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Tema: Menéndez Pelayo, revelador de la conciencia nacional española

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    Menéndez Pelayo, revelador de la conciencia nacional española


    Menéndez y Pelayo, revelador de la conciencia nacional

    por Blanca de los Ríos (1932, "Acción Española")

    I
    Acaban de cumplirse veinte años (1932) de la muerte del gran polígrafo, y para el vulgo, mayoría inmensa en toda colectividad humana, Menéndez y Pelayo sigue siendo un insaciable sorbedor de lectura dotado de una memoria casi milagrosa, en suma, un inmenso almacén de sabiduría arcaica y anacrónica con nuestro vivir actual. Pero nada hubo tan opuesto al concepto de sabio hirsuto y egoístamente abismado en el goce de saber por saber, como aquél hombre extraordinario, que se dio todo a todos, que quemó su vida como incienso ante el altar de la Patria, que hizo más por la Patria que todos los ejércitos y que todas las bibliotecas juntas; más que todos los ejércitos, porque él solo, sin otras armas que su saber y su recia voluntad, rehabilitó a la Patria de las calumnias que dos siglos de envidia y de ignorancia habían amontonado sobre ella; más que todas las bibliotecas, porque en las bibliotecas estábanse las ricas venas del saber como los yacimientos de oro en las minas, entre polvo, moho, polilla y [562] fárrago tenebroso, desafiando a la pereza española, y él fue el titánico minero que hurtando sus horas a las solicitaciones de la vida, consagró sus años mozos a romper la dura entraña que ocultaba avara el tesoro de nuestro ayer, a buscar por los yermos de lo pasado, no los vestigios de los hechos materiales, sino el curso luminoso y guiador de las ideas, los relámpagos de luz creadora del arte, y así en su mente de sabio y de poeta se operó el milagro de la reedificación de la historia y de la resurrección de la conciencia de todo un pueblo. Hora es ya de que la obra de Menéndez y Pelayo deje de ser patrimonio de unos pocos, y, si no en su inmenso contenido, en su alta significación de evangelio patriótico pertenezca al pueblo, como al pueblo pertenecen los héroes, los santos y los poetas, cuantos alcanzan a convertirse en representantes de una nacionalidad o en símbolos de una raza.

    Apena oír al maestro lamentarse en plena producción, con el sol de las cumbres bañándole la frente, al cerrar su soberana Introducción a las «Ideas Estéticas» del «silencio e indiferencia de la crítica», de la ausencia de lectores que le obligaba a resignarse a «un perpetuo monólogo»: soledad y aislamiento que él estoicamente aprovechaba para hacer, como él mismo dice, su propia educación intelectual, por el procedimiento más seguro de todos, el de escribir un libro cuya elaboración dure años. Y como el silencio de la crítica no se ha interrumpido desde su muerte sino en graves solemnidades académicas, cuyos ecos no llegan a las muchedumbres, yo creo que es hora de que Menéndez y Pelayo deje de vivir en lo celado del templo del saber como deidad inaccesible al pueblo, secuestrada por el egoísmo de los iniciados. Por eso he querido evocar sus grandes reconstrucciones, que eran, a la vez, grandes síntesis que abarcando geográficamente el vastísimo Imperio Hispano, abarcaban cronológicamente toda nuestra historia, pero no entendida al viejo modo «como tejido de batallas, negociaciones diplomáticas y árboles genealógicos», sino al modo verdadero: integrando nuestras dos realidades, recogiendo los ecos y vislumbres de nuestro más alto vivir, siguiendo, más que el rastro de los hechos, la trayectoria astral de las ideas, trazando la semblanza de los iniciadores, de los poetas, de los precursores y maestros y el juicio de sus espíritus, mucho más que el inventario de sus obras.

    Y esta maravillosa historia de almas él la trazó, no [563] encerrándose en su antro teatral de sabio, no envolviéndose en la clámide histriónica de su vanidad, como los ignaros que no tienen otra cosa que ostentar ante el vulgo; esa historia de almas, Menéndez y Pelayo la trazó humildemente, ejemplarmente, deslumbrado ante sus propios hallazgos, maravillado ante sus propias resurrecciones y abriéndonos los caminos, iniciándonos en sus métodos, mostrándonos con efusiva caridad intelectual cómo él mismo se educa, se forma, se modifica, se corrige y aún se arrepiente y confiesa, se renueva, crece, y se depura, en una asombrosa superación de sí mismo, a lo largo de su enorme obra.

    De esa inmensa obra, que es toda ella ejemplario vivo, magisterio perenne, cátedra de historia y de alma nacional abierta a todos, reedificación de la conciencia nacional, preparación de una era reivindicadora y reconstructiva, cuyo advenimiento impiden tercamente los negadores y los iconoclastas, quisiera yo hablaros, sintéticamente para revivir con vosotros y, si fuera posible, con el pueblo, con el pueblo todo de las dos Españas que él abarcaba en sus magnas síntesis, la colosal reconstrucción de reconstrucciones que fue la obra de Menéndez y Pelayo.

    Y al pasar a las márgenes de la inmensa producción, quisiera yo anotar las amables confidencias del maestro que nos abren las puertas de su santuario interior, donde él fue reconstruyendo, con la historia externa, la íntima, la del espíritu, la del genio nacional.

    Porque a partir de esa ingente reconstrucción, fue cuando España, que vivía en olvido, en ignorancia y menosprecio de sí misma, en vergonzosa almoneda de su milenario patrimonio espiritual y artístico, mendigándolo todo servilmente a los extranjeros, desde el teatro que los franceses imitaron del nuestro y nosotros remedábamos simiescamente de sus imitaciones, hasta las calumnias de Guizot, que osó afirmar que la civilización podía historiarse prescindiendo de nuestra Patria, fue cuando España, ante la ciclópea reconstrucción del maestro, se vio, se reconoció, se midió en toda su extensión y altitud y se levantó en su conciencia a la altura de su Historia.

    «Antes de él nos ignorábamos», dijo D. Juan Valera, y esta frase es el mejor comentario, el solo monumento digno de la obra del gran revelador del alma nacional.
    Su labor ingente, que es una cosa misma con el cumplimiento [564] de su misión providencial, arranca de su sabia adolescencia. Diríase que también por alta predestinación cursó sus estudios, sucesivamente, en Santander, Barcelona, Valladolid y Madrid, como para ir recogiendo el alma histórica de las regiones que él, como nadie, acertó a fundir en la gran síntesis hispánica que fue su obra.

    En Barcelona donde comenzó su infatigable caza del libro viejo, empezó a educarse el gran polígrafo, en aquella Universidad que tenía, según él dice, «una vida espiritual propia, aunque modesta», y allí recibió como de reflejo las enseñanzas de Llorens, uno de los más beneméritos representantes de la escuela escocesa entre nosotros, y directa y ávidamente las de Milá y Fontanals que «hasta físicamente parecía en sus últimos años un venerable viejo de Cantar de gesta», un aedo redivivo; y de él recibió su iniciación en los estudios medioevales de Cataluña y de Provenza y de la Epopeya castellana, de él aprendió cómo se revive la historia literaria al soplo resurreccional de la poesía; así como al encontrar en Valladolid a su otro amado maestro Laverde, despertaron juntamente en él la vocación filosófica y el heroico espíritu de vindicación nacional.

    En su breve cuanto fructuosa estancia en Barcelona, adueñóse Menéndez y Pelayo de la lengua, de la cultura y del espíritu de la región catalana, que le tuvo por suyo y le lloró como a hijo y aquella fuerte transfusión de sangre levantina por sus venas de cántabro influyó en alto modo en la formación de su personalidad ingente, predestinada a sorber y a sintetizar la enorme y múltiple vida nacional.

