(,,,) II MENÉNDEZ PELAYO
(Faro en la noche marina de España)
TIERRA Y MAR, DESDE CABO MAYOR
(…) Si el cine, que ha logrado ya hacernos ver —en unos minutos— el paciente proceso germinativo de una planta o un óvulo—, pudiera hacernos asistir a la secular formación de una roca abisal, quedaríamos pasmados al contemplar cuánto lento polvo, cuántos «apiñados terrones» (corpúsculos) se necesitan para que cristalicen mineralmente en peña: y que la piedra se hinche en roca, y la roca en cerro, y el cerro en montaña.
Del mismo modo, sería maravilloso presenciar —al ralantí— cómo, de la Tradición espiritual española en nuestra Edad Imperial —abrasionada y triturada por las catástrofes sísmicas de tres siglos y hundida en el mar del olvido—, pudo irse acumulando grano a grano, erudito a erudito, terrón a terrón, página a página, el túmulo ciclópeo que había de aflorar a superficie con la figura peninsular de Menéndez Pelayo. Emergida como triunfal arrecife, de la nada profunda y oceánica. Levantada sobre el mar como este Cabo Mayor: un ojo luminoso en la frente Menéndez Pelayo: faro nuestro, en la noche de España.
Precisamente a mí me ha gustado en mis libros desde siempre, presentar a nuestras juventudes la Historia española con la imagen plástica de una Montaña. Hasta el vértice de 1492 todo fue en ella proceso acumulativo. A partir de esa fecha verticilar hay un momento —casi un siglo— que todo es majestad: cima: cumbre: “latet in majestate natura”. Pero ya desde 1588 —desde la derrota de la Escuadra Invencible— el mar se come nuestra montaña : el viento meteoriza picos, denuda laderas.
Diaclasas o fracturas internas (las guerras civiles) ayudan a desmembrar la sacra mole. Hasta que al llegar el fin del siglo XIX —con el derrumbe final del 98— todo es ya nada. Todo es un mismo nivel líquido. Una auténtica “liquidación”.
De igual modo: la conciencia «histórica» de España que fue ascendiendo, ascendiendo, desde Séneca, desde San Isidoro, Alfonso X, Lulio, Don Juan Manuel, hasta Nebrija, Vives, Cervantes, Mariana, Suárez, Arias Montano, Caramuel, Quevedo —fue ya desde Quevedo hundiéndose en un abismo cerúleo y misterioso : en el silencio de los siglos—. Pero de ese silencio abismal había de renacer —sedimentándose— piedra a piedra, palabra a palabra, lo que perderse no podía: esa misma conciencia hispánica.
¿Puede señalarse el año 1591 —tres años después del derrumbe de la Invencible— como el primer conato de “sedimentación renaciente” sobre lo que perecía? En ese año se publicó un libro de Juan Costa «De conscribenda rerum historia» que era ya la continuidad, en cierto modo, de aquel canto total de nuestro imperio que empinara por 1553 Alfonso García Matamoros: «De adserenda eruditione sivi de viris Hispaniae doctis».
No vamos a señalar nombre a nombre, libro a libro los sedimentos tradicionales del proceso acumulativo anterior a Menéndez Pelayo. Pero sí sus etapas esenciales. El siglo XVIII fue el de la crítica meteórica —casi ciclónica— contra la masa total del bloque español. Hielos, arrasamientos, lluvias, lágrimas, nuberos, ventolines, nieves, amarguras. Fundada España sobre el magna Eogénico de Roma y de una fecunda Monarquía gótica —se pretende en el siglo XVIII trasladar —derivar— esta sustancia nucleal, hacia aguas lejanas y extrañas, para que valiesen, sus detritus rocosos, como canalizadora escollera y protección de ajenos navíos, como puerto mercantil de hostiles pueblos.
Todo parece deshecho, pulverizado, criticado, en el siglo XVIII. Pero en lo hondo del mar trabajan las arenitas por hacerse un montón y el montón otra vez peña. Este doble proceso contrario de crítica y sedimentación (negativo y positivo) se da en cada uno de los componentes españoles de este siglo.
