BALMES Y "EL PROTESTANTISMO": CONSIDERACIONES SOBRE LA IDENTIDAD CATÓLICA DE ESPAÑA
BALMES Y “EL PROTESTANTISMO”.
Será en la “sinopsis” de “El protestantismo comparado” en donde Jaime Balmes registre el principio básico del protestantismo:
“El principio esencial del Protestantismo es la negación de toda autoridad religiosa, o, en otros términos, el espíritu privado; examinándole en todas sus faces, en todas sus épocas, en su nacimiento y en su desarrollo, le hallaréis vario en todo, sólo constante en la resistencia a la autoridad. Es decir, que su elemento constitutivo es un principio disolvente.”
Pero las consecuencias que eso entraña no pueden ser otras, como bien apunta el sabio catalán, que el ateísmo. Nos recuerda una frase atribuida al padre de Henri de Montaigne: “Esto es lo que dictaba al padre del célebre Montaigne el simple buen sentido, pues aunque sólo alcanzó los primeros principios de la Reforma sabemos que decía: “Este principio de enfermedad degenerará en un execrable ateísmo”.”
Uno de los capítulos más interesantes del ensayo balmesiano es el títulado “España y el protestantismo”. Que España no se contaminara de protestantismo hacía de nuestra Patria una nación saludable. Balmes nos refiere una anécdota que tiene lugar en el jardín de la casa del político inglés Pitt. Otoño de 1805, mientras que Pitt ofrece una comida a sus amigos llega la noticia de la derrota de Ulma. “Todo está perdido, ya no hay remedio contra Napoleón” –dijera un comensal. Pitt, haciendo gala de ese temple flemático que caracteriza a los ingleses, contestó:
-Todavía hay remedio, todavía hay remedio si consigo levantar una guerra nacional en Europa, y esta guerra ha de comenzar en España.
Pitt añadió que sólo España era “la que puede libertar la Europa”. Este estadista británico era consciente de la salud íntima del pueblo español y se dispuso a sacarle partido. Y si el pueblo español gozaba de esa sanidad era por no estar afectado hasta ese momento por principios disolventes, como lo es el protestantismo. Aquí el papel de la Inquisición, tan denostada y tan incomprendida. España nunca estará lo suficientemente agradecida a los servicios que prestó el Santo Oficio para la preservación de nuestro pueblo contra todo virus ideológico extranjerizante.
Pero, apunta Balmes: “No es raro que la marcha de las cosas traiga combinaciones tales que las mismas ideas nacionales que un día sirvieron de poderoso auxiliar a las miras de un gabinete le salgan otro día al paso y le sean un poderoso obstáculo, y entonces, lejos de fomentarlas y avivarlas, lo que le interesa es sofocarlas.”
“Lo que puede salvar a una nación, libertándola de interesadas tutelas y asegurándole su verdadera independencia, son ideas grandes y generosas, arraigadas profundamnte en el corazón por la acción del tiempo, por la influencia de instituciones robustas, por la antigüedad de los hábitos y de las costumbres…” –nos dice Balmes.
Y eso que pudo salvar a España y, con España, a Europa que fue salvada por nosotros, podría estorbar, una vez desaparecida la amenaza napoleónica, a los intereses de ese Imperio de la piratería que fue el fundado y mantenido por Inglaterra.
Inglaterra introdujo a sus “misioneros” en España. Así es como entenderemos el viaje por la Península realizado por George Borrow que desembarcó en Lisboa en 1835 para “propagar” la Biblia protestante en la Península Ibérica, sus peripecias nos las cuenta en su curioso libro “The Bible in Spain”.
Puede decirse que las incursiones protestantes a territorio hispánico fueron muy contadas y poco fructíferas para el protestantismo. Pero si el protestantismo no pudo arraigar en nuestro suelo patrio, sí que echó raíces en su versión secularizada, el liberalismo. En ese sentido, el liberalismo, trasunto secularizado de los errores del protestantismo (basado en principios tan disolventes como la herejía), hizo acto de aparición en España, justo en los mismos momentos en que el pueblo español pugnaba por su libertad contra las ínfulas de Bonaparte.