    De Milá, imbuido en la lírica horaciana y entusiasta de la de Fray Luis y a la vez amante de la ruda y espontánea poesía popular, cuanto tibio en la admiración de los Quintanas y Gallegos, parecen derivar muchas tendencias, devociones y antipatías de Menéndez, tan apasionado de Horacio y del Maestro León, como poco amigo de la poesía enfática y grandilocuente; y de Milá parece haber heredado Menéndez su amor a la austera moderación del estilo y su odio a la erudición confusa y a la retórica baldía.

    Y de Laverde recibió su batalladora juventud el impulso que le arrojó a la lucha filosófico-religiosa, y ya advierte Bonilla que el influjo de Laverde sobre su gran discípulo fue tan largo y [565] poderoso, que «desde 1874 hasta 1890 Menéndez y Pelayo es casi únicamente un humanista y un historiador de la filosofía». En efecto, exposición de ideas y doctrinas filosóficas son gran parte de las obras del Maestro, singularmente las concebidas en este período: La Ciencia Española, La Historia de las Ideas Estéticas, De las vicisitudes de la filosofía platónica en España y De los orígenes del criticismo y del escepticismo, &c., &c. Y tan sumergido vivió Menéndez y Pelayo en los estudios filosóficos, que aspiró por entonces al lauro de ser el primer historiador de nuestra filosofía nacional. De gran provecho fue para la obra capital de Menéndez el dominio filosófico, porque, como él mismo dijo: «Hasta hoy no se ha entendido bien la historia de nuestra literatura por no haberse estudiado a nuestros filósofos {1. La Ciencia Española, 2-10. [N. del a.]}»; y porque como escribió su gran discípulo: «sólo la filosofía da el hábito de buscar las ocultas causas de los hechos y el sentido orgánico de la evolución de las formas {2. M. y P. Bonilla, 157. [N. del a.]}».

    Muerto Laverde, Menéndez y Pelayo se entregó entero a nuestra historia literaria, y pareció renacer en él el espíritu de Milá, y «aquella rara aptitud –que Menéndez señalaba en Milá y que él poseyó en grado máximo– para descubrir el alma poética de las cosas, para interpretar la naturaleza y la historia bajo razón y especie de poesía».

    Así, de sus dos maestros, a quienes él excedió con tantas creces, recibió los impulsos primeros el curso magnífico de la producción de Menéndez y Pelayo.

    De Laverde, «alma llena de virtud y patriotismo», recibió Menéndez y Pelayo el casi temerario, impulso que, con el primer bozo en el labio, le arrojó a la candente arena de la polémica filosófico-religiosa, cuando con ímpetus de paladín de la patria y de la fe, escribió las nerviosas y ardientes páginas de aquellas siete cartas «improvisadas ex abundantia cordis», como dijo Laverde, que constituyeron aquél heroico esfuerzo de La Ciencia Española, agrandado por el ingente inventario que –según Vázquez de Mella– «completaba la obra de Nicolás Antonio», el índice prodigioso de la inmensa producción de la España antigua. Aquella valentísima afirmación de la Ciencia Española, si no demostró [566] –como dijo D. Juan Valera– que nuestros filósofos Lull, Sabunde, Vives, Fox Morcillo y otros superaran a San Anselmo, a Alberto Magno, Rogerio Bacón, San Buenaventura, Santo Tomás y Escoto, si no probó que en la Edad Moderna superasen en esfuerzo y saber (no en la posesión de la verdad, sino en esfuerzo para buscarla) nuestros pensadores a los Descartes, Malebranche, Leibniz, Kant, Fitche y Hegel; ni menos pudo probar que en ciencias exactas y naturales produjera España hombres que superaran a Galileo, Copérnico, Newton, Keplero, Linneo, Franklin y Edison, nadie negará que aquel casi sobrenatural esfuerzo en un mozo de veinte años constituye por sí solo una gloria para la mentalidad nacional, y aquél libro quedará siempre en pie como afirmación alentadora del pensamiento español, de la opulenta aportación española al acervo de la ciencia universal.

    A la edad en que todos los hombres derrochan la vida a los cuatro vientos de la ilusión, del placer y de la loca frivolidad, a los veinte años, cargado de laureles universitarios, sorbido ya un mundo de lectura, trazado el plan de sus tres gigantescas obras: La Ciencia Española, Los Heterodoxos y Las Ideas Estéticas, cada una de las cuales hubiera agobiado las espaldas a un Atlante intelectual, emprendió el juvenil polígrafo su peregrinación por Europa, bebiendo la esencia de todas las bibliotecas, removiendo los yacimientos colosales de treinta siglos de cultura, saludando con un grito de júbilo cada soterrado vestigio del arte o del saber hispano que él, con mente creadora reconstituía e incorporaba a su reedificación titánica.

    En Santander, de vuelta de Lisboa, donde comenzó a iniciarse ávidamente en la cultura portuguesa, soñando ya en nuestra integración hispana, y antes de salir para Roma, mientras acababa su «Horacio en España», su amor al poeta latino inspiróle la «Epístola a Horacio», cuyos viriles versos parecen el alma visible de aquél humanista de veinte años, que ansiaba respirar en las sacras ruinas de Roma, el gran soplo clásico que transformó el alma de Goethe, porque su ensueño era revivir entera nuestra historia desde sus fuentes latinas, suscitar en su patria un nuevo renacimiento, y ese Renacimiento él lo realizó solo en su obra ingentísima.

    Al volver de su fructuoso viaje, ungido como los gladiadores al salir al estadio, con la fuerte esencia del saber, acabó [567] Menéndez una de sus hercúleas hazañas de reconstrucción y reivindicación patriótica, su Historia de los heterodoxos españoles, obra que, si no la más equilibrada y perfecta, es, sin duda, la más interesante respecto a su autor, por lo que contiene de su vida y de su espíritu en el momento en que la produjo, por el casi sobrehumano esfuerzo que significa en edad tan moza, por el ímpetu luchador y la impulsiva espontaneidad que hierve en sus páginas; y es, acaso, la más sugerente de sus obras, no sólo por el enorme caudal de erudición «bebida en las fuentes,» que puso en circulación, sino mucho más aún por la suma de historia de almas que contiene, por la revelación del entonces casi inexplorado mundo de las herejías y de las supersticiones en España; por los ríos de animadora vida que fluyen a través de aquella creadora reconstitución, por las vivientes semblanzas que nos resucitan al Arcediano Gundisalvo, vuelto desde este libro a la vida filosófica; al célebre médico de los Reyes de Aragón y de Sicilia, Arnaldo de Vilanova, a Erasmo y sus antagonistas, a Juan de Valdés y su cenáculo, y como de soslayo a la gentil Vittoria Colonna, a quien el maestro profesaba íntima devoción; al «audaz y originalísimo Miguel Servet», cuyo suplicio nos hace presenciar el autor en páginas de escalofriante dramatismo; y junto a los grandes, a los pequeños, a los extravagantes, a los ridículos, desde «la figura semiquijotesca de López de Estúñiga, empeñado en combatir a Erasmo con su fiero lanzón teológico» –que dice el insigne Gómez Restrepo–, hasta el asombroso retrato con que el Abate Marchena se vio honrado –como admira Farinelli– por generosidad del gran polígrafo. Y sobre su valor filosófico, sobre su valor histórico y su valor psicológico, tiene este libro el alto valor patriótico de haber hecho saltar en mil añicos el mentiroso, espantajo de nuestra leyenda negra, pues, como dice D. Juan Valera –que no compartía las fogosidades católicas de Menéndez y Pelayo– «prueba (esta obra) que la intolerancia o el fanatismo jamás ahogó entre nosotros el libre pensamiento…; patentiza que hemos tenido no menos grandes pensadores heterodoxos que ortodoxos y nos defiende, por último, de la injusta acusación de haber sofocado entre nosotros el pensamiento filosófico quitándole la libertad y hasta de haber destruido la civilización hispanosemítica (hebraica y arábiga) come> pretende Draper, por ignorancia o por malicia. Verdaderamente ocurrió todo lo contrario…»

    Y en efecto, [568] victoriosamente probado está y demostrado con clarísimos ejemplos por los maestros Rivera y Asín que España, lejos de haber destruido aquella cultura, se la asimiló, la hizo suya y de sus manos la recibió Europa. Y fue la Iglesia, fueron los Reyes los más asiduos en recoger la herencia musulmana: fue el Arzobispo don Raimundo ordenando la traducción «de toda la enciclopedia de Aristóteles, glosada o comentada por los filósofos del Islam», fue, sobre todo, Alfonso X, cuya cultura, como la inmensa obra por él promovida, procedían de fuentes, orientales o se hallaban influidas por ellas, Alfonso X que mandó traducir el Alcorán y los libros talmúdicos y cabalísticos y fundó en Sevilla una Universidad interconfesional –¡en pleno siglo XIII!–, el que, al fundir con nuestra civilización cristiana la oriental, comenzó a forjar la España magna educadora de pueblos.

