Revista FUERZA NUEVA, nº 572, 24-Dic-1977
MAURRAS, LA TOUR DU PIN Y FRANCO
Por Jaime Tarragó
No quiero dejar pasar la fecha del veinticinco aniversario del fallecimiento de Charles Maurras sin dedicarle un recuerdo aplicado a nuestra actualidad. Era el 16 de noviembre de 1952 cuando el viejo luchador sucumbía, después de haber encontrado con fulgores de verdadera y sublime iluminación, el camino de la fe. La sombra bendita de su madre, la influencia de monseñor Penon -que le salvó de crisis terribles- y una íntima devoción a la Virgen María, así como la comunión de los santos (que personificamos en la intervención del Carmelo de Lisieux, con vidas inmoladas y entregas generosas, a fin de que Maurras, con absoluta firmeza, encontrara la verdad cristiana en toda su plenitud) coincidieron en su final, que rubricaba toda una ejecutoria de amor a Francia y a la política nacional más auténtica.
No negaremos que, con las cautelas precisas, tenemos una devoción de discípulos para Charles Maurras. Nacido en Martigues, en 1868, su vida fue una lucha inteligentísima y genial para retornar a Francia a su destino. Maurras es un antirromántico por excelencia. Él entendía que toda la barbarie de nuestro mundo procede del instinto pasional en que siempre se conjuga la fascinación subversiva. Para Maurras, las naciones “son amistades”. Por esto afirmaba:
“Esta aseveración mide la profunda malignidad de todo sistema de lucha entre los miembros de una nación. Importa esencialmente que todas las buenas cabezas y los buenos corazones de los hombres hoy día en vida, arrojen la fórmula de Marx, cuyo único sentido es la ruptura de la larga amistad a la cual pertenecemos”.
Y así, Maurras llega a la elaboración del nacionalismo integral, tan adaptado a la genuina civilización. Maurras es un máximo expositor de la monarquía tradicional. Él alcanza este atajo por caminos inductivos, pragmáticos, positivistas. Sin ser tomista, en su sentido estricto, vigorosamente llega a las conclusiones políticas de la teología proyectada sobre la sociedad, y Maurras fue para Francia el mejor profeta, el más inspirado guía de su juventud.
Dejemos aparte su conflicto con Roma, resuelto por Pío XII. Pero lo que nadie podrá negar es que la democracia cristiana permanece condenada por San Pío X, y que el tesoro doctrinal político de Charles Maurras está incontaminado de cualquier error religioso, ya que los puntos vulnerables pertenecen a su pensamiento particular como ensayista y agnóstico, como pagano en algunas teorías estéticas y obras de juventud. Pero su obra política, la Acción Francesa, responde al derecho natural, a la filosofía perenne y a una concepción del orden temporal perfectamente coordinada con la misión sobrenatural de la Iglesia.
Maurras, monárquico antiparlamentario, antidemócrata, antiliberal, ha definido el contenido fundamental de su obra no al servicio de ningún totalitarismo ni absolutismo sino bajo este lema prodigiosamente candente:
“Construimos el arca nueva, católica, clásica, jerárquica, humana, donde las ideas no serían palabras en el aire, ni las instituciones lazos inconsistentes, ni las leyes bandidajes, ni las administraciones fraudes y pillajes; donde revivirá todo lo que merece revivir: en lo bajo, las repúblicas; en lo alto, la realeza, y por encima de todos los espacios, el Papado… Aunque este optimismo estuviera mal fundado, y si, como no creo absoluto temerlo, la democracia se hiciera irresistible, habrá que admitir que eso es el mal, la muerte que gana la partida y cuya misión histórica sería cerrar la historia y terminar el mundo; aun en ese previsible caso apocalíptico, es necesario que el arca franco católica sea construida y puesta sobre el agua frente al triunfo de lo peor y de los peores… Ella testimoniará, en la corrupción universal, por una invencible primacía del orden y del bien. Lo que haya de bueno y de bello en el hombre no se dejará vencer. Esta alma del bien habrá ganado, a su manera, su salud moral y quizá la otra. Digo quizá por no hacer metafísica, y me detengo al borde del mito tentador, pero no sin fe en la verdadera paloma, como en la verdadera brizna de olivo, por encima de todos los diluvios”.
Siembra inagotable
La siembra doctrinal de Maurras es inagotable. Todavía hoy (1977), Francia tiene esperanza de resurgimiento porque está vivo el magisterio de Maurras. Y en España, Maurras tuvo discípulos: Sainz Rodríguez, Ansón, Areilza, Pemán, Fernández de la Mora y otros, que jamás captaron la profundidad del tradicionalismo español, y que en Acción Francesa alcanzaban el puerto salvador. Pero, para muchos de ellos, inútilmente, pues hoy añaden a su pasado y a sus intrigas la apostasía de convertirse en los grandes bocazas del constitucionalismo democrático, de los partidos políticos, del sufragio universal. O sea, de aquellos grandes estigmas que hunden indefectiblemente la institución monárquica. “El verdadero objeto de “Action Française” no es, a decir verdad, la monarquía, ni la realeza, sino el establecimiento de esa monarquía, el acto de instituir esa realeza”, dijo Maurras.
