(II)
…Pero el error político no era menos evidente. El cardenal había hablado de una forma de gobierno que no tenía nada en contra de los principios, únicos capaces de hacer vivir las naciones cristianas. Ahora bien, la ley del número no reconoce principios, sino solamente la voluntad momentánea del número. Si el número –la mayoría- dice: Dios no existe, la legislación está obligada a aplicar la negación de Dios, por lo menos hasta el próximo capricho de la mayoría.
A la Monarquía tradicional, católica, al Soberano al que la consagración confería un sacramento, León XIII acababa de sustituirlo por la adhesión obligatoria a un régimen sin principios, cuya característica era incluso el no tener ninguno, y todo con el pretexto de que el partido clerical se adueñaría de él, por medio de unas “buenas elecciones”; pero esas elecciones ¿las ganaría?
En enero de 1892, los cardenales franceses publicaron una carta comprometida para Roma, a la que de alguna manera devolvían su dialéctica. Los cardenales franceses admitían el punto de vista de León XIII, pero añadían, recogiendo palabras del Papa, que “si levantamos la voz es para pedir que las sectas anticristianas no tengan la pretensión de identificar con ellas al gobierno republicano y hacer de un conjunto de leyes antirreligiosas la constitución esencial de la República”.
Extraña protesta, pues las sectas no introducían estas leyes por la fuerza, sino de la forma más legal del mundo, por los votos de la Cámara de los diputados, los cuales habían sido elegidos por el pueblo soberano.
Protestar contra la legislación republicana es no reconocer la legitimidad de la ley del número.
Oponiendo la ley de Dios a la ley del Número, los cardenales condenaban el mismo régimen republicano, pues el hecho de que una mayoría impusiese, desde hacía doce años, una legislación anticristiana no era lo más grave, pues ésta podía cambiar –e incluso esto era la única pequeña esperanza de los cardenales-, el hecho grave, era que Dios ya no estaba en el centro del sistema social. Era ya una simple “idea” sometida cada cuatro años al Número.
De reconocer al Rey, sagrado Lugarteniente de Dios en la Tierra, que reconocía como Ley del reino la Ley divina, los cardenales en 1892 tenían que reducirse a… ¡¡“la aceptación franca y leal de las instituciones republicanas” y a la restricción mental de la “firme resistencia a las intrusiones del poder secular en el dominio espiritual”!!
Es asombroso comprobar en qué condiciones psicológicas se hizo el “Ralliement”. Si se hubiese notado, previamente, alguna moderación en la legislación antirreligiosa, una simple voluntad de diálogo, de compromiso, por parte de la República, tal pacto se hubiera podido admitir, pero la situación no era en absoluto favorable: la persecución era feroz, la mayoría republicana vencía regularmente a los candidatos católicos, y éste es el momento que Roma elige para imponer a los católicos franceses su adhesión a la República.
Pío VII, consagrando emperador a Bonaparte, terminó la Revolución, restauró la monarquía –por una sustitución de dinastía, sin duda, pero permaneciendo fiel en gran parte a la organización tradicional de la sociedad, restaurando a la Iglesia en la mayoría de sus derechos legítimos; pero en 1892, León XIII estaba consolidando un régimen anticristiano en su legislación y ateo en sus principios.
En la encíclica «Au milieu des sollicitudes », publicada en febrero de 1892, León XIII intervenía abiertamente en la política francesa justificando su proceder mediante la distinción entre formas de gobierno que tuvo Francia (el imperio, la monarquía y la república) y fines de esos gobiernos, todos lícitos con tal de dirigirse al bien común. Todas ellas como perfectamente lícitas para los católicos.
Se recuerda -decía León XIII- que todos los individuos están obligados a a aceptar estos gobiernos y a no intentar nada para derrocarlos o cambiar esa forma.
Así, tras haber explicado que las naciones evolucionan bajo la presión de las circunstancias históricas o nacionales pero siempre humanas, en definitiva, ¡¡lo que León XIII proponía era detener la historia en la III República!!