Así, mientras Feijoo en su “Teatro Crítico” (1726-60) deshace creencias populares y racionaliza (tritura) bases espirituales de esencia intangible, por otra parte «salva», como él mismo dice, «Historia y glorias de España».
Jovellanos (1744-1810) tiene esa misma teoría entre lo nuevo y lo tradicional. Y esa es la íntima tragedia de todas las almas hispánicas del siglo XVIII.
Pero es de ese siglo de donde arrancan las bases del futuro renacer.
A Forner —le debemos— frente a la erosión francesa, la fundamental «Oración apologética por la España y su mérito literario» (1786). A Fray Martín Sarmiento el sedimento de sus «Memorias para la Historia de la poesía y poetas españoles» (1775). A Ferreras su «Sinopsis histórica cronológica de España» (1700-1716). A Burriel la copia de dos mil documentos del pasado español.
A Mayans, los «Orígenes de la lengua española» (1737) salvando del naufragio neo-clásico y enemigo la reliquia preciosa del «Diálogo de la Lengua»), de Valdés.
A Flórez, la colosal acumulación de su «España sagrada» (1747).
A Cerdá, la impresión, la liberación textual, de esenciales clásicos olvidados (García de Matamoros, Sepúlveda, Moncada, Alfonso el Sabio, Jorge Manrique, Fray Luis, Gil Polo...).
A Juan Bautista Muñoz, le es deuda su aportación sobre, la «Historia del Nuevo Mundo» en los momentos en que se desencadenaba el temporal sobre la obra de España en América.
A Masdeu, el renacer futuro español le es deudor de su «Historia de la cultura española» (1783-1801).
A D. Luis Josef Velázquez sus aportes sobre la España pre-románica.
A Lampillas sus defensas creadoras de lo español, frente a los ataques neoclásicos de Betinelli y Tiraboschi. A los Padres Mohedanos su esbozo a un informe de una «Historia literaria de España» (1766-1791).
Al Padre Andrés y al Padre Arteaga sus audaces estudios sobre la Música de España.
A Hervás y Panduro la fundación de la filología comparada con su «Catálogo» de las lenguas de las naciones conocidas (1800-1805).
En Paleografía son D. Cristóbal Rodríguez, Terreros, quienes sedimentan lo que se perdía. En Diplomática, son Berganza, Salazar y Castro, Floranes, Vargas Ponce. En Numismática, Pérez Bayer. En Bibliografía y Bibliología, el P. Miguel de San José, Casiri, Rodríguez de Castro, Ximeno, Fuster, Latassa, Sempere Guarinos. En Legislación, Martínez Marina...
Junto a estos nombres de pórfido, los hay más humildes, pero no menos eficaces, que luchan y reaccionan con dureza de cuarzo, frente a implacables corrientes disolutivas. Así, frente a la concepción afrancesada de Nasarre al considerar la Novela cervantina se levantan las voces «líticas» minerales de Zavaleta, Nieto, Molina, Maruján. Frente a la desviación descastada sobre el Teatro español de los Montiano y Luyando, Clavijo y los Moratines, están las residencias apologéticas de Jaime Ducus, Romea y Tapia, Nipho, García, de la Huerta.
Frente al olvido de lo Heroico en el prosaico siglo XVIII el montañés Tomás Antonio Sánchez desvela la alucinante presencia del genio épico de España publicando el «Poema del Cid» entre otras «Antiguas Poesías Castellanas» en 1779.
Al llegar el siglo XIX, mientras los viejos restos de la montaña sagrada los arrastran vendavales críticos al fondo del mar, allá en lo hondo, lo hondo, prosigue (invisible todavía) el lento proceso sedimental de un alba nueva.
Böhl de Faber acumula el arrecife coralífero de su «Floresta de rimas antiguas castellanas» (1821-25), mientras D. Agustín Duran complementa esa reaparición de los Romances viejos con la publicación de su «Romancero» general (1828).
