TOMÁS DE ZUMALACÁRREGUI
“No teniendo Zumalacárregui más vestido que el que llevaba puesto, se mandó hacer, en tiempo que la guerra era muy activa y el frío grande, una casaca de paño. El sastre que la hizo acababa de traerla y de recibir el valor de ella, cuando asomándose el general a la ventana de su alojamiento, advirtió el mal estado en que por falta de vestido se hallaba el capitán don Carlos L… de nación francés. Llamándole entonces por su nombre Zumalacárregui, le hizo probar la nueva casaca, y viendo que le venía bien le despidió con ella, quedándose en el mismo estado que antes”.
“Apenas se nos citará un caso de que en el principio de la guerra los carlistas de Navarra y las provincias manchasen sus manos en la sangre de los indefensos, hasta que vieron la crueldad de sus enemigos. Trataban a los prisioneros con la consideración debida a la desgracia, contentándose sólo con desarmarlos; mas al ver la conducta de los jefes cristinos, debía esta lenidad tocar a su fin. La ley de la propia conservación y muchas razones de la más alta política lo exigían así. Zumalacárregui, impulsado por la más imperiosa necesidad, se vio en la terrible precisión de usar de represalias. El primer acto lo provocó Quesada, fusilando en Pamplona al oficial don Juan Hugalde. Zumalacárregui, más sensible que el general cristino, deseando evitar la efusión de sangre y acceder a las súplicas de la esposa del oficial de caballería don N. Guerrero, hecho prisionero en la sorpresa de Urdaniz, ofreció darle el canje con dos sargentos más por solo Hugalde, pero fue desechada su propuesta. Los fusilamientos de voluntarios carlistas que frecuentemente se veían en Vitoria, Bilbao, Tolosa, Pamplona y otros pueblos fueron causa de que don Bruno Villareal ejecutase por orden de Zumalacárregui a los prisioneros de Gamarra, y como ni aun con estos ejemplares se lograse poner límites a la crueldad de Quesada y sus colegas, siguióse por cada lado sacrificando tantas víctimas como se podían haber a las manos. Afortunadamente para la humanidad, el número de entonces no fue grande, pero, por desgracia, fueron comprendidos en él O’Donnell y sus compañeros, que, habiendo caído prisioneros cuando empezó a regir este atroz y sanguinario sistema, sufrieron la triste suerte que les esperaba. En cuanto a los soldados, que eran bastantes, Zumalacárregui les dispensó la vida, mandando al mismo tiempo que los siete que entre ellos se hallaban heridos fuesen curados y trasladados a la plaza enemiga de Pamplona.
A un acto tan digno de loa en aquellas circunstancias de horrible matanza por parte de los cristinos, correspondió Quesada con otro, cuya narración estremece. Mandó que fuesen presos los carlistas heridos que por su gravedad no podían moverse del lecho y a todos los hizo pasar por las armas. Fue uno de estos desgraciados el capitán don Fructuoso Bayona, que, estando ya en la agonía a causa de las heridas mortales que acababa de recibir en la última acción, fue arrancado de la cama por orden de aquel general y fusilado en la plaza de Lacunza.
La noticia de este suceso llenó de indignación a Zumalacárregui. Podía haberse vengado al momento con los soldados que tenía prisioneros, pero les había hecho consentir en que les conservaría la vida, y esto fue suficiente para contener su justa cólera; así que, lejos de causarles nuevo temor, les reiteró formalmente la promesa”.
“Una madre que había sido expulsada de Peralta, villa dominada por los cristinos, seguía, con dos tiernos hijos a la espalda, la marcha de uno de los batallones de Navarra, en que servía su marido como simple voluntario. Habiéndola encontrado Zumalacárregui cierto día, le preguntó quién era, y por ella supo las circunstancias que referimos. “Tomad –la dijo- estas monedas; fijaos en uno de estos pueblos, y en adelante acudid vos a vuestro marido todos los meses y recibiréis lo mismo.” Con esta providencia y otras semejantes vino Zumalacárregui a gravar su bolsillo particular, siendo así que no tenía otros bienes ni riqueza que los 2.500 reales de vellón que tomaba mensualmente por vía de sueldo”.
“Desde que le extrajeron la bala, había sobrecogido a Zumalacárregui un gran temblor, y conociendo el mismo su próximo fin, pidió se hiciese todo lo conveniente al caso. En seguida se presentó allí el párroco de Cegama para confesarle. Después de este acto, como lo que le restaba de vida era muy poco según el parecer de los dos facultativos, llamaron al escribano, quien se contentó con preguntar al general: “Señor don Tomás, ¿qué deja vmd. y cuál es su última voluntad?” A lo que contestó Zumalacárregui: “Dejo mi mujer y tres hijas, únicos bienes que poseo; nada más tengo que poder dejar.” Luego le fue administrada la Sagrada Eucaristía, y pocos instantes después, sobre las diez y media de la mañana, expiró.”
Era el día 24 de junio de 1835. El Tío Tomás tenía 46 años de edad. Hombres como carros, que se habían curtido combatiendo contra Napoleón y contra la Revolución con todas sus falsas caretas, al saber la muerte de su Jefe lloraron como Magdalenas. Toda la España sana y sin pudrir por el virus revolucionario lloró la muerte del Jefe, del más grande de los Caudillos que han campeado defendiendo las Sagradas Tradiciones. Con Zumalacárregui muerto, la causa carlista siguió en pie, sostenida por el pueblo humilde, liderado por clérigos y soldados profesionales. Pero una parte de la oficialidad, corrompida por la desconfianza y la ambición vendió, en la persona de Maroto, a España. Vino a comprarla un corrupto dictatorzuelo llamado Baldomero Espartero, que a su vez la vendió a la banca judía en Inglaterra. Su Majestad D. Carlos María Isidro de Borbón propuso a D. Tomás de Zumalacárregui a la grandeza de España de primera clase, con los títulos de Duque de la Victoria y Conde de Zumalacárregui. El título de "Duque de la Victoria" lo usurpó el cobarde y corrompido Espartero, que pasó a titular así sin más merecimiento que el de sobornar a los cobardes que secundaron a Maroto.
Pasajes textuales tomados del libro "Vida y hechos de Don Tomás de Zumalacárregui", J. A. de Zaratiegui.
Publicado por Maestro Gelimer
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