Lo grave era que la República a la que León XIII pedía a los católicos que se adhiriesen, prohibiéndoles cualquier intento de derrocarla, era fuertemente anticristiana. ¡¡Y nada menos que a eso, el Papa se refería eufemísticamente como “una dificultad”!!
“Se presenta una dificultad -escribía- se hace notar que esta República está animada de sentimientos tan anticristianos, que los hombres honrados, que los católicos no podrían aceptarla conscientemente. Se habrían evitado estas lastimosas divergencias, si se hubiera tenido en cuenta la distinción entre poderes constituidos y legislación.
La legislación difiere tanto de los poderes constituidos y de su forma, que bajo el régimen cuya forma fuese la más excelente, la legislación podría ser detestable (y viceversa). La legislación es obra de los hombres investidos de poder. Las leyes serán pues, buenas o malas, según que los legisladores tengan el espíritu imbuido por buenos o malos principios”.
Esto era totalmente cierto, pero lo que no lo es, es que cualquier régimen favorezca los buenos principios. El hombre democrático, que hace profesión de no reconocer ninguno, abre la puerta a los malos principios y deja que los espíritus se contaminen en nombre del liberalismo; y la Iglesia que se esfuerza en proteger la inteligencia, las costumbres y la virtud, aceptando el liberalismo, compromete virtud, costumbres e inteligencia.
El curso de la historia lo ha demostrado sobradamente.
León XIII podía hacerse aún algunas ilusiones. Nosotros, no. Bien es verdad que lanzaba una amenaza contra la III República pero, como no la alcanzaba en su esencia, era bastante inútil:
“El respeto a los poderes constituidos no puede imponer la obediencia sin límites a cualquier medida legislativa promulgada por esos mismos poderes… En consecuencia, jamás se pueden aprobar puntos de legislación que sean hostiles a la religión y a Dios; por el contrario es un deber reprobarlos”.
Pero este era el punto de vista de la Iglesia. La democracia es indiferente a este aspecto de las cosas. Sólo conoce una ley: la voluntad de la mayoría. Si la Iglesia se somete a ella, viola la ley divina, si resiste, viola la ley democrática.
Lo que se ventilaba en todo este asunto que una cosa era la diplomacia de la Santa Sede, obligada a mantener relaciones con los gobiernos “de facto” que existían en el mundo (lo que estaba en la base de la medida de León XIII), y otra cosa, el comportamiento de los ciudadanos católicos de esos Estados que, como tales ciudadanos tenían derecho a pensar y decidir que un régimen basado sobre la voluntad fluctuante del número, no reconocedor de ninguna ley fundamental intangible, ni de ninguna moral determinada, no era el idóneo para asegurar el bien de la Iglesia y el bien de la comunidad nacional y, en este punto, los ciudadanos eran los únicos jueces.
****
En su carta a los cardenales franceses, que reforzaba en cierta manera la encíclica «Au milieu des sollicitudes », León XIII tres meses más tarde reafirmaba que los católicos debían “aceptar sin reservas… el poder civil en la forma en que de hecho existe… Aceptad la República, es decir, el poder constituido y existente entre vosotros, respetadlo, sedle sumisos, como representando el poder venido de Dios”.
¡La República del Gran Oriente representando el poder venido de Dios!
Los franceses no daban crédito a lo que oían.
¿Pero por qué no dejaba a los franceses la libertad de considerar qué instituciones les convenían?
Además había contradicción en esas palabras papales: si los franceses se había dado ese régimen, los franceses podían perfectamente cambiarlo. Los monárquicos que no lo querían estaban tan en su derecho de querer derrocar la República como los republicanos lo habían estado de derrocar la Monarquía. Y, en el fondo, sólo les hubiera faltado triunfar para que León XIII hubiera lanzado otra encíclica para imponer la adhesión a la Monarquía.
A pesar de la intriga papal, en junio de 1892 el grupo realista de la Cámara votaba esta declaración:
“Como católicos, los realistas se inclinan ante la autoridad infalible del Santo Padre en materia de fe; pero como ciudadanos reivindican el derecho de pronunciarse libremente en laas cuestiones que afectan al futuro de su país. La forma de gobierno es una de esas cuestiones. Debe ser resuelto en Francia por franceses. Tal es la tradición nacional. La Santa Sede jamás ha pedido a los partidarios de los regímenes anteriores el olvido de su fidelidad y la renuncia a sus esperanzas”.
