Sobre cómo la Conferencia Episcopal dio vía libre al divorcio en España (1977-1981).
El Magisterio pontificio posibilitaba firmemente que el episcopado español hubiera hecho una dura labor de obstrucción al divorcio civil:
Tanto León XIII en 1880 , como Pío XI en 1930, Pío XII en 1942, Juan XXIII en 1961, Pablo VI en 1970, Juan Pablo I en 1978 y Juan Pablo II en 1980, habían mostrado su más abierta oposición hacia la disolución de un vínculo, el conyugal, que se fundamentaba en la indisolubilidad.
No lo hacían basándose sino en las Sagradas Escrituras, que constituían y siguen constituyendo la base documental e incuestionable sobre la imposibilidad de la ruptura del vínculo conyugal.
Hasta la muerte de Franco, la aprobación de una ley civil que regulara la ruptura conyugal no es que no fuera posible, es que era absolutamente implanteable, en consonancia con el Magisterio de la Iglesia, base legal de aquella España anterior a 1976.
Frente a ello, tras la llegada de Juan Carlos, el cuestionamiento de la prohibición del divorcio en España fue una de las primeras cuestiones morales que se pasaron a debatir en base al “pluralismo democrático” y a la laicidad que por entonces unos y otros trataban de implantar en España.
Llama la atención, en todo aquel proceso de relajamiento moral y de descristianización, cómo fue la propia Conferencia Episcopal española (órgano de gobierno de los obispos españoles) la que solapadamente admitía la posibilidad de introducción del divorcio en la sociedad española, incluso previamente a que la autoridad civil (los distintos gobiernos de Adolfo Suárez) se hubiera pronunciado en ningún sentido.
La posición pro-divorcista de la Conferencia Episcopal fue una dejación vergonzante, novedosa y radicalmente contraria a la postura episcopal en otros países católicos, como Italia o Brasil, donde los obispos respectivos se habían opuesto radicalmente a las leyes divorcistas, siguiendo las directrices seculares del Magisterio, absolutamente condenatorias.
Ello es explicable conociendo que la Conferencia Episcopal había pasado a ser dominada por el progresismo desde junio de 1971, tras la muerte de monseñor Casimiro Morcillo y la llegada al cargo de monseñor Tarancón.
La razón de tal postura permisiva en España radicaba en que, durante la llamada “Transición”, la (progresista) Conferencia Episcopal Española actuaba frente a los católicos españoles no como portadora de la Doctrina del Magisterio ni como defensora de los derechos de los católicos españoles frente a los sucesivos gobiernos, sino al contrario: más bien preparando a los católicos a vivir en un ambiente descristianizado, y paralelamente, haciendo ver a los sucesivos gobiernos reformistas que, por lo que respectaba a los católicos, éstos no iban a suponer ningún obstáculo a la descristianización de España (que dichos gobiernos iban realizando gradualmente y sin oposición de ningún tipo).
Ese presupuesto es básico para entender los llamamientos al “mal menor”, que también por entonces se debatía entre los obispos españoles.
Porque, aunque de cara al exterior, para la Conferencia Episcopal española, la disyuntiva parecía darse entre dos males: o el mal de prohibir el divorcio (imposibilitando rehacer su vida a algunos cónyuges fracasados) o el mal de que pasara a haber divorcios masivos en España por la aprobación de leyes divorcistas, el problema no era ese realmente, el auténtico mal para los obispos no era sino ser tenidos por reaccionarios, franquistas y retrógados si aplicaban las directrices pontificias del Magisterio, en tanto que eran absolutamente coincidentes con las de la España de Franco, y absolutamente condenatorias de las leyes del divorcio.
Era la problemática del divorcio una ocasión propicia, a los obispos, de marcar distancias con el Régimen de Franco y, de paso, adquirir patente de progresistas de modo definitivo ante los nuevos amos de España: erradicar de España las directrices del Magisterio pontificio que coincidieran con los postulados del anterior Régimen era una buena manera de demostrar su “antifranquismo”, su voluntad de “apertura” y sus credenciales “democráticas”.
La Conferencia Episcopal parecía actuar presuponiendo que, puesto que el divorcio acabaría siendo una realidad en España, de un modo u otro, a mayor o menor plazo, convendría que, al menos, llegara una ley de divorcio “cristiana y moderada”, no tan radical como sería de provenir de futuras manos socialistas o comunistas.
Conociendo por otros precedentes de países católicos que, a largo plazo, se acababa siempre aprobando el divorcio a pesar de los obispos respectivos... ¿para qué oponerse los obispos españoles? ¿no sería mejor, en tal caso, según ellos luchar por una ley divorcista “buena” en sentido “cristiano”, aun contrariando el Magisterio papal...?