La mayor parte de los pronunciamientos liberales del siglo XIX están relacionados con Inglaterra. El de Cabezas de San Juan granjeó a sus cabecillas, el más destacado de ellos fue Rafael de Riego, el título de “héroes” ante la opinión pública británica. Y no era para menos, pues con el triunfo de ese pronunciamiento liberal Inglaterra encontraba campo expedito para ayudar a la “emancipación” de los separatistas americanos en rebeldía contra España.
Donoso Cortés lo previno en 1847: “Lo que tenemos que temer nosotros de la Inglaterra, lo que por la Inglaterra se está realizando ya, si puede decirse así, es el rompimiento de nuestra unidad territorial” (Discurso en el Congreso de los Diputados, 4 de noviembre de 1847.)
Gibraltar, base británica en la península desde nuestra Guerra de Sucesión, fue un foco de irradiación de la masonería tanto como del liberalismo. Piénsese que Gibraltar era algo así como el “santuario” de los liberales españoles que se refugiaban allí cuando sus pronunciamientos resultaban fallidos y de allí venían a España a ocasionar trastornos políticos.
El liberalismo echó raíces, pero su arraigamiento se tuvo que dilatar en el tiempo. Balmes nos ofrece una reflexión magistral sobre la marginalidad de las ideas disolventes –protestantismo y liberalismo- en sus primeros inicios en España: “…el principio religioso rechazado –dice Balmes- por la sociedad encontraría su apoyo en los hombres influyentes en el orden político”. Estos políticos, los primeros en afectar el contagio de las ideas disolventes ejercieron toda la fuerza posible para realizar una obra de “ingeniería social”: comenzó la corrosiva obra de la secularización de España. Pero, no obstante, en los inicios del proceso la marcha de esa labor diabólica se hizo lenta.
Contra lo que algunos interesados quieren hacer creer el liberalismo español fue algo despreciado por el pueblo más robusto, sólo aplaudido por señoritos grotescos decadentes –algunos homosexuales como Martínez de la Rosa- y ridículos émulos de las modas europeas.
“Ésta es una de las diferencias –dice Balmes- más capitales entre nuestra revolución y la de otros países; ésta es la clave para explicar chocantes anomalías: allí las ideas de revolución se apoderaron de la sociedad y se arrojaron en seguida sobre la esfera política; aquí se apoderaron primero de la esfera política y trataron en seguida de bajar a la esfera social; la sociedad estaba muy distante de hallarse preparada para semejantes innovaciones, y por esto han sido indispensables tan rudos y repetidos choques”.
La historia de la guerras carlistas podría ser vista, apuntamos nosotros, como prolongación de la Guerra de la Independencia; pero, desde sus comienzos, los enemigos contra los que lucharon los tradicionalistas españoles no eran extranjeros; por desgracia los enemigos de España eran ahora algunos españoles: todos esos españoles que pasaron a formar parte de los contingentes cipayos –crédulos liberales al servicio de Gran Bretaña y a la mayor gloria de los intereses extranjeros.
Fundar el patriotismo español –como algunos contemporáneos hacen- sobre la Constitución (bien sea la de Cádiz, bien sea la de 1978) es un dislate. El “patriotismo constitucionalista” de algunos es una estafa patriótica: España, lacayos de la modernidad, existe con anterioridad al asiento de las constituciones liberales y disolventes.
El funesto dominio liberal en España convirtió a nuestra Patria en una colonia de las logias francmasónicas británicas y francesas. La recuperación de nuestra independencia no puede soslayar la “conversión” profunda de esta España apóstata de nuestros días en una España católica venidera que hemos de traer nosotros a la realidad. Puede haber patriotismo español sin Constitución, pero no puede haber patriotismo español, no puede haber España, sin catolicismo.http://librodehorasyhoradelibros.blogspot.com/
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