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Tema: Ángel Amor Ruibal (1869-1930): sacerdote y filósofo de primer orden

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    Ángel Amor Ruibal (1869-1930): sacerdote y filósofo de primer orden

    ÁNGEL AMOR RUIBAL, EL MÍSTICO REALISTA

    CRÓNICA Y CRITICA DE UN HOMBRE EXTRAORDINARIO

    Durante este mes (septiembre 1969), en Santiago de Compostela se celebrará una «Semana de homenaje» en honor del pensador, filósofo y sacerdote don Ángel Amor Ruibal, que quizá por haber sido reconocido como sabio español por las más ilustres intelectualidades europeas en su calidad de primer metafísico hispano, ha sido hasta ahora casi desconocido por nuestro gran público, acostumbrado -mal acostumbrado— a saber de sus sabios solamente a fuerza de reclamos y propaganda.

    El prestigioso crítico don Gonzalo Fernández de la Mora, dice que dentro del ámbito español, el «correlacionismo», base de la teoría filosófica de Amor Ruibal era hasta 1962 —fecha de la publicación de «Sobre la esencia», de Zubiri— el sistema más completo y original que había aparecido desde los tiempos de Lulio. Ángel Amor Ruibal, cuyo influjo crece felizmente entre nosotros, es una de las máximas figuras filosóficas que ha dado nuestro país. Y —añade el autorizado escritor— que este juicio de valor no sea un lugar común, es una grave responsabilidad. Extendiendo el campo dilatado al horizonte del pensamiento occidental, el «correlacionismo» me parece, como la fenomenología, una de las filosofías -potencialmente más fecundas que han brotado en la transición del siglo XIX al XX.

    Es, por lo tanto, la semana homenaje una declaración nacional de justificación y orgullo de la intelectualidad española. LA VANGUARDIA no puede estar ausente de tan importante suceso, mucho más teniendo en cuenta que el doctor Amor Ruibal se licenció en Letras en la Facultad barcelonesa, y que la ilustre Orden Mercedaria, tan unida a la historia de nuestra Ciudad, ha hecho cosa propia la exaltación del eminente pensador con el mayor entusiasmo.

    Para que se conozca quien era y que hizo Amor Ruibal, hemos encomendado a nuestro colaborador don Pablo Vila San-Juan la redacción de esta página, y la exposición de su criterio.


    EL HOMBRE

    El 11 de marzo de 1869 nace en la aldea de Porranes, parroquia de San Verísimo de Barro, poblado cercano a Pontevedra, el niño Ángel Amor Ruibal, hijo de modestos campesinos, cuyo padre emigra a Buenos Aires.

    A los diez años ingresa en el Seminario de Santiago de Compostela, donde empieza con mal pie, pues el primer «suspenso» que obtiene es, precisamente, en la asignatura de latín --que luego habría de dominar magistralmente, como todas las lenguas muertas—. Un poco por los apercibimientos de profesores y familiares, otro poco por la negra honrilla que sacude su dignidad en formación, y un mucho por la arrolladora misión de su destino, el muchacho reacciona, se aplica, se aísla —desde entonces amó la soledad estudiosa— y empieza a destacar como estudiante superdotado. Se doctora en Teología y se ordena sacerdote en 1894. Durante sus estudios, la «Sociedad Oriente Germánica» de Berlín le concede un premio por su gramática sirio-caldea, y el cardenal Martín Herrera lo envía a Roma para cursar Derecho Canónico con el famoso padre Warnz. De paso para Italia, se licencia en Letras en Barcelona, cuya ciudad le encanta, y en la Universidad gregoriana (Roma) se distingue por su aplicación y cultura.

    A su regreso a Galicia, se hace cargo de la cátedra de Teología del seminario de Santiago y también de la de lenguas orientales. Después regenta la explicación del Derecho Canónico, y comienza la exposición del Derecho Público. En las tres cátedras inicia el desarrollo de una renovadora visión de la disciplina, y sin querer moverse de Compostela —declinando y renunciando a altas dignidades y jerarquías que le son ofrecidas— dedica todas las horas de su vida al estudio y redacción de una enorme obra filosófica.