Esto suponía la división irremediable de la derecha, que iba a ir a las elecciones en orden disperso. La presencia de un candidato “rallié” no conseguía más que dar oportunidades suplementarias a los candidatos de izquierdas.
¡Con lo fácil que hubiese sido resolver todo este problema, complicado inútilmente por las consignas abusivas de León XIII!
Sencillamente, los católicos podían haber sido invitados a votar por los candidatos que se comprometiesen a abolir la legislación antirreligiosa, cada uno bajo su bandera, defendiendo los interese nacionales sin descuidar, por ello, los intereses religiosos.
****
La política de León XIII resultó un fracaso total. De 575 diputados, en las elecciones que siguieron a la orden dada a los católicos de adherirse a la República, no fueron elegidos más que 35 de los “ralliés” y los dos que más garantizaban las miras políticas de León XIII, Albert de Mun y Jacques Piou, fueron derrotados.
Entonces comenzó la larga espera de “unas buenas elecciones”. Habían sido vencidos, pero la próxima vez esperaban ganar.
Así fue como la Derecha, corrompida lentamente durante esta interminable espera, decepcionada siempre, comenzaba a derrumbarse. Un inmenso escepticismo, una repugnancia profunda aquejaba a unos hombres a los que se había dicho bruscamente que la legitimidad no existía, que los juramentos no contaban, que las ideas eran intercambiables, relativas.
Pero, en el otro bando, la izquierda no cesaba de triunfar porque caminaba en el sentido de sus principios.
Las Logias, entretanto, seguían complaciéndose en humillar a los “ralliés” haciendo votar una legislación cada vez más antirreligiosa, expulsando a los monjes, laicizando la Escuela en donde iban a formar su nueva juventud, en fin, separando oficialmente el Estado de la Iglesia.
El ministro de Justicia, M. Darlan declaraba al Senado:
“Señores, ¿es que la actitud del Papa ha tenido alguna influencia sobre nuestras doctrinas, nuestros actos?... No dejaremos decaer de nuestras manos ninguna de las leyes que el parlamento ha dado al País”.
El masón F. Doumer declaraba que “en política, como en la guerra, la pacificación solo es aceptable cuando el enemigo está vencido, aniquilado..,”
Clemenceau advertía a los “ralliés”:
“Me dicen que quieren separar la Iglesia de los partidos hostiles a la República… Es una empresa por encima de las fuerzas humanas porque los dos elementos que quieren juntar se excluyen”.
Y, a todo esto, qué habían ganado los “ralliés”? Nada. Habían dividido a las fuerzas conservadoras y ni siquiera habían forzado las puertas de la República. Se los dejaba en la puerta y encima se burlaban de ellos.
****
Los “ralliés” continuaron siendo vencidos en 1893, vencidos en 1898, vencidos en 1902. Y también en 1906, en 1910, en 1914, hasta que su nombre mismo desaparece del vocabulario político. La República lo había arrastrado definitivamente sin ellos y contra ellos.
A partir de entonces vinieron las consecuencias.
Los espíritus, entregados sin defensa a las más destructivas ideologías se corrompieron; las costumbres se degradaron; la corrupción del Estado acompañó a la de la sociedad. No habiendo ningún principio que mantuviese unida a la comunidad, la noción misma de comunidad quedó borrada.
Cada uno reivindicó para sí. Hubo clanes, partidos, grupos de presión. La opinión arrastrada por los periódicos y después por la radio fue una presa fácil para la plutocracia que poseía estos medios de propaganda. La democracia derivó en plutocracia sin darse ni cuenta.
Todos los cuerpos sociales fueron contaminados fácilmente y simultáneamente por una misma decadencia. El clero no escapó a ella, bebió los venenos del siglo y el mal se introdujo en la Iglesia. Los hombres de Iglesia, como los demás, comenzaron a decir las mismas palabras, a escuchar al siglo, en lugar de adoctrinarlo.
Marcadores