    Un mes después de publicado el tomo III de los Heterodoxos, por julio de 1882, escribía Menéndez y Pelayo, desde Santander, a Laverde: «¿creerás que a estas horas, ni en bien ni en mal, ha escrito nadie una letra sobre tal libro?…» Era la conjura del silencio, artero recurso de la envidia, tan recusable en las nobles luchas del pensamiento como los gases asfixiantes en las de las armas.

    No contento con la magnitud de aquella obra, aún la agrandó el egregio polígrafo en la edición definitiva, convirtiendo las seis páginas que en la primera trataban de las religiones ibéricas, en las, 450 de los grandiosos Prolegómenos, que abarcan el «cuadro general de la vida religiosa en la Península antes de la predicación del Cristianismo», donde junto con tal cuadro –dice él maestro Mélida– «traza metódicamente el de la arqueología ibérica». Reedificación maravillosa, para la cual removió el autor un inmenso mundo bibliográfico y que constituye por el orden, claridad y método de su exposición, por la alteza y virtud sintética de la crítica y por la severa perfección de la forma, lino de los mayores esfuerzos de la ciencia histórica, con el cual puede decirse que entre las manos del maestro se integró la historia espiritual de la Península.

    Obra también de la mocedad del gran polígrafo, y obra no escrita, improvisada con bríos y fogosidades de combate, fueron sus ocho conferencias acerca de Calderón y su teatro, pero esta obra, que acaso como ninguna nos ha conservado la fisonomía [569] moral de aquél cántabro de raza de inmortales en los días en que era campeón del catolicismo batallador y atlante de las letras españolas, pertenece a otra gran reedificación: la de nuestra dramática.

    No cerrado el cielo de aquellas heroicas luchas y aquellas gigantes reconstrucciones, de 1876 a 1883, emprendió y realizó el joven polígrafo una obra ingentísima: La historia de las ideas estéticas, la que él pensó que sirviera de introducción y base colosal al monumento que pensaba erigir a nuestra literatura española. Una obra que es como ancho ventanal florido abierto sobre los espléndidos horizontes, de la belleza mundial, en cuyas remotas lejanías arden con místico fulgor como de luna, las claras, bienaventuradas ideas de Platón; un libro en que el autor nos revela con profética mente cuanto vislumbraron o adivinaron de la belleza los más altos filósofos y pensadores, y como a los enviados en quienes prende la llama celeste, a los místicos y a los creadores de arte se entregó la Belleza en vuelos y en raptos de los que levantan a los hombres a cumbres de inmortalidad.

    El solo defecto que la crítica nota en este libro es su desproporción con respecto al plan primitivo del autor, que, proponiéndose historiar La Estética en España, historió La Estética en Europa; y esto es todo lo contrarío a defecto, exceso generoso, prodigalidad magnánima, creces gloriosas de la obra que se dilataba magnífica entre las manos del autor, y del autor que se formaba, se esculpía a sí mismo, se agrandaba al par de su obra, y se expandía triunfalmente, con ímpetu españolísimo, hasta mucho más allá del término fijado a su odisea, sin medir su avance victorioso, como iban por las selvas y los mares ignotos los gigantes de nuestra historia, embriagados, con la magnífica poesía de las conquistas y los descubrimientos. Así se escribieron las Ideas Estéticas, así procedía este asombroso autodidáctico, aprendiendo al par que enseñaba, creciendo al crecer de su obra. Pero no procedía inconscientemente; seguro de que juzgar es comparar, y empeñado en no aislar a España de la vida intelectual del mundo, más aún, resuelto a poner término a nuestro aislamiento suicida, se impuso el colosal esfuerzo de comparar nuestras ideas estéticas con las de todas las naciones cultas; y así realizó la historia de las ideas estéticas de Europa; el primero y el único libro de literatura y estética comparadas que existe en nuestra [570] lengua, y, sin duda, el más amplio, bello y sugerente de los que sobre tal materia existen en lengua alguna.

    Y no contento con tal esfuerzo, como por añadidura «Colla bonomia, l'incurie é la prodigalita del genio» –dice Farinelli– le agregó la mejor historia de las ideas estéticas de Francia que hasta ahora se haya concebido.

    La Historia de las ideas estéticas, realizada en la plenitud de la vida, en el hervor magnífico de la sangre y de la mente, al cerrarse el cielo de las heroicas polémicas, adquirido ya el dominio filosófico, al abrirse el período de serenidad magnánima que irradia la comprensión suprema, la posesión de la verdad que unge el alma en misericordia y tolerancia, es la obra en que más entero se puso el autor; ¡la más española por el propósito nobilísimo, la más europea por el contenido y por el hospitalario criterio abierto a todas las doctrinas, conceptos y apariciones de la belleza, la más atractiva, sugerente y varia por el inmenso mundo espiritual y geográfico que abarca, la más educadora para nosotros, la más reveladora para los extranjeros que tanto han aprendido en ella de nosotros y también de ellos mismos; la obra, en fin, que más España llevó a Europa y más Europa trajo a España; la que al poner nuestra producción y nuestras ideas estéticas frente a frente al concepto universal de la Belleza realizó la mejor semblanza y exaltación de nuestro genio indígena...

    Última edición por ALACRAN; 03/10/2020 a las 16:10
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Menéndez Pelayo, revelador de la conciencia nacional española



    Menéndez y Pelayo, revelador de la conciencia nacional


    por Blanca de los Ríos (1932, "Acción Española")

    II

    ... A la muerte del maestro (1912) comenzó Europa a reconocer su deuda; así el egregio hispanista Farinelli se preguntaba entusiasmado ante la labor del gran polígrafo: «¿Imaginaba él acaso el fermento de ideas nuevas que había dado a su pueblo y a los mejores ingenios de otras tierras?» Y juntamente, encarecía refiriéndose a la admirable estética del insigne Croce, «cuanto debe esta obra fortísima, audacísima y limpidísima a la «Historia de las Ideas Estéticas de Menéndez y Pelayo». Brunetière citó justamente como autoridad las Ideas estéticas en su Manual de Literatura francesa, y el profesor inglés Georges Saintsburg reconoció que «no es pequeña honra para su lengua y para su patria que el libro que ocupa absolutamente el primer lugar entre los de esta materia sea obra de un español».

    Otra obra que bastaría a la inmortalidad del gran polígrafo es la inconclusa y monumental historia de los Orígenes de la novela cuyo plan primitivo fue el autor –como él dice– dando [2] tales ensanchas que la Introducción resultó «no un mero prólogo, sino una historia bastante detallada de la novela española anterior a Cervantes».
    {1}

    En esta obra, donde el alto sentido psicológico y la penetrante agudeza de la observación crítica, la perfección acrisolada de la forma y el noble sentido de reivindicación y apología nacional logran su más alta expresión, hay estudios enteros, y sobre todo retratos, en que la pluma de Menéndez se iguala con el pincel de Velázquez, cuando éste en su última manera sintética realizó el milagro estético de pintar suprimiendo el color y prodigando el alma. Quien lo dudare, lea el retrato moral de Celestina, el retrato de Fernando de Rojas y el análisis de su obra inmortal.