    Amor Ruibal era el tipo clásico del varón gallego robusto, alto, de voz sonora y gesto amable. Su energía vital rimaba perfectamente con su voluntad de hierro y con su inteligencia fría, ponderada y sagaz que muchas veces frenaba a sus impulsos temperamentales. Autodidacto perfecto, y constante, no tuvo maestros definidos, ni compañeros de centros culturales, de los que huía. No intervino jamás en política, ni dentro ni fuera de su virtuosa condición eclesiástica, salvo para declararse —quizá inoportunamente— en sus escritos de 1915 admirador de Alemania. No sé hasta que punto puede tacharse tal declaración de política, ya que Ruibal apuntaba a la Alemania cultural y disciplinada; pero más de un cronista de entonces le denuncia en aquella época, dado el estado pasional que la primera guerra mundial despertó en nuestra patria.

    Hombre correcto, amable y, en ocasiones, humorista, con la fina ironía celta, fue esencialmente un solitario en busca de la verdad sin sectarismo alguno, ni vanidad petulante. Y en ese ambiente de soledad y estudio le sorprendió la muerte a poco de cumplir los 60 años y en su Santiago amado.


    SU OBRA Y SU TESIS

    Obvio es confesar que en una crónica periodística no puede aspirarse a la completa biografía, ni mucho menos al análisis de una obra formidable, y de una vida ejemplar como la de Amor Ruibal. En la cátedra que la Diputación Provincial de Pontevedra ha creado con su nombre, y en el centro de investigaciones ruibalistas del Monasterio de Combarro, se guardan manuscritos del genial pensador y existen exhaustivas demostraciones de su gigantesca labor como lingüista, teólogo, canonista, filósofo e «historiador de ideas».

    Su obra total está recogida en diez tomos de los que seis proceden directamente de su pluma y cuatro lo constituyen una colección de artículos, ensayos y reflexiones, recogidos con verdadero fervor por discípulos y admiradores. Los títulos de sus libros más notables son: «Puntos fundamentales sobre la presencia y cooperación divina», «Problemas fundamentales de la filología», «La lingüística indo-europea», «Derecho Penal en la Iglesia Católica» y «Cuatro manuscritos inéditos», que publicó la revista «Compostellarum.»

    De todas ellas, se deduce que Amor Ruibal fue un obrero silencioso de la Ciencia, con una preparación y cultura fuera de serie, y cuyo concepto global —al decir de Fernández de la Mora— aceptaría un panteísta. Porque el «correlacionismo» —tesis fundamental de su teoría— constituye un sistema filosófico propio, de tal humanidad y tal alteza de miras que invitan al «estructuralismo» tan en boga hoy; y de categoría intelectual como el ideológico del francés Hamelin y del inglés Spencer. En mi concepto los supera. Hay que tener en cuenta que Amor Ruibal desarrolló sus tesis adelantándose a la institución del Derecho Canónico, y que las reflexiones derivadas de Santo Tomas de Aquino y de la escolástica de San Agustín, tienen en su área raíces remozadas.

    Su «correlacionismo», que con acierto comenta, dentro del pensamiento contemporáneo, don Carlos A. Baliñas Fernández, viene a invalidar precisamente el relativismo gnoseológico. Este admitía la existencia de lo absoluto, aunque negase al hombre la capacidad de alcanzarlo, al reducir la verdad a convicción dependiente de factores extrínsecos a lo conocido, aunque indisolubles del conocedor. Mas la «correlación» o «correspectividad» de que ahora se habla, establece una referencia fija de todas las referencias parciales que es, ella misma, algo que trasciende a cada referencia formal y aparece como algo objetivo con respecto a lo que cabe, verdad y error, aproximación y alejamiento.

    La novedad y la audacia de Amor Ruibal residen en sustituir la visión greco-escolástica del Universo, cual superposición de tipos ónticos absolutos (esencias-sustancias) por una cosmovisión donde cada ente recibe su sentido y su ser desde la totalidad correlativa, sin renunciar por eso a la existencia de un absoluto independiente del universo, ni a las barreras absolutas entre Creador y criatura, espíritu y materia, tal como las exige el Dogma cristiano.