También Böhl de Faber publicó el «Teatro anterior a Lope de Vega» como el drama que pudiéramos llamar geológicamente hablando: eozoico. Primordial.
El proceso sedimentativo crece por momentos y el bloque rocoso donde va a erguirse el faro guiador de Menéndez Pelayo empieza a adivinarse bajo las ondas. Y ello es debido a la superfetación prodigiosa de las papeletas y apuntes de un acarreador magnífico: Bartolomé José Gallardo (1776-1852), con su riquísimo «Ensayo de una Biblioteca española de libros raros y curiosos...» Desde Gallardo a Milá Fontanals —lapso de una generación— cuajan nuevas aportaciones preciosas.
Pedro José Pidal (1799-1805) recupera el «Cancionero de Baena». José María Cuadrado (1819-1896) descubre los «Recuerdos y bellezas de España». Leopoldo Augusto de Cueto (1815-1901) revela las «Cantigas de Alfonso X el Sabio» y bosqueja fecundamente la «Poesía castellana del siglo XVIII». Fernández Guerra estudia a «Quevedo». Cañete a «Lucas Fernández». Cayetano Alberto de la Barrera redacta en 1860 el «Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español desde sus orígenes hasta mediados del siglo XVIII». Amador de los Ríos (1818- 1878) rejuvenece a «Santillana» y compila ya valientemente una «Historia crítica de la Literatura española».
Surgen los «cervantistas» para proclamar la eternidad de lo hispánico: Pellicer, Fernández Navarrete, Clemencín, Hartzenbusch, Tubino, Benjumea, Asensi, Pardo de Figueroa, Sbarbi, Vidart... Comienzan las contribuciones de los arabistas españoles con Gayangos (1804-1897), Codera (1836-1917)...
Y ya —con empuje incontenible— se sobreponen volúmenes y volúmenes, hasta 71, en la ingente masa de la «Biblioteca de Autores Españoles» (1846-1880), publicada por iniciativa de Aribau y Rivadeneyra.
Don Manuel Milá y Fontanals (1818-1884), maestro inmediato, cumple el último proceso de sedimentación tradicional. Y Menéndez Pelayo —con su recia mole corporal de tritón, sus barbas chorreantes de blanca espuma— surge, ¡al fin!, al aire hispánico.
Parece una Torre de Triunfo alzada sobre el mar. Parece un ojo luminoso —faro nuestro— señalando otra vez caminos en la noche. Hasta la hora de amanecer España.
***
Decía el montañés Antonio de Guevara en una de sus Epístolas que ya otro montañés, Santillana, afirmó ser «peregrino o muy raro el linaje que en la Montaña no tuviese solar conocido». Marcelino Menéndez Pelayo fue un montañés o cántabro puro. «Hijo de la Cantabria fuerte» —como él mismo se proclamó en una poesía—.
Aunque nacido en Santander (3 de noviembre de 1856) — «en la región... donde arrullara mi ondulante cuna — del mar profundo y del airado viento bronco silbido»—, Menéndez Pelayo procedía de las Asturias de Castropol por su padre, un Menéndez. Y del Valle del Pas, por su madre, Jesusa, cuyo apellido Pelayo otorgó al hijo como una ascendencia mítica de reconquistador astur.
Pedro Laín, en su excelente y serio libro sobre el Maestro, publicado por el Instituto de Estudios Políticos (1944), obsesionado con el problema biológico y culturalista de las «generaciones», ha querido precisar el linde histórico de nuestro cíclope.
Perteneció —según Laín— a una promoción de sabios que llama, afortunadamente, «regeneracionistas» (Cajal, Hinojosa, Ferrán, Ribera, Oloriz, Gómez Ocaña, Turró, Cossío...). Podía haber añadido otros aun más afines en la línea de resurgimiento tradicional, como Pérez Pastor (1842- 1908), Paz y Mélia (1842-1927), Rubio y Lluch (1856-1936). Y aun Rodríguez Marín (1855-1943).