    Esta completa historia de la novela anterior a Cervantes debió haber terminado, como el autor anunciaba al fin de su Introducción, con un estudio del «Género picaresco» y también de otras formas novelísticas o análogas a la novela, como los coloquios y diálogos satíricos. Pero la muerte cortó la obra del maestro y nuestra novela picaresca no tiene hasta ahora más que historiadores extranjeros. Sin ese vacío, puede afirmarse que Menéndez y Pelayo escribió entera la Historia de la Novela española, porque con la anterior a Cervantes puede enlazarse su admirable estudio «Cultura de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote»; y como complemento y continuación de tal obra pueden considerarse las dos memorables monografías de Galdós y Pereda, ya que el estudio de Galdós, en quien admira a un hacedor de multitudes vivientes, de la estirpe hercúlea de Balzac, que aspiró temerariamente, pero con temeridad heroica sólo permitida a los grandes, a la integridad de la representación humana, estudia el proceso de la novela desde el siglo XVII hasta el autor de los Episodios Nacionales, pasando sobre la laguna del siglo XVIII, en que el genio de nuestra novela picaresca transmigró a Francia con Lesage y a Inglaterra con Fielding y Smollet, y por la monstruosa novela histórica de nuestros románticos y los primeros ensayos de nuestra novela de costumbres. Y al estudiar a Pereda en una semblanza tan bella, tan cálidamente artística, tan entrañablemente montañesa como la obra misma de Pereda, hace la [3] historia de nuestros costumbristas, desde Cervantes hasta Fernán Caballero, madre de nuestra novela de costumbres regionales.

    Entre las grandes reedificaciones que debemos al esfuerzo ciclópeo de aquel hombre de estirpe de símbolos, ninguna acaso tan cara al sentimiento nacional como la reedificación de nuestro inmortal teatro, expresión la más sintética y representativa del genio de nuestra raza. Nadie ignora que Menéndez y Pelayo no escribió la historia completa de nuestra dramática, pero hizo mucho más por tal historia que si sistemáticamente la hubiera escrito uncido a la cronología, y sin perdonar nombre de autor; nos la reveló toda entera, allanó el camino a la investigación, orientó los pasos de la crítica, sacudió sobre la fosa del pasado la antorcha de su genio de poeta y nos enseñó cómo se resucita todo un arte y con él a los hombres que lo produjeron.

    Las comedias, tragicomedias, autos y entremeses, sepultos en embrollados manuscritos, en mendosas, apócrifas y enredadísimas ediciones o en estragadísimos pliegos de cordel; los, librotes farragosos, las pedantescas poéticas y los comentos formidables, allá se estaban entre moho y telarañas, retando a la incuria nacional a que se atreviera a extraer de su follaje muerto el jugo vital, y a resucitar de sus páginas roídas de gusanos a los ingenios y preceptistas que crearon y adoctrinaron o combatieron, estimulándola con sus propias detracciones, a nuestra gloriosa dramaturgia española, arte tan grande que fue la mayor de las manifestaciones literarias de la Edad Moderna, arte tan nuestro, tan pegado al alma étnica, que acaso en él más íntegramente que en el sagrado terruño, reside y alienta nuestra nacionalidad insumergible.

    Semejante resurrección era digna de los creadores alientos y del fervoroso españolismo de Menéndez y Pelayo, y él sólo la realizó íntegramente con aquella generosa prodigalidad de sí mismo con que nos daba en cada cual de sus obras mucho más de lo que nos prometía, en cuatro estudios colosales, de cuyas páginas desborda a cada paso el torrente de su saber y el esplendor de su mente reveladora.

    Porque si por orden de épocas le seguimos, hallaremos que también cronológicamente le debemos la reconstrucción completa de la historia del teatro español, ya que su crítica resucitadora abarca los cuatro grandes siglos de nuestra historia dramática; [4] desde la Celestina –estudiada en sus más remotos precedentes– hasta el advenimiento del Romanticismo, es decir, desde las postrimerías del siglo XV, en que se produjo la tragicomedia inmortal, hasta bien entrado el siglo XIX, hasta el estreno de La conjuración de Venecia, en que Martínez de la Rosa nos anticipó el romanticismo.

    Evidente es que los cuatro grandes estudios a que me refiero, son los «Orígenes de la Novela», los «Prólogos» a las «Obras de Lope de Vega», «Calderón y su teatro» y la «Historia de las ideas estéticas», amén de algunas páginas de la «Historia de la Poesía hispano-americana» y de los varios opúsculos, discursos, artículos, prólogos o monografías en que el insigne polígrafo trató de nuestra dramática, trabajos casi todos resumidos o incorporados en los cuatro grandes estudios. Comienzan éstos, en orden al tiempo, en los «Orígenes de la Novela», juntamente con los cuales reconstituye Menéndez y Pelayo los orígenes de nuestro gran teatro indígena, partiendo de la Celestina y de sus imitaciones novelescas y dramáticas.

    Lo que la Celestina es, lo que atesora, lo que sugiere y significa, el caudal enorme de elementos propios y extraños de que se nutrió la grande obra, asimilándoselos mediante la energía transformadora del arte, la innovación que representa en la dramática europea, el inestimable contenido estético, la inmensa aportación de materiales con que ella sola contribuye a la formación de nuestra dramaturgia, más aún que a la de nuestra novelística, evidéncialo Menéndez y Pelayo en el portentoso estudio que alumbra con vivísima luz todo nuestro siglo XVI, y que de hoy más será base granítica de la historia de nuestro teatro.

    El comentario de Menéndez y Pelayo a la Celestina, es tan clásico y vividero como la Celestina misma.

    De tal modo la crítica avasalladora del maestro se apodera de la magna tragicomedia, que llega a hacerla tan suya como si él la hubiera concebido; vemos su inteligencia soberana penetrar en la intimidad creadora del autor del viviente poema de amor y muerte, sorprender los secretos de su arte, montar y desmontar a su antojo el mecanismo estético de su producción inmortal, señalar los caminos que trajeron las ideas y reminiscencias refundidas en su obra, que nació de la conjunción de la antigüedad clásica con la España del siglo XV, y adquirimos la convicción [5] de que Menéndez y Pelayo hubiera sabido crear con creces de gloria ésta como cuantas obras estudiaba y exponía, y la certidumbre de que sólo quien tal impresión nos da merece el nombre de maestro de la crítica y resucitador de la Historia. Lástima no poder seguir al maestro en su viaje a través de la típica literatura del siglo XVI, toda impregnada en humanismo y en fuerte jugo de realidades, y verle revivir, juntamente con sus autores, aquellas obras que fluctúan entre el libro y el escenario, tragicomedias para leídas y novelas para representadas, obras concebidas, en la sabia atmósfera de las escuelas y en el suelto vivir estudiantil o soldadesco de aquel siglo, en que cada bachiller soñaba en escribir su Celestina, después de haberla vivido; y ver cómo entre la imitación ineludible de la Celestina y la creciente exaltación del sentimiento del honor, entre la orgía pagana del Renacimiento y el arder de la fiebre mística, en aquella resaca moral que hervía espumosa desde el Boccacio a Santa Teresa, se va cuajando la forma nacional, desde Torres Naharro hasta Lope.

    Pero aún después de todo ese proceso de elaboración de nuestra dramática, el milagro de la creación estética, no se hubiera cumplido sin el genio animador de un gran poeta. Y este poeta fue Lope, que halló en nuestro polígrafo, historiador digno de su grandeza sin ejemplo.

    Leyendo a Lope, comentado por Menéndez y Pelayo, siéntese emoción semejante a la de ver el cielo reflejarse en el mar; son dos inmensidades que se afrontan, y en sus ilimitadas lejanías se confunden en una sola unidad sublime.