Cuando en España se han dado condiciones óptimas para el establecimiento de la monarquía, parece que estos sedicentes monárquicos son el contrasentido más flagrante de aquel Maurras que decían admirar y seguir. Maurras presentaba a la Acción Francesa no como un simple partido de oposición política ni una escuela de filosofía política para transformar las ideas y las costumbres: “Somos una conspiración. Conspiramos para determinar un estado de espíritu”. Pero para España el “estado de espíritu” de la monarquía jamás podía ser la legalización del marxismo, el despedazamiento de la unidad patria, la entrega a la banca internacional, la puerta abierta al divorcio y a todas las vergüenzas del inmoralismo más frenético. Nosotros somos maurrasianos en todo lo que tiene de válido, pero no cortesanos al servicio de algunos sabrán que sectas e intereses…
La Tour du Pin, maestro de Maurras
En las afluencias del pensamiento de Maurras intervinieron decididamente pensadores católicos de primera fila. Citemos a Federico Le Play -en cuya revista “La Réforme Sociale” publicó su primer artículo en 1886- y especialmente al nunca bastante ponderado marqués René de La Tour du Pin (1834-1924). Éste, con su acervo de vocación campesina y espíritu castrense, supo reaccionar frente a los errores de la Revolución Francesa y también de los sofismas vaticanos que, como el “ralliement”, tanto sirvieron para castrar el vigor de la contrarrevolución en Francia. La Tour du Pin, monárquico del conde de Chambord, entendió exhaustivamente el contenido social que requiere la organización de la vida económica y profesional. Más que nadie mesuró los estragos del capitalismo. (…)
Maurras se sintió adicto a La Tour du Pin. Maurras no oculta que es “mi maestro directo”. Y el monarquismo de oro de ley de La Tour du Pin se vislumbra sin tapujos cuando éste denuncia los males intrínsecos de la monarquía constitucional. Dice La Tour du Pin:
“La forma republicana no es la única que se halla fuera de los cánones de la constitución nacional. Es preciso juntar a ella también las formas monárquicas inspiradas en el principio republicano de la soberanía popular, sintetizadas en el cesarismo y la monarquía llamada “constitucional”. El cesarismo procede de la misma sustancia republicana que inspiró la obra de la revolución; por eso se ha llamado su continuador más fiel, codificando y dando vida a las peores iniciativas legislativas, con el concurso de un hombre tan excepcional como Napoleón I …
Notémoslo bien; la soberanía del pueblo, fuente originaria del poder cesáreo no es el derecho histórico de una nación organizada para escoger los agentes de su soberanía, sino una pura delegación del pretendido derecho soberano innato en cada individuo, fuera de toda organización social… El principio republicano propiamente dicho, y más justamente denominado revolucionario, no sólo se abre paso a través de la monarquía plebiscitaria; también triunfa, y de modo más explícito, si se quiere, por medio de la monarquía parlamentaria. Si en la primera forma el pueblo sólo abdica temporalmente de sus pretendidos derechos, en la segunda el monarca abdica de los suyos cada día, pudiéndose decir que en ella los súbditos mandan y el príncipe obedece: si resiste -cosa absolutamente anticonstitucional-, los ministros que le han sido fieles pasan a ser reos de la justicia del pueblo, cuyo derecho han quebrantado, y la última palabra es siempre de este último, porque sólo a él puede recurrir al príncipe en decisiva instancia.
La fórmula según la cual el rey reina, pero no gobierna, sólo sirve para hacer la monarquía despreciable y la república aceptable; gracias a la misma se puede afirmar que la evolución histórica conduce indeclinablemente a esta última forma de gobierno, y aún diríamos más, pues considerándolo a través de una falsa concepción monárquica, ¿por qué detenernos en el camino y no argüir, ya situados en la pendiente, que no sólo conduce a la república, sino también, y con mayor seguridad, a la anarquía?”
En este complejo, perfectamente estructurado, del pensamiento tradicional estriba el éxito de la monarquía. Nosotros no sabemos imaginar las imprecaciones que Charles Maurras habría escrito y las náuseas que le habrían producido el compromiso que, a los dos años de la instauración de la monarquía en España (1977), un comunista como Simón Sánchez Montero, ateo y al servicio de la URSS, con Tierno Galván, marxista y agnóstico, y con Enrique Múgica, del PSOE, dedicaran elogios a la misma. Y es que el constitucionalismo partitocrático es la negación de la monarquía. Y el sufragio universal, su suicidio a plazo determinado. Ni Maurras ni La Tour du Pin, maestros insuperables de monarquismo verdadero, hubieran tolerado esta degradación, del estilo del “affaire Dreyfuss”.