Pero yo creo poco en las generaciones como entidades de eficacia histórica. Creo más en las semillas o genes cíclicos que todas las generaciones comportan. Cada cual somos semillas de una especie, de una constante en la Historia. Y al perecer —si hemos logrado dar nuestra cosecha fecundamente— dejaremos también semilla, tradición: espíritu, para ser continuada con ese ritmo cíclico que determina la vida misma: en el cielo con el día y la noche, en el año con la primavera y el invierno, en la ética con el bien y el mal, en la historia con las Ordenaciones y las revoluciones. En cada generación hay varias semillas. Pero no todas arraigan en cada lugar y tiempo. Pues una patria es, al fin, tierra. Y cada tierra especifica y selecciona sus semillas. Y las que son alógenas, descastadas o ininjertables, terminan por secarse y extinguirse.
Menéndez y Pelayo creía firmemente que la Historia caminaba por ciclos y no por generaciones.
Si no hubiésemos anteriormente mostrado cuáles fueron los antecedentes germinales de Menéndez Pelayo, su proceso geogénico o seminal, nos bastaría con indicar ahora que Menéndez Pelayo tiene más nexo con espíritus lejanos a su generación (los arriba citados, por ejemplo: Santillana, del XV, y Guevara, del XVI, precisamente por ser ambos de linaje o semilla montañesa y de «tempo» renacentista) que con cualquier «romántico» de sus propios coetáneos.
¿Quién dijo que Menéndez Pelayo fue un romántico ? ¿Y que Cantabria tiene mucho que ver con la infinitud atlántica, brumosa y antihumanista?
Si algo fue Menéndez Pelayo, fue un humanista, un entusiasta de lo humano, amando a un Dios humanizado, «personal y vivo», y detestando todo lo nocturno y panteísta. (…)
Pues si estas tierras de la montaña —por sus rocas, su fauna y su mítica, están conectadas con el secreto mismo de Europa, Menéndez Pelayo, su hijo más genial, también estaba ligado, por secretas vetas de su sangre, a los filones prodigiosos de Grecia, de Roma y del prístino arianismo europeo. A un sistema histórico que se manifestó y se manifestará siempre como «permanencia» a lo largo de los siglos, con el divino nombre de Renacimiento.
Renacimiento... ¿de qué? Pues de algo imperecedero. Tan imperecedero como la fase medieval de la Historia; tan imprescriptible como las llamadas Edades Medias, esas épocas oceánicas donde naufragan los imperios humanistas.
La Historia no tiene más que dos tiempos : «Renacimientos» y «Edades Medias». Como tiene el cielo Día y Noche. Y el mundo Tierra y Mar. Y los estilos dos formas: Clasicismo y Romanticismo.
El propio Menéndez Pelayo proclamó «instintivamente« aquella «Santa ira» contra la Edad Media: «Ensalcen otros a la Edad Media: cada cual tiene sus devociones».
Si más tarde de cuando lo dijo (1881) suavizó su juicio fue porque comenzó a encontrar, el Medievo un proceso inevitable para el Renacimiento. Por eso él explicaba : «A la idea de Renacimiento (grande, necesaria y santa) sirvieron, cada cual a su modo, todos los grandes hombres de la Edad Media, desde el ostrogodo Teodorico hasta Santo Tomás».
Y es que los hombres en la historia se clasifican en dos clases: los «degenerativos», que buscan en todo Renacimiento una disolución medieval. Y los «regenerativos», que en toda medieval disolución perciben un aletear renacentista.
Menéndez Pelayo era de estos últimos. Resurgentista : altamirano. Con ímpetu de primavera en el más crudo invierno. En su alma cantaban alondras y verdeaban prados. ¿Era por eso un pagano, como él mismo se profesaba en arte? («en arte soy pagano hasta los huesos... pese a quien pese). ¿Era «demasiado griego», como le llamó con cierto recelo su propio maestro Milá?