    El teatro de Lope es una de aquellas asombrosas síntesis de que sólo fueron capaces los proteos de aquellos grandes siglos, es el alma romántica y brava de España encerrada en la urna plateresca del Renacimiento; es la Iliada nacional cantada por un Homero quinientista; más aún, como con alta conciencia de lo que fue y de lo que no fue Lope, dice Menéndez y Pelayo: «La mayor gloria del padre de nuestro teatro, es haber reunido en sus obras todo un mundo poético, dándonos el trasunto más vario de la tragedia y de la comedia humanas; y, si no el más intenso y profundo, el más extenso, animado y bizarro de que literatura alguna puede gloriarse».
    Conocedor como nadie Menéndez y Pelayo de la psicología y [6] aun de la fisiología de Lope de Vega, pudo con lógica rigurosa deducir del árbol el fruto y del hombre la obra. Seguro de que aquel hombre de llama y de borrasca que vivió la vida de los andantes, de los poetas, de los aventureros, de los soldados, de los clérigos –¡todo el vivir de sus tiempos!– desencantado en lo erótico, arrebatado en lo místico hasta desmayarse celebrando misa, pronto siempre a escapar de la realidad por las puertas del ensueño, de la pasión o de la fantasía, no pudo ser y no fue jamás sereno y desinteresado observador de la vida; cierto de que Lope, que procedía por ráfagas, por llamaradas, por relámpagos, con los ímpetus de las fuerzas magníficas de la Naturaleza, era un poblador de la escena, pero no podía ser, a un tiempo, síntesis y análisis, perfección y equilibrio, en esta segura conciencia de lo que fue y de lo que no fue Lope, inspiróse el gran crítico al estudiar aquella producción ciclópea.

    El curso impetuoso de la inspiración de Lope, arranca no menos que de la creación del mundo; bordea el sagrado Oriente reflejando escenas bíblicas, vidas ascéticas, leyendas semihagiográficas, historias semifabulosas; fluye entre nieblas de ensueño por las regiones de la clásica mitología; intérnase y corre a rienda suelta por las rientes praderías de la Arcadia y por los prestigiosos dominios de la andante caballería; pero donde se explaya más grandioso, donde hierve con más generosos bríos, donde canta con más levantados tonos es en los tendidos, gloriosos campos de la épica nacional. Allí es donde Lope se revela entero; allí donde inagotablemente se prodiga; en aquellas «rapsodias épicas dramatizadas –habla Menéndez y Pelayo– con cuyos hilos de oro fue tejiendo el poeta los anales de la patria común, llevando de frente toda la materia histórica, o tenida por tal, desde el drama que enaltece la final resistencia de los cántabros contra Roma, hasta aquellos que conmemoran, a modo de gacetas, triunfos del día o del momento, como el asalto de Maestricht, o la batalla de Flerus». Asombra la suma de erudición que significa la obra inmensa de Lope y su estudio y comentario realizados por Menéndez.

    Pasma el considerar que esa labor ciclópea que requería un hombre, un sabio todo entero, y que hubiese quebrado los bríos a los más atléticos luchadores, sea una sola de las gigantescas reedificaciones de ese Atlante de las letras, del único escritor digno de [7] eternizarse en la misma constelación gloriosa al lado del gran Lope, creador de nuestro teatro. Y aún le debemos mucho más: al reconstituir la personalidad y dictar la crítica de Lope, esbozó la semblanza estética de Calderón y erigió lo fundamental de su crítica, ya genialmente adivinada por él desde su mocedad en aquellas ocho conferencias improvisadas con bríos y fogosidades de combate que constituyeron el libro Calderón y su teatro; y aunque el maestro, en su prólogo a un libro mío,
    {2} se doliera de la crudeza con que están expuestas y del espíritu polémico y agresivo con que aparecen animadas sus ideas críticas acerca de Calderón en aquellas torrenciales improvisaciones, no revocó sus juicios, «porque creo verdaderas en el fondo –dice– la mayor parte de las ideas críticas que allí se apuntan»; y aquella crítica adivinatoria, anterior a la crítica histórica, anterior a los Documentos Calderonianos, en que Pérez Pastor exhumó la vida del gran poeta, subsiste casi íntegra. Menéndez y Pelayo declara en este libro que Calderón era altísimo poeta religioso, tanto, que «en la historia de la alegoría, dentro de la literatura cristiana, habría que colocarle en puesto muy cercano al Dante, pero no era el único ni el mayor de nuestros poetas dramáticos». Después de Sófocles, después de Shakespeare, debemos colocar a Calderón, con todos sus grandes defectos, por más que personalmente no nos sea tan simpático como otros dramáticos nuestros.{3} Inmediatamente cita a Lope, Tirso y Alarcón, y en otro lugar declara «ya entonces y coincidiendo con Grillparzer, antes de haberlo leído, mi íntima predilección se inclinaba hacia Lope.{4} Sin embargo, el libro Calderón y su teatro, contiene con la crítica de Calderón la apología de Tirso. Más tarde, al comparar El médico de su honra, de Lope, con la creadora refundición calderoniana, trazó en cuatro valientes rasgos la semblanza estética de que «no era el genio indómito y desbocado que soñaron los románticos», sino al contrario, un espíritu muy reflexivo, un gran conocedor de las tablas que [8] rayó a insuperable altura en el arte de llevar a perfeccionamiento sin igual una invención totalmente ajena. Y tanto en los Prólogos a Lope como en los «Orígenes de la Novela», aportó el maestro un tesoro de noticias acerca de las fuentes y elaboración de La vida es sueño, así como de la génesis y precedentes de El Purgatorio de San Patricio, Los hijos de la Fortuna, El Castillo de Lindabrides, Amar después de la muerte, El Astrólogo fingido y otras obras del autor de El Alcalde de Zalamea.

    En cuanto a Tirso, ya dije que el libro «Calderón y su teatro», contiene con la crítica de Calderón la apología de Tirso, a quien el autor concede resueltamente la primacía y superioridad en cada uno de los géneros en que Calderón le sigue o le imita la Comedia palaciega y la de Capa y espada, la de Carácter, la Tragedia, el Drama histórico y el Drama religioso, reconociendo además la primacía de Tirso en los más esenciales dotes del dramático: «la creación de caracteres vivos enérgicos y animados», la fuerza cómica y la trágica, la gracia, la discreción y la pintoresca soltura, la profunda ironía, las novedades felices y pintorescas audacias, de la lengua, el dominio de la psicología femenina y los dotes de hablista y de escritor. En suma, a pesar de ciertos reparos más de índole ética que estética que Menéndez y Pelayo puso a esas lecciones suyas en su prólogo a mi libro Del siglo de oro, tanto en ese prólogo como en su discurso acerca de los autos sacramentales, que fueron su última palabra sobre Calderón, mantuvo en todo lo esencial la crítica que formuló en «Calderón y su teatro», que fue la sustentada por él en toda su magna obra: en los Orígenes de la Novela, en la Historia de las Ideas Estéticas, en sus Prólogos a Lope, en su artículo «Tirso de Molina».

    Reconoce además Menéndez y Pelayo, la alta significación de Tirso como defensor y apologista de la forma dramática nacional...

    Blanca de los Ríos
    Última edición por ALACRAN; 03/10/2020 a las 16:10
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  3. #3
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    Re: Menéndez Pelayo, revelador de la conciencia nacional española

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Texto sobre Menéndez Pelayo de Ernesto Giménez Caballero, extraída de "Genio de Castilla, II parte" (Ver la I parte en: Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas )


    (,,,) II MENÉNDEZ PELAYO

    (Faro en la noche marina de España)

    TIERRA Y MAR, DESDE CABO MAYOR


    (…) Si el cine, que ha logrado ya hacernos ver —en unos minutos— el paciente proceso germinativo de una planta o un óvulo—, pudiera hacernos asistir a la secular formación de una roca abisal, quedaríamos pasmados al contemplar cuánto lento polvo, cuántos «apiñados terrones» (corpúsculos) se necesitan para que cristalicen mineralmente en peña: y que la piedra se hinche en roca, y la roca en cerro, y el cerro en montaña.

