Querido J.

Me esfuerzo en no pensarlo, pero no lo logro. Ello mismo se piensa dentro de mí... está allí todo el tiempo, doloroso, feo, mortal: el conocimiento de mi ascendencia. Tanto como un leproso lleva su repulsiva enfermedad escondida bajo su ropa y, sin embargo, sabe de ella en cada momento, así cargo yo la vergüenza y la desgracia, la culpa metafísica de ser catalán. ¿Qué son todos los sufrimientos e inhibiciones que vienen de fuera en comparación con el infierno que llevo dentro?

La catalanidad radica en la misma existencia. Es imposible sacudírsela de encima. Del mismo modo en que un perro o un cerdo no pueden evitar ser lo que son, no puedo yo arrancarme los lazos eternos de la existencia que me mantienen en el eslabón intermedio entre el hombre y el animal: los catalanes. Siento como si tuviera que cargar sobre mis hombros toda la culpa acumulada de esta maldita casta de hombres cuya sangre venenosa me contamina.

No creo que haya logrado engañarte. De hecho, creo recordar, incluso, que el truco lo aprendí de ti, hace muchos años, con un texto de Gombrowicz: habías puesto Cataluña cada vez que aparecía Polonia. Yo he hecho lo mismo: donde pone catalanes en el original pone judíos. La razón es que estos días ha vuelto a aparecer por aquí la palabra autoodio en boca de nacionalistas. El diputado catalán Puigcercós, miembro de Esquerra Republicana, dijo la otra tarde que Ciutadans de Catalunya era el partido del autoodio.Yo creo que el odio que experimentan cuando les llevan la contraria lo metabolizan en el otro. Son gentes que odian al que les discute, y que pretenden acallarlo con esta deliciosa fórmula, tan propia de la hipocresía patria: «¡Te estás odiando!», mascullan, echando espuma por la boca. La contención catalana. Estalla por donde puede. El autoodio. O los psicoanalistas y las prostitutas: quizá no sepas que en Barcelona su número bate récords mundiales.

Dado que hace ya tiempo que soy sujeto de autoodio (y tú lo habrías sido de no haberte puesto a hacer los papeles) me propuse investigar esta semana las raíces del concepto. Mejor saber cuanto antes de qué mal habrá uno de morir. Te voy a explicar algunos hallazgos.Al parecer, el concepto (Selbsthass) que aparece en Goethe o Hegel se formula modernamente en el libro de Theodore Lessing, de 1930. El libro se llama Der jüdische Selbsthass y en él se analizan los casos del cantante Walter Calé, de los periodistas Maximilian Harden y Arthur Trebitsch, del músico Max Steiner, del filósofo Paul Ree (¿recuerdas la foto de Nietzsche y Lou Andreas Salomé?: era el otro) y de Otto Weininger (el autor de Sexo y Carácter).

El texto que he manipulado al principio de esta carta es de Trebitsch.Quizá te guste saber cómo continúa: «Siento como si yo, yo solo, tuviera que hacer penitencia por cada crimen que esta gente está cometiendo contra la germanidad. Y a los alemanes me gustaría gritarles: ¡Permaneced firmes! ¡No tengáis piedad! ¡Ni siquiera conmigo! Alemanes, vuestros muros deben permanecer herméticos contra la penetración. Para que nunca se infiltre la traición por ningún orificio... Cerrad vuestros corazones y oídos a quienes aún claman desde afuera por ser admitidos. ¡Todo está en juego! ¡Permanezca fuerte y leal, Alemania, la última pequeña fortaleza del arianismo! ¡Abajo con estos pobres pestilentes! ¡Quemad este nido de avispas! Incluso si junto con los injustos, 100 justos son destruidos. ¿Qué importan ellos? ¿Qué importamos nosotros? ¿Qué importo yo? ¡No! ¡No tengan piedad! Se lo ruego».

