Del palomar a la Historia




Aunque vivo en una gran avenida que lleva su nombre, estoy seguro de que ayer muy pocos (por no decir nadie) cayeron en la cuenta. La vida se nutre siempre de aparentes casualidades. Yo mismo habría pasado el día sin enterarme de tal efeméride si no hubiera abierto la primera página de una revista de Historia.
Y es que ayer se cumplían exactamente cuatrocientos treinta años de su muerte. Acaecida en torno a la una de la tarde en un antiguo palomar acondicionado con ricos tapices y bellas cortinas, a las afueras de la ciudad belga de Namur, capital de la región de Valonia.
¡Pobre muchacho! No había cumplido los 32 años… Su nacimiento, como el del que nació en Belén, fue humilde y desconocido; su muerte, miserable y dolorosa, también como la del que nació en Belén, llena de sangre y enormes sufrimientos. ¡Paradojas de la Historia! Sin embargo, su vida, intensa, convulsa y breve, fue una antítesis de ambos polos. Grandezas y reconocimientos, fastos, alabanzas y títulos honoríficos jalonaban su pecho y su cabeza, ansiosa por ceñir algún día una corona real. Recibido por los Sumos Pontífices, premiado por todos y encumbrado hasta el límite. Así fue. El bastardo imperial, príncipe renacentista, gran señor y héroe invicto. El Generalísimo de Lepanto.
"Hubo un hombre enviado por Dios, y se llamaba Juan" proclamó la dominica Santidad del Papa Pío V (futuro San Pío V) refiriéndose al cuarto Evangelio, pero en cuyas palabras pretendía encontrar proféticos augurios para la gran Armada capitaneada por este bizarro muchacho. Sí. Sólo Juan. Sólo él puede salvarnos de la amenaza turca, del furor musulmán, de los enloquecidos barcos mahometanos que rasgan y azotan las entrañas de los mares cristianos. Y triunfa, en una batalla que será calificada como “el acontecimiento mayor de la Historia desde el nacimiento de Cristo”, en palabras de Miguel de Cervantes. El ideal de cruzada no ha muerto.
El Papa le da su bendición y le entrega, solemnemente, la preciadísima Rosa de Oro. Los reyes de Europa le aplauden. El pueblo le ama. Su hermano, dueño del mayor imperio jamás conocido y cuyas fronteras no conocen el ocaso, le reconoce y le acoge como príncipe. Tan apuesto señor, conquistador de Europa y de los infieles, no puede dejar indiferente a las mujeres. María de Mendoza. Diana de Falangola. Ana de Toledo. María Estuardo. Relaciones esporádicas, alocadas, fugaces. Como lo es él. Fugaz como el relámpago, altivo y violento a la vez que firme como la roca.
Pero nadie se detiene ante el paso inexorable de la enfermedad y de la muerte. Nadie. “Dio el alma a su creador, cosa digna de llorar y de gran lástima” escribió el médico Dionisio Daza Chacón. Hoy su recuerdo pervive en las calles y en las plazas, en los colegios y en los mercados. Pero sobre todo en la Historia y en las piedras de nuestra España. Su nombre, Don Juan de Austria.

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