(O cómo una actitud de cesión táctica en la defensa de principios político-religiosos, que eran irrenunciables, acabó dando al traste con todo el edificio político-religioso de la Francia tradicional)
Tomado de “La Iglesia ocupada”, de J. Plancard d’Assac (1974):
Hubo, a fines del siglo XIX, una gran confusión en las conciencias. Durante el siglo, tantas veces se había discutido la legitimidad del Poder, que la misma noción de legitimidad quedaba borrada. Entre los Borbones, los Orleans y los Bonaparte, Francia no llegaba a decidirse.
El principio monárquico que representaban no lograba afianzarse en una dinastía, porque, tras la persona del Pretendiente, se perfilaban principios políticos diferentes. Se veía pronto que la Institución monárquica era susceptible de abrigar regímenes corporativos o liberales, parlamentarios o jerárquicos, y llamarse “monárquico” ya no quería decir nada, había que añadir de qué monarquía se trataba.
Entonces, poco a poco, se abrió paso el pensamiento de que las ideas que se profesaban tenían más importancia que la forma del Régimen. Lo esencial era llevarlas al gobierno. La monarquía ya no se presentaba como una garantía de continuidad, ni como una seguridad contra los disturbios. Se la había sustituido, restaurado, sustituido de nuevo, abolido y restablecido en forma imperial. ¿Qué se iba a hacer de ella?
En 1873, el mariscal de Mac-Mahon, consciente, después de la carta del conde de Chambord sobre la bandera, de que era imposible unir a los orleanistas, pidió que se organizase el “Septenio”. Es decir, que la Asamblea Nacional proclamase al jefe del Estado por siete años. Todavía hoy, vivimos en Francia de esta fórmula de monarquía electiva temporal.
Se comprende que a ciertos hombres de la Iglesia les viniese la idea de adueñarse de la República naciente, pero cuando lo intentaron era demasiado tarde. Los francmasones que habían creado la República, la ocupaban y no estaban dispuestos a ceder el sitio, ni a compartirlo.
Precisamente por entonces, el 31 de julio de 1881, durante el traslado de los restos mortales de Pío IX a la basílica vaticana de San Lorenzo Extramuros, el populacho había intentado adueñarse del ataúd para arrojarlo al Tíber. Roma estaba en manos de los francmasones y León XIII pensó en emigrar a Austria, España o Malta.****
¿Influyó esta situación en la política de León XIII, en lo que concierne a Francia?
Se ha sostenido esta opinión: si la Italia que constituía para el papado una amenaza inmediata se había unido, en mayo de 1882, al acuerdo entre la Austria (católica pero josefista) y la Alemania luterana de Bismarck en alianza contra Rusia; ¿en qué otras potencias podía apoyarse la Santa Sede? ¿En la Inglaterra protestante imbuida de prejuicios antipapistas? ¿En la Rusia cismática?
Evidentemente, la respuesta era: no.
Pero quedaba Francia: también amenazada por dicha Alianza y diplomáticamente aislada.
“Nos, ofrecemos a Francia la alianza de nuestra fuerza moral”, dirá León XIII, en 1893, a Mons. Fonteneau, obispo de Agen. Sin duda, en la encíclica Inmortale Dei, el Soberano Pontífice permanece fiel a la doctrina y recuerda que el Estado debe ser católico, pero añade que la Iglesia “no condena, sin embargo, a los gobiernos (…) que, en vistas a un bien a alcanzar o a un mal a evitar, toleran pacientemente en las costumbres y en la práctica que esos diversos cultos tengan cada uno su lugar en el territorio del Estado.
En fin, en la encíclica Libertas (1888) afirma que “es una calumnia inútil y sin fundamento pretender que la Iglesia vea con malos ojos las formas más modernas de los sistemas políticos”.
Esto no quiere decir que León XIII tuviese nunca una especial simpatía por la III República. Incluso en una ocasión confesará a Jacques Piou: “En el fondo del corazón, soy monárquico yo también”, pero “necesita a Francia, comprueba que vive con República y que esta República parece sólida y por tanto le es necesario entenderse con ella”.
Tocamos aquí un problema muy importante: para alcanzar un objetivo determinado, ¿puede la diplomacia ceder en los principios? La experiencia da una respuesta negativa, porque al ser la apariencia todo lo que ve la opinión, a ésta se le escapa la maniobra. No ve más que el abandono consentido, la restricción mental o la “combinazzione” y lo que no es más que una maniobra le parece adhesión sincera. Confundida, la opinión pierde gran parte de su ardor para defender las ideas que son combatidas por el régimen con el que se negocia. El avance del enemigo se encuentra tanto más facilitado y sus exigencias aumentan en la misma medida en que la diplomacia se vuelve más complaciente.
León XIII piensa poder manejar a los católicos franceses según las necesidades de su diplomacia. No presta atención a que los individuos se guían por convicciones y que llevarlos a dudar de ellas, es debilitar el instrumento del que se pretende disponer.