    Del mismo modo, sería maravilloso presenciar —al ralantí— cómo, de la Tradición espiritual española en nuestra Edad Imperial —abrasionada y triturada por las catástrofes sísmicas de tres siglos y hundida en el mar del olvido—, pudo irse acumulando grano a grano, erudito a erudito, terrón a terrón, página a página, el túmulo ciclópeo que había de aflorar a superficie con la figura peninsular de Menéndez Pelayo. Emergida como triunfal arrecife, de la nada profunda y oceánica. Levantada sobre el mar como este Cabo Mayor: un ojo luminoso en la frente Menéndez Pelayo: faro nuestro, en la noche de España.

    Precisamente a mí me ha gustado en mis libros desde siempre, presentar a nuestras juventudes la Historia española con la imagen plástica de una Montaña. Hasta el vértice de 1492 todo fue en ella proceso acumulativo. A partir de esa fecha verticilar hay un momento —casi un siglo— que todo es majestad: cima: cumbre: “latet in majestate natura”. Pero ya desde 1588 —desde la derrota de la Escuadra Invencible— el mar se come nuestra montaña : el viento meteoriza picos, denuda laderas.

    Diaclasas o fracturas internas (las guerras civiles) ayudan a desmembrar la sacra mole. Hasta que al llegar el fin del siglo XIX —con el derrumbe final del 98— todo es ya nada. Todo es un mismo nivel líquido. Una auténtica “liquidación”.

    De igual modo: la conciencia «histórica» de España que fue ascendiendo, ascendiendo, desde Séneca, desde San Isidoro, Alfonso X, Lulio, Don Juan Manuel, hasta Nebrija, Vives, Cervantes, Mariana, Suárez, Arias Montano, Caramuel, Quevedo —fue ya desde Quevedo hundiéndose en un abismo cerúleo y misterioso : en el silencio de los siglos—. Pero de ese silencio abismal había de renacer —sedimentándose— piedra a piedra, palabra a palabra, lo que perderse no podía: esa misma conciencia hispánica.

    ¿Puede señalarse el año 1591 —tres años después del derrumbe de la Invencible— como el primer conato de “sedimentación renaciente” sobre lo que perecía? En ese año se publicó un libro de Juan Costa «De conscribenda rerum historia» que era ya la continuidad, en cierto modo, de aquel canto total de nuestro imperio que empinara por 1553 Alfonso García Matamoros: «De adserenda eruditione sivi de viris Hispaniae doctis».

    No vamos a señalar nombre a nombre, libro a libro los sedimentos tradicionales del proceso acumulativo anterior a Menéndez Pelayo. Pero sí sus etapas esenciales. El siglo XVIII fue el de la crítica meteórica —casi ciclónica— contra la masa total del bloque español. Hielos, arrasamientos, lluvias, lágrimas, nuberos, ventolines, nieves, amarguras. Fundada España sobre el magna Eogénico de Roma y de una fecunda Monarquía gótica —se pretende en el siglo XVIII trasladar —derivar— esta sustancia nucleal, hacia aguas lejanas y extrañas, para que valiesen, sus detritus rocosos, como canalizadora escollera y protección de ajenos navíos, como puerto mercantil de hostiles pueblos.

    Todo parece deshecho, pulverizado, criticado, en el siglo XVIII. Pero en lo hondo del mar trabajan las arenitas por hacerse un montón y el montón otra vez peña. Este doble proceso contrario de crítica y sedimentación (negativo y positivo) se da en cada uno de los componentes españoles de este siglo.

    Así, mientras Feijoo en su “Teatro Crítico” (1726-60) deshace creencias populares y racionaliza (tritura) bases espirituales de esencia intangible, por otra parte «salva», como él mismo dice, «Historia y glorias de España».

    Jovellanos (1744-1810) tiene esa misma teoría entre lo nuevo y lo tradicional. Y esa es la íntima tragedia de todas las almas hispánicas del siglo XVIII.
    Pero es de ese siglo de donde arrancan las bases del futuro renacer.

    A Forner —le debemos— frente a la erosión francesa, la fundamental «Oración apologética por la España y su mérito literario» (1786). A Fray Martín Sarmiento el sedimento de sus «Memorias para la Historia de la poesía y poetas españoles» (1775). A Ferreras su «Sinopsis histórica cronológica de España» (1700-1716). A Burriel la copia de dos mil documentos del pasado español.

    A Mayans, los «Orígenes de la lengua española» (1737) salvando del naufragio neo-clásico y enemigo la reliquia preciosa del «Diálogo de la Lengua»), de Valdés.

    A Flórez, la colosal acumulación de su «España sagrada» (1747).

    A Cerdá, la impresión, la liberación textual, de esenciales clásicos olvidados (García de Matamoros, Sepúlveda, Moncada, Alfonso el Sabio, Jorge Manrique, Fray Luis, Gil Polo...).

    A Juan Bautista Muñoz, le es deuda su aportación sobre, la «Historia del Nuevo Mundo» en los momentos en que se desencadenaba el temporal sobre la obra de España en América.

    A Masdeu, el renacer futuro español le es deudor de su «Historia de la cultura española» (1783-1801).

    A D. Luis Josef Velázquez sus aportes sobre la España pre-románica.

    A Lampillas sus defensas creadoras de lo español, frente a los ataques neoclásicos de Betinelli y Tiraboschi. A los Padres Mohedanos su esbozo a un informe de una «Historia literaria de España» (1766-1791).

    Al Padre Andrés y al Padre Arteaga sus audaces estudios sobre la Música de España.

    A Hervás y Panduro la fundación de la filología comparada con su «Catálogo» de las lenguas de las naciones conocidas (1800-1805).

    En Paleografía son D. Cristóbal Rodríguez, Terreros, quienes sedimentan lo que se perdía. En Diplomática, son Berganza, Salazar y Castro, Floranes, Vargas Ponce. En Numismática, Pérez Bayer. En Bibliografía y Bibliología, el P. Miguel de San José, Casiri, Rodríguez de Castro, Ximeno, Fuster, Latassa, Sempere Guarinos. En Legislación, Martínez Marina...

    Junto a estos nombres de pórfido, los hay más humildes, pero no menos eficaces, que luchan y reaccionan con dureza de cuarzo, frente a implacables corrientes disolutivas. Así, frente a la concepción afrancesada de Nasarre al considerar la Novela cervantina se levantan las voces «líticas» minerales de Zavaleta, Nieto, Molina, Maruján. Frente a la desviación descastada sobre el Teatro español de los Montiano y Luyando, Clavijo y los Moratines, están las residencias apologéticas de Jaime Ducus, Romea y Tapia, Nipho, García, de la Huerta.

    Frente al olvido de lo Heroico en el prosaico siglo XVIII el montañés Tomás Antonio Sánchez desvela la alucinante presencia del genio épico de España publicando el «Poema del Cid» entre otras «Antiguas Poesías Castellanas» en 1779.

    Al llegar el siglo XIX, mientras los viejos restos de la montaña sagrada los arrastran vendavales críticos al fondo del mar, allá en lo hondo, lo hondo, prosigue (invisible todavía) el lento proceso sedimental de un alba nueva.

    Böhl de Faber acumula el arrecife coralífero de su «Floresta de rimas antiguas castellanas» (1821-25), mientras D. Agustín Duran complementa esa reaparición de los Romances viejos con la publicación de su «Romancero» general (1828).

    También Böhl de Faber publicó el «Teatro anterior a Lope de Vega» como el drama que pudiéramos llamar geológicamente hablando: eozoico. Primordial.