Ahora bien; tal artimaña es condenable sin paliativos; pues, aunque el resultado práctico permisivo acabe siendo el mismo, ante Dios y ante los hombres queda bien claro el cumplimiento del deber de obispo en el caso de oposición hacia leyes divorcistas, o su tremenda responsabilidad y culpabilidad en el caso de la permisión (fueren cuales fueren las disculpas alegadas para ello).
...Independientemente de la fuerza moral que una condena entonces hubiera dado a la Conferencia Episcopal para poder oponerse hoy día a capa y espada a los abusos contrarios a la Ley Natural de los gobiernos anticristianos de turno, ...y no tener que pasar un tupido velo de silencio hipócrita (confiando en la desmemoria y en las tragaderas de la incauta e ignorante feligresía actual) hacia aquella vergonzante etapa de siniestras complicidades, de la cual deriva, en buena parte, toda la actual catástrofe de España.
(Para mayor claridad, escribo a dos colores la distinta actitud de los obispos: en rojo la transigente de la Conferencia Episcopal y en azul la de los obispos contrarios a las leyes divorcistas)
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- Primera desvergüenza contra la inmensa mayoría católica de España:
“El legislador no está obligado siempre a dar categoría de norma legal a todo lo que es una exigencia ética”(Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, 1977)
Año 1977
La Comisión Permanente del Episcopado se reunió a principios de febrero de 1977. El choque entre el Derecho Natural y el Evangelio, por un lado, y la realidad política, por otro, provocaba un conflicto ideológico entre los obispos, que no encontraban la forma de resolver la situación. Por ello decidieron pasar el problema a la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe.
Los miembros de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe daban la impresión de no poseer un criterio propio, sino de encontrarse mediatizados por la opinión de los líderes de la Conferencia Episcopal (Tarancón, Jubany..). Aunque recordaban obviedades como que «el divorcio es de suyo un mal para la sociedad», que «la mera posibilidad legal del divorcio es ya una invitación al mismo», que «este tipo de legislación es prácticamente irreversible» o que «induce a muchos a identificar lo legalmente admitido con lo éticamente lícito», discretamente parecían sugerir un cierto consenso con el poder político, para que éste obrase en consecuencia.
El argumento (no católico) utilizado por dicha Comisión para lavarse las manos y dar vía libre al poder político (centro-derechista) fue éste:
«...Esto no significa que el legislador esté obligado siempre a dar categoría de norma legal a todo lo que es una exigencia ética, o que deba reprimir con medidas legales todos los males en la sociedad. La tutela de ciertos bienes y la exclusión de males mayores pueden originar un conflicto de valores ante el cual el gobernante ha de poner en juego la prudencia política en orden al bien común, que si no puede prescindir de los valores éticos, tampoco debe desconocer la fuerza de las realidades sociales...»
Increíblemente, los obispos españoles en 1977, ya no solo no apelaban al bien común cristiano como fundamento del orden social y de la legislación de una nación católica (como la España de entonces), sino que apelaban también a unas “realidades sociales (¿cuáles? ¿ateas, anticristianas, heréticas...?)” que... ¡¡incluso ni siquiera tendrían por qué tener valores éticos!!
Es evidente que tal doctrina no es en absoluto propia de ningún obispo católico (como pastor que debe velar por los intereses católicos en la sociedad, sea cual sea ésta; no por los intereses del lobo), sino que más bien sería la postura propia de un legislador laico o anticatólico que, en todo caso alegara tener en cuenta otras “realidades sociales”, aparte de las católicas.
Porque con tal postura, los obispos ¿católicos? españoles más bien estaban defendiendo los intereses de algunos poquísimos no creyentes (y “antidemocráticamente”, por cierto) a no tener leyes católicas, que los derechos de la inmensa mayoría de españoles de entonces a ser gobernados por leyes católicas.
Y no se alegue la pretendida separación Iglesia-Estado para tal posición, pues tal teórica “separación” había sido pensada (...o ¿servido de disculpa?) supuestamente para todo lo contrario: para permitir una mejor y más libre defensa de los intereses y derechos de la mayoría católica por parte de los obispos católicos.
Son dos cosas completamente distintas: la separación Iglesia-Estado por una parte, y, por otra, la defensa de los católicos en un Estado donde existe tal separación. (Aunque lógicamente nadie repara en tal sutileza, dado que ambas posturas parten de un mismo y erróneo postulado derrotista que se sobreentiende perfectamente desde el postulado herético del “catolicismo liberal” decimonónico, raíz cancerígena de todo el proceso descristianizador contemporáneo: o sea, que los católicos han de ser católicos sólo en su conciencia, no socialmente)
Por otra parte, tampoco hubiera sido necesario entonces que los obispos dijeran nada para que el legislador (más o menos laico) diera pasos decisivos al respecto: una ley de divorcio, de aprobarse, se podría aprobar independientemente de la postura contraria de los obispos españoles.