    COMENTARIO DE UN PROFANO

    El Monasterio mercedario de Poyo, en la ría pontevedresa, acogió frecuentemente al metafísico Amor Ruibal. En sus claustros y en sus jardines, la luz divina de la inspiración y de la sabiduría llenó de vibraciones el alma y luego la pluma del pensador, que sin ser fraile de la Merced, convivía con la Orden de Predicadores en comunidad de espíritu y categoría de sapiencia. No es raro que los actuales religiosos que tienen por Patrona a quien lo es de Barcelona, hayan tomado como cosa propia la exaltación justa de Amor Ruibal en la fecha de su centenario, además de haber comentado insistentemente su mérito en su revista «Estudios» y en profusión de artículos, conferencias y ensayos literarios.

    El señorío y la elegancia que siempre distinguió a los descendientes espirituales de Pedro Nolasco, ha dado una demostración más de su españolísima hidalguía.

    Pero yo creo ver en esa afinidad de Amor Ruibal y la Orden de la Merced —precisamente al estudiar las obras del filósofo— algo más íntimo que una admiración y respeto mutuo. El fondo de toda la obra de Ruibal no es más que rescatar de la ignorancia y de la confusión a los cautivos mentales del siglo, que dominados por corrientes modernas, tergiversan la entraña verdadera de las mejores teorías, arrastrando al pensamiento por caminos de turbia intención. Claro que no me refiero a la inmensa mayoría de seres pensantes, pero es que precisamente las minorías escogidas y selectas son las destinadas a popularizar los sanos principios de donde se halle, como fue todo el afán de la vida de Amor Ruibal.

    Lo considero un redentor de cautivos mentales. ¿Y no son los mercedarios, por su propia institución, redentores de cuerpos y almas cautivas del delito y del pecado? Muchas veces he visto un hábito blanco de mercedario junto a la reja —y dentro de la celda— de un presidiario, oyendo su pena, intentando mitigar su castigo jurídico, pero también tendiéndole la mano para limpiar su alma. Esa misma impresión he tenido al leer alguna obra de Amor Ruibal, cuyos pensamientos ahondaban en mi pobre cultura, mitigando sus dudas humanas y aclarando el camino confuso que el siglo, y otras filosofías, habían sembrado en la mente como rejas inquietantes.

    Es labor patriótica el recuerdo —en este caso casi descubrimiento— de los talentos españoles, ya que la memoria popular es tan débil en el área intelectual, que apenas conoce a Milá Fontanals, Menéndez Pelayo, Donoso Cortés y tantos otros legítimos orgullos del pensamiento.

    Independientemente de su carácter sacerdotal, sin tener para nada en cuenta su legítimo regionalismo, a pesar de las posibles controversias que su valiente y clara teoría pueda provocar entre intransigentes e ignorantes, la figura de Amor Ruibal es para el hombre profano, para el hombre del montón que desea ser algo más que una máquina, o un eco, el símbolo redentor de una época embarullada donde teología, filosofía y pensamiento no podían caminar —absurdamente— por la misma senda. No han sido los nuevos aires de afuera, ni las crueles amarguras de adentro, las que han colocado las cosas en su sitio, después de que esas mismas cosas y causas se descentraron intelectual y físicamente. Han sido los hombres superdotados, de amplio espíritu comprensivo y dignamente liberal, como Amor Ruibal, los que desde su humilde rincón solitario y estudioso han lanzado sobre el mundo la magnificencia de su deslumbrante guión hacia la verdadera paz espiritual. Y es justo que así se reconozca y honre.


    LA MUERTE

    Un atropello por un ciclista alocado, una operación quirúrgica, una terrible enfermedad subsiguiente, ensañándose en aquella naturaleza poderosa segaron la vida de Amor Ruibal que, con humildad franciscana y energía de varón consciente, soportó dolores y resistió angustias, con ejemplaridad y brío.

    Una tarde de noviembre de 1930, mientras las campanas catedralicias de Santiago invitaban a la oración vespertina, bajo el cielo nuboso y gris de Compostela y por las rúas brillantes de lluvia, se deslizaban humildes y señores abrumados por la noticia, moría el canónigo, pensador y filósofo Ángel Amor Ruibal en olor de excepción, y frente al Pórtico de la Gloria, atrio maravilloso de su templo amado. Como en símbolo oportuno del fin de una vida dedicada a convencer a los hombres de la gloria de ser hombres, por el pórtico de la sabiduría y de la Fe.

    Pablo VILA SAN-JUAN

    (La Vanguardia Española, septiembre 1969)
    Última edición por ALACRAN; 16/02/2022 a las 18:16
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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