El periodista Trebitsch se dirige a los alemanes. Naturalmente, la instancia exterior es imprescindible en cualquier forma de autoodio. En algún lugar uno ha de caerse muerto. El autoodio siempre se resuelve en desmesurado amor al verdugo. Aquí el verdugo es España, por supuesto, el lugar preciso que algunos tenemos para caernos muertos. Rastreando la literatura catalanófila he encontrado una referencia al concepto bastante antigua. Es interesante.La escribió un lingüista culto y adicto al delirio llamado Aracil.Es de 1966 y el original se publicó en lengua inglesa. En un capítulo titulado El bilingüismo como mito escribe: «El auto-odio es la contrapartida de la idealización. No es extraño, entonces, que las denigraciones más explícitas y más fervientes del catalán vengan de sus hablantes nativos». La reflexión de Aracil lleva a un punto interesante, con independencia de que él no llegue.Es el bilingüismo concebido como una forma de autoodio. En Cataluña los bilingües no serían más que pequeñas personas que no acaban de quererse. Que no tienen suficiente con su pequeña lengua y que han de entregarse episódicamente a la lengua mayor, a los brazos del verdugo. Así, toda la política lingüística, incluidas las oficinas de denuncia, puede ser concebida como un acto de amor.

El fascismo español ha practicado diversos actos de amor con Cataluña. El más célebre y sexual es el libro de Giménez Caballero, Amor a Cataluña, del que hablamos un día, lo recuerdo perfectamente, en el jardín romántico del Ateneo. Sin embargo, el fascismo español no ha especulado nunca, que yo sepa, con el autoodio. Es decir, Giménez Caballero no considera que la doncella catalana (¡española al fin!) sea presa de un amor erróneo. El catalanismo no es para el fascismo el resultado de un autoodio a lo español. El fascismo español reconoce la identidad diferenciada de la doncella: sólo pretende la conquista y, como máximo, confía en que en el mismo acto de la brutal violencia nazca el amor entre distintos.

El fascista catalán es otra cosa. No concibe que el individuo patrio pueda tener una identidad al margen de la que el fascista dictamina. Sólo está dispuesto a aceptar que, en algunos casos, la identidad enferme. Pero aun enferma y alienada, puro grano de pus rebosante de autoodio, seguirá siendo catalana. Un asunto francamente molesto. A más blasfemia, más creencia. Como esos nudos que van apretándose a medida que aumenta el esfuerzo por librarse. O como Chamfort. Ya sabes cómo el gran aforista pretendió suicidarse. Se puso una mañana delante del espejo y empezó a sajarse cara y cuello con una navaja barbera. Fracasando. Chamfort es el santo patrón del catalán autocrítico.

Entre las reflexiones más interesantes sobre el autoodio te transcribo la que ha encontrado mi amigo Sergio Campos, habitante provisional de Berlín. Es del novelista Jean Paul y dice: «El autoodio...no es posible: pues el odio no es sino el deseo de la desgracia ajena». Se trata de un elemental e impecable razonamiento. Sólo tiene un problema lo de Jean Paul. Es un razonamiento democrático.Es decir, opera en un lugar donde aún se distingue entre lo propio y lo ajeno. Nada que ver con la situación totalitaria donde el fascista catalán extiende su dedo acusador. Allí donde la identidad individual ha desaparecido a favor de la misa y comunión patria. Kurt Lewin, en un conocido artículo sobre la cuestión, asegura: «El autoodio de los judíos sólo desaparecerá cuando se haya alcanzado una igualdad real de estatus con los no judíos». En términos próximos eso quiere decir cuando los catalanes hayan alcanzado una igualdad real de estatus con los no catalanes. Un estatus. Un Estatut. Un Estado. No sabes, querido amigo, cuánto me gustaría que esa circunstancia me cogiera vivo. Hummm. Escupir al firmamento fascista sin que me cayera el salivón en la cara.

Sigue con salud.

A.

Arcadi Espada, EL MUNDO, 11/3/2006