Pero es que, en realidad, los obispos españoles con tal postura permisiva, trataban de hacer un guiño a los nuevos amos del entorno político: no estorbarles en nada y quitarse de paso la sospecha, que aún pudiera quedar, de haber sido colaboradores o simpatizantes con el régimen de Franco.
En fin; treinta años después, o sea, hoy día, los obispos parece que se escandalizan por leyes de aborto y de matrimonios homosexuales etc. Obra de un legislador que, desde 1977... según ellos afirmaban entonces, “no debía desconocer la fuerza de las realidades sociales” y podía dar fuerza legal a realidades “no éticamente” correctas.
Bien: “realidades sociales no muy éticas” son el aborto y las parejas homosexuales y así lo entiende el legislador actual. Parecería todo perfectamente lícito, desde el planteamiento de aquellos obispos en 1977.
Contrariamente a esa postura derrotista, un obispo, monseñor Barrachina, publicó en febrero de 1977 una instrucción pastoral recordando no sólo la doctrina contra el divorcio y a favor de la indisolubilidad del matrimonio existente desde Pío IX, sino la histórica oposición de los pontífices a la ruptura de la unión conyugal, incluso cuando se trataba de poderosos monarcas de sus respectivas épocas A su parecer, se habían dado varias razones rotundamente equívocas para esgrimir la posibilidad del divorcio, como la indebida distinción entre matrimonio y sacramento. Recordaba que todo matrimonio (tanto de católicos como de no católicos) era indisoluble por Ley Natural; el matrimonio es una realidad anterior al Estado, por lo que el Estado no tiene nada que alterar sobre el vínculo conyugal.
Monseñor Barrachina encontraría apoyo a sus palabras en algunos otros obispos de diócesis poco relevantes.
Porque, frente a esa deslumbrante evidencia doctrinal, la Conferencia Episcopal prefería caminar por otros derroteros: doctrinalmente sabía que debía oponerse al divorcio, pero, políticamente, no quería dificultar el proceso de “democratización” de las instituciones políticas y de la propia sociedad española.
Esas indefiniciones y silencios de la Conferencia Episcopal fueron denunciadas por monseñor José Guerra Campos, obispo de Cuenca, en noviembre de 1977, quien satisfecho por el caso de Brasil, cuya jerarquía episcopal se había opuesto a la ley del divorcio, aprobada allí en junio de 1977, diría a sus fieles diocesanos: «Los Obispos del Brasil con ejemplar unanimidad (muy al contrario de lo que sucedía en España) se opusieron a la ley antes de su aprobación y no dejaron de reprobarla después de ser aprobada, fieles al Evangelio y nada preocupados por ir contra la «opinión» triunfante. Actitud muy conforme a lo que postula de los obispos el Sumo Pontífice. Y que hace destacar más el lamentable espectáculo de ambigüedades, cedimientos y aun complicidad, que se ofrece en España desde tribunas de alta responsabilidad eclesiástica»
Año 1978
Monseñor Guerra Campos, volvió a publicar otro documento titulado «Ideas claras sobre la ley civil del divorcio», incidiendo en que la indisolubilidad del matrimonio y la consiguiente exclusión del divorcio vincular constituía una parte fundamental de la Ley de Dios, y ésta es de obligado cumplimiento no sólo para todos los católicos, sino para todos los hombres. Y que, asimismo, los que defendían una ley civil del divorcio sólo tenían dos razones para postularla, el respeto a la libertad en una sociedad pluralista y la necesidad de evitar males mayores, pero en ambos casos el pragmatismo se impondría sobre la Palabra de Dios; y que la apelación al principio de libertad debe ser cuestionada, porque hay que recordar que el Concilio Vaticano II enseñaba que la libertad civil tenía que ser limitada por exigencias del bien común.
Debe captarse el distinto sentido de “bien común” para monseñor Guerra Campos (ó monseñor Marcelo González): bien común en sentido tradicional cristiano que no excluía llegar incluso hasta el martirio para defender la Fe ...y el “bien común” de la Conferencia Episcopal : consistente, a fin de cuentas, en ...no irritar a los nuevos amos de España, (potenciales asesinos de curas e incendiarios de templos) quitando obstáculos para la descristianización de España, al gusto de esos antiguos enemigos (y futuros nuevos amos).
En ese mismo año 1978 tres voces más del episcopado se alzarían contra lo que comenzaba a parecer como inevitable, aunque no hacían sino reflejar el carácter minoritario de oposición al divorcio dentro del episcopado. Lamentablemente, se trataba de diócesis sin particular protagonismo...
Porque en las diócesis de Madrid-Alcalá, Sevilla, Barcelona... por citar las diócesis de mayor importancia, el silencio episcopal era la pauta de conducta.
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