Y es que hay que ver que cantidad de sujetos se dedican a perder su estéril e inútil tiempo, en pretender demostrar los indemostrable. No les cabe en sus pequeñas, oscuras y estrechas mentes, que sus delirios materialistas no sirven para nada. Dicha convicción cuasi-religiosa no da resultados: sigue habiendo unas cuatro mil enfermedades que afectan al ser humano; seguimos asistiendo al espectáculo del hambre, la miseria, la degradación del ser humano y del medio ambiente. La prostitución y la drogadicción no se dan en los ámbitos religiosos, por más que haya cuatro curas -aunque el hábito no hace al monje-, mal contados entre el medio millón que dedican sus vidas a los demás. Que yo ignore y no escuche los sonidos de fuera de mi casa, no significa que no existan. Toda la colección de depravaciones, maldades y vicios, se dan fuera de los límites de la religión. Las bombas atómicas no las arrojaron personas consagradas, pero sí la mayor parte de los inventos que benefician al hombre, individual y colectivamente, han surgido de mentes profundamente creyentes en Dios. No resulta nada complicado preguntarse ¿por qué tengo que creer los desparrames mentales de un mamarracho que pintarrajea mamarrachos en lugar de en el Mensaje de alguien que nos habla de Redención y Salvación y hasta firmó con su propio sacrificio?

Y los hay que pretenden dar una imagen de seriedad, para eso escriben panfletos en forma de libros. Y es que esto de los libros tiene su miga, pues amparándose en la respetabilidad que nos inspira el formato que tienen, pueden contener las mayores barbaridades, los más grandes absurdos, encerrar toda la miseria moral de cualquier sujeto, de cualquier imbécil de baba. Volvemos a la afirmación de que el hábito no hace al monje. Un libro por el hecho de serlo no es necesariamente ni bueno, ni ciertos sus contenidos. En libros están encerradas todas las pérdidas de sus inútiles y estériles existencias de estos individuos dedicados a la más tonta y futil de las cuestiones que se plantean algunos que, o palpan, o se la pegan con la primera esquina de la mesa más próxima. Y es que yerran total y completamente en las únicas intenciones que tienen: primero, demostrar la imaginaria y delirante inexistencia de Dios, es decir, en un imposible metafísico -¿hasta cuándo habrá que recordarles la probatio diabolica? demasiadas veces, lo que es muestra de escasa inteligencia-, y, segundo, que no pueden convencernos a quienes si tenemos el tesoro de la fe. Es entonces cuando acuden al último de sus recursos, el más miserable y desgraciado de todos: la ofensa gratuita, el insulto, la pretensión de degradarnos hasta los mismos niveles animalescos de ellos.