    El proceso sedimentativo crece por momentos y el bloque rocoso donde va a erguirse el faro guiador de Menéndez Pelayo empieza a adivinarse bajo las ondas. Y ello es debido a la superfetación prodigiosa de las papeletas y apuntes de un acarreador magnífico: Bartolomé José Gallardo (1776-1852), con su riquísimo «Ensayo de una Biblioteca española de libros raros y curiosos...» Desde Gallardo a Milá Fontanals —lapso de una generación— cuajan nuevas aportaciones preciosas.

    Pedro José Pidal (1799-1805) recupera el «Cancionero de Baena». José María Cuadrado (1819-1896) descubre los «Recuerdos y bellezas de España». Leopoldo Augusto de Cueto (1815-1901) revela las «Cantigas de Alfonso X el Sabio» y bosqueja fecundamente la «Poesía castellana del siglo XVIII». Fernández Guerra estudia a «Quevedo». Cañete a «Lucas Fernández». Cayetano Alberto de la Barrera redacta en 1860 el «Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español desde sus orígenes hasta mediados del siglo XVIII». Amador de los Ríos (1818- 1878) rejuvenece a «Santillana» y compila ya valientemente una «Historia crítica de la Literatura española».

    Surgen los «cervantistas» para proclamar la eternidad de lo hispánico: Pellicer, Fernández Navarrete, Clemencín, Hartzenbusch, Tubino, Benjumea, Asensi, Pardo de Figueroa, Sbarbi, Vidart... Comienzan las contribuciones de los arabistas españoles con Gayangos (1804-1897), Codera (1836-1917)...

    Y ya —con empuje incontenible— se sobreponen volúmenes y volúmenes, hasta 71, en la ingente masa de la «Biblioteca de Autores Españoles» (1846-1880), publicada por iniciativa de Aribau y Rivadeneyra.

    Don Manuel Milá y Fontanals (1818-1884), maestro inmediato, cumple el último proceso de sedimentación tradicional. Y Menéndez Pelayo —con su recia mole corporal de tritón, sus barbas chorreantes de blanca espuma— surge, ¡al fin!, al aire hispánico.

    Parece una Torre de Triunfo alzada sobre el mar. Parece un ojo luminoso —faro nuestro— señalando otra vez caminos en la noche. Hasta la hora de amanecer España.

    ***

    Decía el montañés Antonio de Guevara en una de sus Epístolas que ya otro montañés, Santillana, afirmó ser «peregrino o muy raro el linaje que en la Montaña no tuviese solar conocido». Marcelino Menéndez Pelayo fue un montañés o cántabro puro. «Hijo de la Cantabria fuerte» —como él mismo se proclamó en una poesía—.

    Aunque nacido en Santander (3 de noviembre de 1856) — «en la región... donde arrullara mi ondulante cuna — del mar profundo y del airado viento bronco silbido»—, Menéndez Pelayo procedía de las Asturias de Castropol por su padre, un Menéndez. Y del Valle del Pas, por su madre, Jesusa, cuyo apellido Pelayo otorgó al hijo como una ascendencia mítica de reconquistador astur.

    Pedro Laín, en su excelente y serio libro sobre el Maestro, publicado por el Instituto de Estudios Políticos (1944), obsesionado con el problema biológico y culturalista de las «generaciones», ha querido precisar el linde histórico de nuestro cíclope.

    Perteneció —según Laín— a una promoción de sabios que llama, afortunadamente, «regeneracionistas» (Cajal, Hinojosa, Ferrán, Ribera, Oloriz, Gómez Ocaña, Turró, Cossío...). Podía haber añadido otros aun más afines en la línea de resurgimiento tradicional, como Pérez Pastor (1842- 1908), Paz y Mélia (1842-1927), Rubio y Lluch (1856-1936). Y aun Rodríguez Marín (1855-1943).

    Pero yo creo poco en las generaciones como entidades de eficacia histórica. Creo más en las semillas o genes cíclicos que todas las generaciones comportan. Cada cual somos semillas de una especie, de una constante en la Historia. Y al perecer —si hemos logrado dar nuestra cosecha fecundamente— dejaremos también semilla, tradición: espíritu, para ser continuada con ese ritmo cíclico que determina la vida misma: en el cielo con el día y la noche, en el año con la primavera y el invierno, en la ética con el bien y el mal, en la historia con las Ordenaciones y las revoluciones. En cada generación hay varias semillas. Pero no todas arraigan en cada lugar y tiempo. Pues una patria es, al fin, tierra. Y cada tierra especifica y selecciona sus semillas. Y las que son alógenas, descastadas o ininjertables, terminan por secarse y extinguirse.

    Menéndez y Pelayo creía firmemente que la Historia caminaba por ciclos y no por generaciones.

    Si no hubiésemos anteriormente mostrado cuáles fueron los antecedentes germinales de Menéndez Pelayo, su proceso geogénico o seminal, nos bastaría con indicar ahora que Menéndez Pelayo tiene más nexo con espíritus lejanos a su generación (los arriba citados, por ejemplo: Santillana, del XV, y Guevara, del XVI, precisamente por ser ambos de linaje o semilla montañesa y de «tempo» renacentista) que con cualquier «romántico» de sus propios coetáneos.

    ¿Quién dijo que Menéndez Pelayo fue un romántico ? ¿Y que Cantabria tiene mucho que ver con la infinitud atlántica, brumosa y antihumanista?

    Si algo fue Menéndez Pelayo, fue un humanista, un entusiasta de lo humano, amando a un Dios humanizado, «personal y vivo», y detestando todo lo nocturno y panteísta. (…)

    Pues si estas tierras de la montaña —por sus rocas, su fauna y su mítica, están conectadas con el secreto mismo de Europa, Menéndez Pelayo, su hijo más genial, también estaba ligado, por secretas vetas de su sangre, a los filones prodigiosos de Grecia, de Roma y del prístino arianismo europeo. A un sistema histórico que se manifestó y se manifestará siempre como «permanencia» a lo largo de los siglos, con el divino nombre de Renacimiento.

    Renacimiento... ¿de qué? Pues de algo imperecedero. Tan imperecedero como la fase medieval de la Historia; tan imprescriptible como las llamadas Edades Medias, esas épocas oceánicas donde naufragan los imperios humanistas.

    La Historia no tiene más que dos tiempos : «Renacimientos» y «Edades Medias». Como tiene el cielo Día y Noche. Y el mundo Tierra y Mar. Y los estilos dos formas: Clasicismo y Romanticismo.

    El propio Menéndez Pelayo proclamó «instintivamente« aquella «Santa ira» contra la Edad Media: «Ensalcen otros a la Edad Media: cada cual tiene sus devociones».

    Si más tarde de cuando lo dijo (1881) suavizó su juicio fue porque comenzó a encontrar, el Medievo un proceso inevitable para el Renacimiento. Por eso él explicaba : «A la idea de Renacimiento (grande, necesaria y santa) sirvieron, cada cual a su modo, todos los grandes hombres de la Edad Media, desde el ostrogodo Teodorico hasta Santo Tomás».

    Y es que los hombres en la historia se clasifican en dos clases: los «degenerativos», que buscan en todo Renacimiento una disolución medieval. Y los «regenerativos», que en toda medieval disolución perciben un aletear renacentista.

    Menéndez Pelayo era de estos últimos. Resurgentista : altamirano. Con ímpetu de primavera en el más crudo invierno. En su alma cantaban alondras y verdeaban prados. ¿Era por eso un pagano, como él mismo se profesaba en arte? («en arte soy pagano hasta los huesos... pese a quien pese). ¿Era «demasiado griego», como le llamó con cierto recelo su propio maestro Milá?

    No. Menéndez Pelayo rechazó la Edad Media con el mismo sentimiento con que subestimó sus dos más esenciales componentes; románticos y bárbaros: el Oriente (islámico) y el Occidente (germánico). Si más tarde rectificó su visión de lo arábigo y del germanismo, fue en la medida que ambos también prepararon el Renacer de lo Clásico, de Grecia y Roma cristianizadas, hechas catolicismo.