Prisionero de la maniobra diplomática que ha decidido, León XIII tiene que ordenar a los católicos franceses, en su inmensa mayoría monárquicos, que se adhieran a la República. Decisión dramática, porque va a desorientar a la Derecha, a lanzar a muchos militantes a la abstención, forzar al disimulo a espíritus rectos y reforzar, por el contrario, la combatividad de los republicanos que ven cómo el adversario abandona sus posiciones y solicita el armisticio.
El nuncio Czalcky explicaba al marqués de Dreux-Brézé que los legitimistas, al continuar luchando a favor de los principios de los que eran representantes, ya no serían escuchados y verían disminuir progresivamente el número de sus afiliados. Su influencia, reconocida como muy valiosa en muchos aspectos, desaparecería y el bien moral, que lógicamente estarían llamados a hacer, sería para ellos irrealizable en adelante.
“Este bien –añade Mons. Czalcky, según cuenta M. de Dreux-Brézé- hay que enfocarlo ahora desde otro punto de vista, nuestros adictos deberán intentar llevarlo a cabo en otro terreno; este punto de vista es el reconocimiento del hecho de la transformación de Francia en una república y el de la aceptación de esta transformación”.
¡Estas expresiones eran pasmosas! No solamente prefiguraban una filosofía del “sentido de la Historia” irreversible, sino que parecían indicar una ignorancia total de los esfuerzos de propaganda de los republicanos para conquistar a las masas. No lo habían conseguido a la primera, ni fácilmente y, aunque el nuncio lo dijera, no estaban seguros de tener siempre ventaja. Después de todo, hacía solamente diez años, ¡no había más que cinco diputados republicanos en el Cuerpo Legislativo!
Parecía que el nuncio no aprendía nada de esta lección de propaganda dada por los republicanos. Lo que le interesaba era intentar formar una fuerza nueva con los católicos arrancados de sus fidelidades políticas.
“Yo me permití contestar a Mons. Czalcky –prosigue M. de Dreux-Brézé- indicándole que sus proposiciones, que su programa, eran para un legitimista absolutamente inaceptables; que aceptándolos, si fuese posible adoptarlos, los realistas ya no serían comprendidos por nadie; que, haciendo esto, en lugar de acrecentar su autoridad moral sobre la población entre la que vivían, perderían la que aún les aseguraba la estima y el respeto que les rodeaba”.
Se perdieron los principios y no se obtuvieron los votos.
Los únicos que se beneficiaron de la situación fueron los radicales. León XIII les hacía el juego anulando la oposición que más podían temer, e incluso escribiendo al presidente de la República pidiéndole que “usase de su autoridad, para que fuesen restablecidas las buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado”.
Jules Grévy respondió fríamente que si las cosas no iban bien entre la República y la Iglesia, la causa era “la actitud hostil de una parte del clero respecto a la República, en las luchas que aún sostiene diariamente contra sus mortales enemigos”. Y añadía: “En este funesto conflicto, desgraciadamente, tengo muy poco poder sobre los enemigos de la Iglesia. Pero Vuestra Santidad tiene mucho poder sobre los enemigos de la República”.
León XIII quedó atrapado en este engranaje. Obligó a exigir a los católicos su adhesión a la República. La intrusión política era flagrante y resultó ser desastrosa: incapaces de adueñarse del poder por las elecciones, los “ralliés” tuvieron que soportar las leyes de descristianización que votaba alegremente la Cámara de los diputados.
“Los católicos podían maldecir el laicismo, pero desde el momento que no habían podido adueñarse del poder político que les habría dado la fuerza de legislar a su conveniencia, no podían reprochar con razón al gobierno que aplicase su legislación”.
Habían aceptado la ley del número y debían aceptar sus decisiones.
León XIII se dio cuenta pronto que el cuerpo electoral estaba manipulado por las Logias y que en la democracia moderna el verdadero poder era la Francmasonería. Creo que en el fondo pensó entonces en organizar en torno a las parroquias una especie de “contramasonería” para entorpecer la labor de las Logias. En todo caso no ahorró sus ataques contra la masonería en sus encíclicas.
León XIII alentó una vasta campaña antimasónica pero, atacar a la Masonería sin tocar el régimen que ella dominaba, era un combate perdido de antemano.
Sin embargo, León XIII se aferraba más que nunca a su política del “Ralliement”, que fue oficialmente propuesta a los católicos franceses por el cardenal Lavigerie, en noviembre de 1890 en Argel:
“Cuando la voluntad de un pueblo se ha asegurado de que la forma de gobierno no lleva consigo nada contrario, como lo proclama últimamente León XIII, a los únicos principios que pueden hacer vivir a las naciones cristianas y civilizadas… no queda más que la adhesión sin segunda intención a la forma de gobierno llega el momento de… sacrificar todo lo que la conciencia y el honor permitan… para la salvación de la Patria.
Así pues, ya quedaba “bautizada” la República...
(continúa)
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