Soy monárquico con una preferencia marcada por la constitución tradicional de las Españas, que no sería absolutista ni dieciochesca, sino foral y católica. De todos modos, los guipuzcoanos de mi linaje ya han abandonado la Península, y yo, aunque quiera, como otros tantos, un «rey en el trono y hierro en las montañas», me tendré que conformar con una república federal (¡hasta cantonalista!) en mi país natal, pues creo que solo de esta manera se podría contener la ya normalizada malversación de fondos públicos de mi pequeña e insignificante patria. Hasta cierto punto, supongo, se me podría acusar de accidentalista heterodoxo; si bien preferiría una monarquía, considero más importante la salvación de la Nación español, que en estos momentos se suicida.
Propter quod proverbialiter dicitur illa maledictio: «Parem habeas in domo».
Le respondo yo, porque Sandro no se ha asomado por estos lares en más de nueve años, y no creo que se incline a volver al foro para redactar, con la maravillosa letra y estética que le caracterizaban, una respuesta contundente e irrefutable a la pregunta que usted le hace con apenas unos momentos de retraso. Le respondo, además, con palabras claras y concretas antes de expandirme: no, no somos iguales todos los ciudadanos, pues yo no soy del calibre de algunos de mis conciudadanos e indudablemente leo un poquito mejor que otros tantos; igualmente, usted encontrará que sus habilidades, para bien o para mal, no las comparten todos sus compatriotas.
No tiene usted que impresionarse, no tiene usted que afligirse o pedirme que concluya este discurso malicioso y cínico con rapidez, puesto que yo solamente expreso lo que puede observar cualquiera con la más mínima capacidad mental: en la práctica, no somos iguales. Al ser inexistente la igualdad del hombre, es lógico concluir que solo través de la fuerza ―vamos, de la autoridad gubernamental― se puede creer algo próximo a ello en una especie de estado forzoso y artificial, pero existente, razón por la cual Erik von Kuehnelt-Leddihn se muestra aterrorizado en su obra maestra y declara que habrá que escoger entre la libertad o la igualdad, al ser irreconciliables estos dos primeros elementos del lema triádico francés.
Ahora bien, la desigualdad, como decía, es completamente natural, pues sin jerarquía, al igual que el Ejército Popular Albanés después del 1966, estaríamos en un estado de desorden permanente. Esto no quiere decir, sin embargo, que no haya leyes que tengan que acatar todos los ciudadanos; somos todos iguales en el sentido de que no podemos, por ejemplo, secuestrar o asesinar a gusto. No quiere decir tampoco que no exista la justicia o la «equidad cristiana» del antes citado caballero austríaco, pues decía él: «Dos recién nacidos cristianos son espiritualmente iguales, pero sus cualidades físicas e intelectuales (esta última, por supuesto, en desarrollo) son desiguales desde el momento de concepción».
No se olvide, para cerrar, del honor y de la noblesse oblige, que han sido remplazadas, al cabo de nefastos siglos, por el equivalente humano de la conducta de la aves de rapiña. Al aristócrata, simplemente por su inclusión en el Libro d’oro y la concesión de los privilegios asociados, se le exigiría muchísimo más, como puede comprobar usted con el impôt du sang y, por quedarnos en el mismo país, la posibilidad de perder privilegios por medio de la llamada dérogeance.
No tengo tiempo para seguir, pero en algún otro momento escribiré unos pésimos párrafos comparando los costes de las monarquías europeas con las repúblicas, pues me parece que muchos se creen los cuentos chinos de la Corona ens roba, cosa que hay que explorar en mayor detalle. Aun así, en consideraciones de la constitución y concepción política del Reino, no creo que unos pocos millones de euros, que al fin y al cabo representan muy poco en los presupuestos del Estado, deban afectar nuestro juicio, ya que no buscamos la fórmula política más barata para gobernar España, sino la mejor.
Saludos en Cristo.
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