Franco, instaurador de la nueva monarquía
No se ha dado en el siglo XX un caso más espectacular de reconquista nacional y de liberación de la esclavitud soviética que el de España con el Alzamiento del 18 de julio de 1936. Francisco Franco fue el aglutinador providencial de aquel esfuerzo gigantesco, incomparable con ningún momento de las naciones de nuestro tiempo. Y aparte de la reconstrucción nacional, de la restauración de la economía y del progreso impresionante en todos los órdenes de España, Franco, conectado con el pensamiento del tradicionalismo español y de la civilización cristiana, interpretada en lo político por Maurras y La Tour du Pin, entre otros, culminaba su obra con la instauración de la monarquía.
Franco, por sus antecedentes y sentimientos, era adicto a Alfonso XIII, el monarca liberal de tan nefasta historia. Pero Franco, patriota ciento por ciento, cuando llegó la hora en que debía institucionalizar el Régimen sabía que no tenía otro camino que el de la monarquía antiliberal, sin partidos políticos, enmarcada en las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. A don Juan de Borbón y Battenberg, con el que Franco tuvo tantas y excesivas benevolencias, el 27 de mayo de 1943, le escribía:
“Los pueblos no saben ni pueden vivir sin una política: han tener un concepto sobre las leyes, sobre la moralidad, la justicia, la educación, la acción social y la cultura; y todo esto no es más que política. Noble política. Cuando lleva la nación siglo y medio de envenenamiento, extinguiéndose España bajo la pluralidad de los partidos y desmoralizándose con la siembra de ideales disolventes que la colocaron en el nivel más bajo a que los pueblos pueden llegar, no es posible abandonarla a su propio ser sin incurrir en gravísimas responsabilidades: hay que escucharla y educarla bajo unos principios morales, patrióticos y sociales que, haciendo fecunda la sangre derramada, garanticen su futuro”.
Le hace presente Franco a don Juan de Borbón el mismo se presentó en nuestra Cruzada vistiendo la camisa azul y tocándose con la boina roja.
Y Franco, afectivamente ligado a Alfonso XIII, enjuicia así su abandono de los deberes regios en la triste jornada del 14 de abril de 1931. Son palabras de Franco:
“En cuanto a la salida de España del último de los reyes (en lo que, salvando todo el respeto debido a su memoria y a su buena voluntad y deseos de acierto, su decisión en aquellos tristes momentos no puede constituir escuela a seguir por nuestros príncipes -en este juicio la unanimidad de los buenos españoles es completa-, la historia ha de ser en su juicio más rigurosa. Las nobles palabras y su desinterés apreciable como hombre, no le elevan, en cambio, como rey. Mucha fue la sangre que se vertió luego como consecuencia de aquel acto. La marcha del rey y la caída de la monarquía dimanan del momento en que por decisión real fue expulsado del poder el general Primo de Rivera, a cuya instauración como dictador tanto había contribuido la corona cuando el rey, impresionado por la atmósfera caprichosa que le habían formado viejos políticos profesionales, malogró su obra anterior, y una triste realidad vino a demostrarle cuál era la fuerza de los que tanto alardeaban… Esta es la historia que interesa no se repita. Ninguno de los que pretenden aleccionarnos arrastra más que sus propias ambiciones: el puesto perdido, la embajada malograda, el condado frustrado, el bufete perdido o los intereses afectados”. (…)
Luego todo lo que signifique democracia inorgánica, constitucionalismo decimonónico, aconfesionalismo estatal, separatismos tolerados, hundimiento económico y demagogias marxistas, compromisos con las sectas y ataduras inconfesables, que entrañan históricamente lo que se configura como monarquía constitucional, no responde a lo que Franco quiso al instaurar la monarquía. Nos avala toda la historia de España con sus grandezas bajo la monarquía tradicional y con sus oprobios bajo la monarquía constitucional y su consecuencia lógica: la república marxista. Nos acompañan los grandes pensadores de la civilización católica y española, los portaestandartes del mejor pensamiento de Europa, que hoy simbolizamos en Maurras y La Tour du Pin. Y a los que conspiran para la monarquía constitucional les repetimos lo que en el Congreso apuntaba Ramón Nocedal a los falsos monárquicos de todos los tiempos, en 1903:
“Los republicanos hacen su oficio; pero vosotros estáis amamantando la república a los pechos de la monarquía. En la cátedra, en los periódicos y en todas partes, se ve extender y crecer la propaganda republicana y de las doctrinas de los republicanos, consentida, tolerada y autorizada por el Gobierno. ¿Y de qué sirve que a la hora de la rebelión llevéis a la Guardia Civil al sofocar el motín, si dentro formáis las legiones que han de acabar con todo?” (…)
Jaime TARRAGÓ
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