No. Menéndez Pelayo rechazó la Edad Media con el mismo sentimiento con que subestimó sus dos más esenciales componentes; románticos y bárbaros: el Oriente (islámico) y el Occidente (germánico). Si más tarde rectificó su visión de lo arábigo y del germanismo, fue en la medida que ambos también prepararon el Renacer de lo Clásico, de Grecia y Roma cristianizadas, hechas catolicismo.
¡Lo Católico! He ahí donde Menéndez Pelayo cifra el sustrato de su europeidad.
Pero ¿cuál fue el Catolicismo de Menéndez Pelayo? Hasta los días casi de nuestro Movimiento puede decirse que ese Catolicismo suyo fue mal comprendido. Los reaccionarios, con visión partidista, enana y parlamentaria, quisieron utilizar ese su catolicismo como una especie de propaganda electoral, parroquial o casinera, para fines bien estrechos. Provocando en los escaños contrarios un sentimiento de repulsa que llegó a colocar la obra genial de Menéndez Pelayo en una especie de «Literatura rosa» sólo buena para seminaristas, doncellas y piadosos padres de familia.
Duro temporal que debió soportar, contra esa época mezquina en que había «tradicionalistas» para los cuales la Tradición genuina consistía en un pespunte de última hora con Londres y París por modestas conveniencias dinásticas. Y en que los «revolucionarios» pretendían hacer de España un paraíso terrenal, con semillas de Jefferson o Marx. Época ésa que el mismo Menéndez Pelayo apostrofó con aquellas inolvidables palabras: «Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan».
Pero el Catolicismo de Menéndez Pelayo era otra cosa bien distinta y más grandiosa que el ojo velado y encizañado de esas gentes no podían percibir.
Para Menéndez Pelayo su Catolicismo integraba las Clásicas Humanidades antiguas, plenas de Libertad y Alegría, con la más estricta observancia de las Verdades Reveladas en el Oriente de Belén. Y todo ello fundido por el genio unificador —«uni-verso»— de España.
Para Menéndez Pelayo esa «armonía suprema» la había ya encauzado en nuestra patria Cervantes con su novela, Vives con su Filosofía, Vitoria con su Teología...
El supo ver —como antes nadie— el secreto nacional del “Idealismo realista” característico del pensar español. Ese secreto que hizo a Fox Morcillo conciliar Platón con Aristóteles. Y al Vivismo: Reforma y Catolicidad. Y a Pereira, Sepúlveda, Gouvea, Vallés: la Escolástica con el Nuevo Método inductivo. El que quintaesenció la «Ciencia media divina» de Molina y Suárez. Ese mismo espíritu conciliar, mesurado, armonista —característico de nuestras mejores almas, de nuestro mejor estilo, de nuestro mejor lenguaje (Celestina, Valdés, Fray Luis Lope, Teresa, Cervantes) que aun hoy mismo, no digamos ya a nosotros, sino al propio Ortega con toda su aparente heterodoxia, empuja a unificar la Vida y la Razón, y a hablar de una Razón Vital, de un Quijote y Sancho en la metafísica española. Menéndez Pelayo no fue por ello un ecléctico como alguien que no le conoció y no nos conoció a los genuinos españoles, pudo pensar. Fue: un católico. Y por eso mismo, un corazón con «medida» espiritual, integradora. Menéndez Pelayo comprendió al Occidente inglés de un Hamilton y al Occidente alemán de un Hegel. Como también comprendió, siempre con amor, el Oriente de un Maimónides y el un Aben Tofail. Pero los comprendía —precisamente— porque su mente con antenas luminosas de faro podía tocar «todos los extremos» y coordinarlos en corona de luz : en esfera mística. Con fórmulas integrales que son las que informan toda su obra universa], potente, triunfal. ¡Sinfónica!
No es plástica la obra de Menéndez Pelayo —aun cuando su pluma se impregnara del sol helénico, del relieve romano y de la sal y color del Mediterráneo.
La obra de Menéndez Pelayo es —además de lucífera-—: ¡musical! Otra cualidad etérea. Pero poseyendo la clave europea de lo «sinfónico». La capacidad coordinadora de toda discordancia. La melodía sidérea que llevan los astros por el cielo. Su obra es un concierto —pitagórica y beethoveniamente hablando.