    ¡Lo Católico! He ahí donde Menéndez Pelayo cifra el sustrato de su europeidad.

    Pero ¿cuál fue el Catolicismo de Menéndez Pelayo? Hasta los días casi de nuestro Movimiento puede decirse que ese Catolicismo suyo fue mal comprendido. Los reaccionarios, con visión partidista, enana y parlamentaria, quisieron utilizar ese su catolicismo como una especie de propaganda electoral, parroquial o casinera, para fines bien estrechos. Provocando en los escaños contrarios un sentimiento de repulsa que llegó a colocar la obra genial de Menéndez Pelayo en una especie de «Literatura rosa» sólo buena para seminaristas, doncellas y piadosos padres de familia.

    Duro temporal que debió soportar, contra esa época mezquina en que había «tradicionalistas» para los cuales la Tradición genuina consistía en un pespunte de última hora con Londres y París por modestas conveniencias dinásticas. Y en que los «revolucionarios» pretendían hacer de España un paraíso terrenal, con semillas de Jefferson o Marx. Época ésa que el mismo Menéndez Pelayo apostrofó con aquellas inolvidables palabras: «Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan».

    Pero el Catolicismo de Menéndez Pelayo era otra cosa bien distinta y más grandiosa que el ojo velado y encizañado de esas gentes no podían percibir.

    Para Menéndez Pelayo su Catolicismo integraba las Clásicas Humanidades antiguas, plenas de Libertad y Alegría, con la más estricta observancia de las Verdades Reveladas en el Oriente de Belén. Y todo ello fundido por el genio unificador —«uni-verso»— de España.

    Para Menéndez Pelayo esa «armonía suprema» la había ya encauzado en nuestra patria Cervantes con su novela, Vives con su Filosofía, Vitoria con su Teología...

    El supo ver —como antes nadie— el secreto nacional del “Idealismo realista” característico del pensar español. Ese secreto que hizo a Fox Morcillo conciliar Platón con Aristóteles. Y al Vivismo: Reforma y Catolicidad. Y a Pereira, Sepúlveda, Gouvea, Vallés: la Escolástica con el Nuevo Método inductivo. El que quintaesenció la «Ciencia media divina» de Molina y Suárez. Ese mismo espíritu conciliar, mesurado, armonista —característico de nuestras mejores almas, de nuestro mejor estilo, de nuestro mejor lenguaje (Celestina, Valdés, Fray Luis Lope, Teresa, Cervantes) que aun hoy mismo, no digamos ya a nosotros, sino al propio Ortega con toda su aparente heterodoxia, empuja a unificar la Vida y la Razón, y a hablar de una Razón Vital, de un Quijote y Sancho en la metafísica española. Menéndez Pelayo no fue por ello un ecléctico como alguien que no le conoció y no nos conoció a los genuinos españoles, pudo pensar. Fue: un católico. Y por eso mismo, un corazón con «medida» espiritual, integradora. Menéndez Pelayo comprendió al Occidente inglés de un Hamilton y al Occidente alemán de un Hegel. Como también comprendió, siempre con amor, el Oriente de un Maimónides y el un Aben Tofail. Pero los comprendía —precisamente— porque su mente con antenas luminosas de faro podía tocar «todos los extremos» y coordinarlos en corona de luz : en esfera mística. Con fórmulas integrales que son las que informan toda su obra universa], potente, triunfal. ¡Sinfónica!

    No es plástica la obra de Menéndez Pelayo —aun cuando su pluma se impregnara del sol helénico, del relieve romano y de la sal y color del Mediterráneo.

    La obra de Menéndez Pelayo es —además de lucífera-—: ¡musical! Otra cualidad etérea. Pero poseyendo la clave europea de lo «sinfónico». La capacidad coordinadora de toda discordancia. La melodía sidérea que llevan los astros por el cielo. Su obra es un concierto —pitagórica y beethoveniamente hablando.

    Hay en esa obra un motivo central que es: la fe. Y una modulación de ese motivo, que se adapta a lo que toca, con tempo musical: ya alegre, vivaz; ya andante y majestuoso.

    Tomad un trozo cualquiera de esa prodigiosa partitura de su obra roquera, montañesa y sinfonial. Si se examina con fervor y microscopio, como un esquisto de cuarzo, descúbrese en el acto, junto a una pura y rica geometría de estrellas, ecos inefables y perfectos de música planetesimal y cósmica. Rumor elemental.

    Dicen que toda filosofía es una aclaración del mundo. Y que Menéndez Pelayo fué sólo un historiador y no filósofo.

    Menéndez Pelayo fue algo más que filósofo e historiador: un vidente o faro. Poeta: en su sentido originario y religioso. Toda la obra de Menéndez Pelayo es un maravilloso Poema de España para explicar el mundo.

    No explica España desde fuera, con postulados teóricos y pedantes. Sino que, a través de España, ve el mundo. "Y lo ve como sólo podían verlo los ojos milenarios del que había integrado, año tras año, siglo tras siglo, la experiencia acumulada de visiones anteriores. La Historia es para él un anteojo divino. Al fin y al cabo ¿qué es un faro en la noche sino un eje de luz sobre el que gira el mundo mientras él escudriña todos los puntos cardinales? Inmoble en su roca, consolidado a esa base firme por Dios creada, Menéndez Pelayo representa en el acaecer de España un proceso secular de videncias y sapiencias anteriores, que buscaban salvación y renacimiento.

    Sin Menéndez Pelayo no hubiera amanecido España para nosotros. Todas las tentativas de llegar a puerto habrían, una vez más, naufragado. Como naufragarán el día que deje de entenderse la música y su luz: su mensaje. Música y luz que nos guiaron y nos guían.

    A Menéndez Pelayo debimos nuestra victoria.

    Victoria que puede malograrse.

    Pero aunque esa victoria un día envejezca o se quiebre o se traicione, ¡sabedlo!,- ¡oh esperanza cierta!: ¡no importa ya!

    Porque la máxima revelación que el Maestro nos ha confiado no ha sido sólo esa de continuar su obra sobre «superficie ya histórica y actuante». Sino ante todo: el saber que, aun derruido nuestro esfuerzo, este esfuerzo ¡no perecerá ! No se aniquilará. Reducidos a polvo, a arenilla, a pura miseria mineral —otra vez «la Historia saldrá de la no Historia)— como también decía el gran Unamuno. Otra vez comenzarán las acumulaciones invisibles bajo el agua, la unión de nuevos camaradas que nos prosigan y perpetúen. Y afloren, al fin, en nuevo amanecer los brazos erguidos de sus torres, de sus faros —en la medieval noche implacable y envidiosa de la espuma y de la galerna.

    Un pueblo es como una montaña: un ciclo de morir y de resucitar. De ansias y heroicidades indecibles.

    El genio que Menéndez Pelayo acumuló, era inmortal. Y no podía sucumbir definitivamente. Por eso emergió, roquizo, en él. Y con él, y tras él: en nuestra actual España.

    Si esta España que es la continuidad de ese genio —otra vez el mar la hunde en sus simas y otro oscuro romanticismo con sus Orientes y Occidentes extremos brama en la noche—, ¡esperanza! Nos sabemos inmortales. Dios —nuestro Dios católico y eterno—, que es Resurrección, está con nosotros. E impele ya nuestro espíritu. Y el Espíritu no muere. Es santo. Y tiene forma de paloma para volar, al aire azul, tras todo diluvio por universal que sea. El Espíritu —hecho otra vez Tradición, semilla fecunda, sedimento vivo— consolidará nuevas rocas. Y las rocas —ya lo sabéis—-, como los corazones, ascenderán siempre hacia el cielo. ¡Siempre hacia arriba!

    ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO.


    Última edición por ALACRAN; 16/06/2024 a las 12:25
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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