no advierten que el Divino Redentor quiso que la congregación de hombres por El fundada fuese una sociedad perfecta en su género, dotada de todos los elementos jurídicos y sociales necesarios para perpetuar en la tierra la obra salvadora de la redención. Y por esto quiso que el Espiritu Santo la enriqueciera con sus celestes dones y sus gracias" (3).
No quiere la Iglesia ser un Estado; pero su Divino Fundador la constituyó "sociedad perfecta" con todos los poderes inherentes a esta condición jurídica, para desenvolver su misión en cualquier Estado, sin conflictos entre estas dos sociedades, de las cuales El es en diverso modo autor y conservador.
ADHESION AL MAGISTERIO ORDINARIO
Y he aquí cómo surge el problema de la convivencia de la Iglesia con el Estado laico. Hay católicos que sobre esta cuestión están divulgando ideas no del todo ortodoxas.
A muchos de estos católicos no puede negárseles ni el amor a la Iglesia ni la recta intención de encontrar un camino de posible adaptación a las circunstancias de los tiempos. Pero no es menos cierto que su posición recuerda aquella del "militar delicado", que quería vencer sin combatir, o la del ingenuo que acepta la insidiosa "mano tendida" sin darse cuenta de que aquella mano le arrastrará después a pasar el Rubicón hacia el error y la injusticia.
La primera culpa de todos estos católicos es la de no utilizar plenamente las "armas de la verdad" y las enseñanzas de los Romanos Pontífices, que en esta última centuria han dado sobre esta cuestión a los católicos, y -en modo particular el Papa felizmente reinante Pío XII, con encíclicas, alocuciones y admoniciones de todas clases.
Esos católicos, pretendiendo justificarse, afirman que en el conjunto de las enseñanzas promulgadas por la Iglesia hay que distinguir una parte permanente y otra caduca o pasajera, debida esta última sólo a efectos de particulares condiciones temporales, y hasta llegan a extender esta equivocación a los principios contenidos en los documentos pontificios, principios sobre los cuales se ha mantenido constante el magisterio de los Papas, haciendo de ellos patrimonio de la doctrina católica.
La teoría del péndulo, introducida por algunos escritores para criticar el contenido de las encíclicas según sus distintas épocas, no puede aceptarse. "La Iglesia—se ha llegado a escribir—acompasa la historia del mundo a la manera de un péndulo oscilante, que, cuidadoso de guardar su ritmo, mantiene su propio movimiendo retrocediendo cuando juzga que ha llegado al máximo de su amplitud..." Desde este punto de vista se podría escribir toda una historia de las encíclicas: así, en materia de estudios bíblicos, la "Divino Afflante 'Spiritu" sucedería a las "Spiritus Paraclitus" y "Providentissimus". En materia de teología o de política, la "Summi Pontificatus", "Non abbiamo bisogno", "Ubi arcano Dei", sucederían a la "Inmortale Dei" (4).
Si esto se entendiera en el sentido de que los principios generales y fundamentales de Derecho público eclesiástico, solemnemente afirmado en la "Inmortale Dei", reflejan sólo momentos históricos del pasado, mientras que el "péndulo" de las enseñanzas en las encíclicas de Pío XI y de Pío XII habría pasado en su retroceso a posiciones diversas, tendríamos que decir que se trata de un error total, no sólo porque no responde al contenido de las mismas encíclicas, sino también porque es inadmisible en la esfera de los principios.
El Pontífice reinante, en la "Humani generis", nos enseña cómo debernos aceptar en las encíclicas el magisterio ordinario de la Iglesia: "No puede sostenerse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan el asentimiento de los fieles, porque en ellas los Romanos Pontífices no ejercen su magisterio con su suprema potestad. Antes ,al contrario, son enseñanzas del magisterio ordinario de la Iglesia, para el cual son aplicables también aquellas palabras: "El que a vosotros oye, a Mí me oye". Además, la mayor parte de las veces lo que se propone e inculca en las encíclicas pertenecía ya de antemano a la doctrina católica" (5).
Por temor de que se les acuse de querer retornar a la Edad Media, algunos escritores católicos no se atreven a mantener las posiciones doctrinales que constantemente afirman las encíclicas como pertenecientes a la vida y al derecho de la Iglesia en todos los tiempos. A éstos debe aplicarse la reprensión de León XIII cuando, recomendando la concordia y la unidad para combatir el error, agrega : "Hay que procurar que nadie actúe como si no conociera la falsedad de las doctrinas o se oponga a ellas más débilmente de lo que el servicio a la verdad exige" (6).
(2) San Lucas, 19, 14.
(3) A. A. S., vol. XXXV, p. 254.
(4) Cfr. "Temoignane chretien" de septiembre de 1950, reproducido por "Documentation Catholique" del 8 de octubre de 1950
(5) A. A. S., vol. XLIII, p. 88.
(6) "Inmmortale Del", Acta Leonis XIII,vol.. V, p. 148
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