Hay en esa obra un motivo central que es: la fe. Y una modulación de ese motivo, que se adapta a lo que toca, con tempo musical: ya alegre, vivaz; ya andante y majestuoso.
Tomad un trozo cualquiera de esa prodigiosa partitura de su obra roquera, montañesa y sinfonial. Si se examina con fervor y microscopio, como un esquisto de cuarzo, descúbrese en el acto, junto a una pura y rica geometría de estrellas, ecos inefables y perfectos de música planetesimal y cósmica. Rumor elemental.
Dicen que toda filosofía es una aclaración del mundo. Y que Menéndez Pelayo fué sólo un historiador y no filósofo.
Menéndez Pelayo fue algo más que filósofo e historiador: un vidente o faro. Poeta: en su sentido originario y religioso. Toda la obra de Menéndez Pelayo es un maravilloso Poema de España para explicar el mundo.
No explica España desde fuera, con postulados teóricos y pedantes. Sino que, a través de España, ve el mundo. "Y lo ve como sólo podían verlo los ojos milenarios del que había integrado, año tras año, siglo tras siglo, la experiencia acumulada de visiones anteriores. La Historia es para él un anteojo divino. Al fin y al cabo ¿qué es un faro en la noche sino un eje de luz sobre el que gira el mundo mientras él escudriña todos los puntos cardinales? Inmoble en su roca, consolidado a esa base firme por Dios creada, Menéndez Pelayo representa en el acaecer de España un proceso secular de videncias y sapiencias anteriores, que buscaban salvación y renacimiento.
Sin Menéndez Pelayo no hubiera amanecido España para nosotros. Todas las tentativas de llegar a puerto habrían, una vez más, naufragado. Como naufragarán el día que deje de entenderse la música y su luz: su mensaje. Música y luz que nos guiaron y nos guían.
A Menéndez Pelayo debimos nuestra victoria.
Victoria que puede malograrse.
Pero aunque esa victoria un día envejezca o se quiebre o se traicione, ¡sabedlo!,- ¡oh esperanza cierta!: ¡no importa ya!
Porque la máxima revelación que el Maestro nos ha confiado no ha sido sólo esa de continuar su obra sobre «superficie ya histórica y actuante». Sino ante todo: el saber que, aun derruido nuestro esfuerzo, este esfuerzo ¡no perecerá ! No se aniquilará. Reducidos a polvo, a arenilla, a pura miseria mineral —otra vez «la Historia saldrá de la no Historia)— como también decía el gran Unamuno. Otra vez comenzarán las acumulaciones invisibles bajo el agua, la unión de nuevos camaradas que nos prosigan y perpetúen. Y afloren, al fin, en nuevo amanecer los brazos erguidos de sus torres, de sus faros —en la medieval noche implacable y envidiosa de la espuma y de la galerna.
Un pueblo es como una montaña: un ciclo de morir y de resucitar. De ansias y heroicidades indecibles.
El genio que Menéndez Pelayo acumuló, era inmortal. Y no podía sucumbir definitivamente. Por eso emergió, roquizo, en él. Y con él, y tras él: en nuestra actual España.
Si esta España que es la continuidad de ese genio —otra vez el mar la hunde en sus simas y otro oscuro romanticismo con sus Orientes y Occidentes extremos brama en la noche—, ¡esperanza! Nos sabemos inmortales. Dios —nuestro Dios católico y eterno—, que es Resurrección, está con nosotros. E impele ya nuestro espíritu. Y el Espíritu no muere. Es santo. Y tiene forma de paloma para volar, al aire azul, tras todo diluvio por universal que sea. El Espíritu —hecho otra vez Tradición, semilla fecunda, sedimento vivo— consolidará nuevas rocas. Y las rocas —ya lo sabéis—-, como los corazones, ascenderán siempre hacia el cielo. ¡Siempre hacia arriba!
ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO.
|
Marcadores