APUNTES SOBRE "EL PROTESTANTISMO" DE BALMES





El pensador catalán y españolísimo Padre Jaume Balmes.


CONSIDERACIONES SOBRE “EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO EN SUS RELACIONES CON LA CIVILIZACIÓN EUROPEA” DE JAIME BALMES.

Manuel Fernández Espinosa

Jaime Balmes Urpía, nacido en Vich en 1810 y muerto muy joven en 1848, es uno de los pensadores más recios de nuestro pensamiento español. Fundó en Madrid “El Pensamiento de la Nación” y es conocido por su libro “El Criterio”.

Sin embargo, me voy a servir de “El protestantismo comparado con el Catolicismo…” para hacer unas consideraciones que espero que sean oportunas y aprovechables al lector.

Si “El Criterio” es la obra más famosa, “El protestantismo comparado” es su obra más monumental y ambiciosa de toda su producción. En la Primera Edición Crítica de sus “Obras Completas”, a cargo del jesuita P. Ignacio Casanovas, año MCMXXV, que es la edición que manejo en mi lectura, “El protestantismo comparado” ocupa cuatro generosos tomos.

Es la primera vez que me enfrento a la lectura de esta obra y diré que, desde la primera página, me ha captado la atención, espoleándome a estas consideraciones en el convencimiento de que la figura y obra de Balmes están prácticamente olvidadas y, muy probablemente, los lectores del siglo XXI no tengan la favorable ocasión de aproximarse a esta obra monumental.

PRIMERA CONSIDERACIÓN.

Balmes no se amilana. Él vivió un tiempo en que los “protestantes” eran herejes. Por eso, al pan, pan y al vino, vino: el protestantismo no puede ser considerado sino como una herejía, una desviación doctrinal que no reformó la Iglesia, sino que la vino a convulsionar con todo el empuje colérico del Infierno.

En los libros de Historia se habla de la “Reforma protestante”. Si los libros de Historia que se escriben de un tiempo a esta parte fuesen veraces no hablarían de “reforma”, sino de lo que verdaderamente fue el “protestantismo”: Revolución religiosa.

La Revolución Cultural del Renacimiento tuvo varias faces: una revolución científica que transformó la imagen del universo (del geocentrismo aristotélico-ptolemaico al heliocentrismo), a todo ello contribuyeron los descubrimientos geográficos de los siglo XV y XVI y, algo con lo que Balmes cuenta, un invento que podría ser considerado como el ariete de una tímida, pero real revolución industrial: la imprenta.

La sedicente “reforma protestante”, por más que se empeñen en denominarla “reforma” no consistió en otra cosa que en una gran rebelión de los espíritus. Rebelión, pero ¿contra qué?

Balmes nos lo dice con claridad meridiana: rebelión contra la autoridad espiritual que tradicionalmente ejercía su benéfica influencia sobre los Estados y las almas de Occidente: el Papado.

“Trataron –nos dice Balmes-, sí, de derribar la autoridad legítima, pero con el fin de usurpar ellos el mando: es decir, que siguieron la conducta de los revolucionarios de todas clases, tiempos y países; quieren echar al suelo el poder existente para colocarse ellos en su lugar”.

Ese revolverse contra Roma fue en Lutero, Zuinglio, Calvino y los demás un cuestionar la autoridad al Romano Pontífice y a la Iglesia Católica, tratando de arrebatarle el poder. Para eso recurrieron a excusas como pudieran ser la presunta situación de laxitud que imperaba en la Cristiandad.

Contra la autoridad y el Magisterio de la Iglesia los protestantes enarbolaron el principio de “libre examen”. Cualquiera era bueno para leer las Sagradas Escrituras, interpretándolas a su antojo. Esto explica la multitud de sectas protestantes, lo que hace del Protestantismo un movimiento herético que no presenta principios sólidos, incapaz de crearlos.

Como Balmes apunta, el Protestantismo no puede ser combatido sino como lo hiciera Bousset: “Ésta es la razón de no haberse encontrado arma más a propósito para combatirle que la empleada por el ilustre obispo de Meaux: “Tú varías, y lo que varía no es la verdad” […] El solo título de la obra debió hacer temblar a los protestantes: es la “Historia de las variaciones”, y una historia de las variaciones es la historia del error”.

Con el Protestantismo se instaló en occidente el mismo vicio que lo había generado: el prurito de novedades, el afán de innovaciones en las ideas lo mismo que en las costumbres. Un mal que, como no se le oculta a nadie, todavía sufrimos. Es uno de los grandes males de la modernidad que puede expresarse, si se nos permite, con la inversión del dicho castellano, inversión que se cifraría en: “Más vale el mal por conocer que el bien conocido”.

Pero todo hombre sensato convendrá en que la verdad no puede variar, sólo el error muda de disfraces, travistiéndose y transmutándose en una horrorosa orgía de despropósitos y dislates.

El diablo –padre de la mentira- es un gran estratega: primero había que dividir a los pueblos de Europa. España permaneció católica y puso toda la carne –y el oro de América- en los asadores de los campos de batalla de Europa. El esfuerzo de nuestra Patria, el sacrificio de nuestros antepasados no puede ser baldío. La sangre española que regó los agros de Flandes y Alemania por la Fe Católica no es, como quieren algunos historiadores avaros, una empresa estúpida que nos desgastó. Es cierto que las riquezas que afluían a España, provenientes de América, llenaban las arcas de los banqueros sin escrúpulos judíos e italianos de Europa; es verdad que nuestra hegemonía pudo decaer por el esfuerzo de guerra de España. Nuestras glorias y nuestra grandeza nunca nos la pudo perdonar la Sinagoga de Satanás, y en el siglo XIX la francmasonería se encargó de fragmentar nuestra Unidad Transoceánica, levantando a las Españas de Ultramar contra su Madre Patria Peninsular.

Pudimos desgastarnos en esa empresa, pero a diferencia de ese reyezuelo oportunista que dijera aquello de “París bien vale una Misa”, los españoles siempre podremos decir muy orgullosos que: “La unidad católica de Europa bien valía un Imperio.”

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