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Tema: «Cataluña carlista (I)». Artículos de Juan Manuel de Prada

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    «Cataluña carlista (I)». Artículos de Juan Manuel de Prada

    «Cataluña carlista (I)». Artículo de Juan Manuel de Prada


    3 JUNIO, 2018



    No hay en España plumífero o historiador a la violeta, gacetillero con ínfulas y, en fin, analfabeto con balcones a la calle que, al referirse a la crisis catalana, no repita como un lorito que el independentismo es hijo del carlismo. Se trata de una mamarrachada colosal que, misteriosamente, ha calado entre las masas cretinizadas.

    Pero el independentismo no es hijo del carlismo, sino precisamente de la doctrina adversa. En su famoso opúsculo Qué es una nación, el liberal Ernest Renan establece que es la voluntad de los individuos la que afirma la existencia de una nación. En lo que no hace sino reelaborar los conceptos que Rousseau proclamaba en su Contrato social, en donde se consagra la existencia de una “voluntad general” que es una forma de soberanía total, incondicionada e inalienable. Esta exaltación de la voluntad se completaría después con un retórica romántica que invoca el “espíritu del pueblo” (Volkgeist), un principio subjetivo que se impone colectivamente a los hombres para unificarlos, a la vez que segrega a quienes se perciben como extraños. Todos los nacionalismos se nutren de estos conceptos liberales; y tanto el centralismo españolista como el independentismo catalán son sus hijos legítimos. Pues, en efecto, por más que anden a la greña (como tantas veces ocurre con los hijos de mala madre), el movimiento independentista y el españolismo centralista son hermanos de sangre: igualmente liberales, laicistas y enemigos de la tradición catalana e hispánica.

    El carlismo, por el contrario, se reconoce en esa tradición. Frente a la orgullosa exaltación de la soberanía propia de todas las formas de nacionalismo (lo mismo centralistas que independentistas), la tradición no reconoce otra soberanía que la divina; frente a la exaltación de la política prometeica propia de todas las formas de nacionalismo (la política entendida como pura poiesis o arte de construir abstracciones), la tradición se funda en una política aristotélica, en la praxis que parte de la realidad histórica para introducirle correcciones y mejoras al servicio de la comunidad. Y la realidad histórica española es el reconocimiento de una diversidad cordial, integrada solidariamente a través de una fe común. Tal unidad en la diversidad se logró a través de lo que Montesquieu denominó “gobierno gótico” (que calificó como la “forma mejor temperada de gobierno” que haya habido jamás sobre la faz de la tierra), fundado en el pactismo: el monarca reconocía las libertades concretas de los pueblos y las instituciones que las protegían; y a cambio los pueblos juraban lealtad al monarca. Y, mientras rigió este “gobierno gótico” sobre el que se funda la tradición catalana e hispánica, Cataluña demostró, como nos enseña Tirso de Molina, que “si en conservar sus privilegios era tenacísima, en servir a sus reyes era sin ejemplo extremada”. Así se explica que, en 1714, nadie defendiera tan ardorosamente la tradición como los patriotas catalanes, con Rafael de Casanova a la cabeza, quien en su célebre pregón del 11 de septiembre escribiera: “Todos los verdaderos hijos de la patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados, a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España”. Así se explica también que no haya habido pueblo tan perseverante y heroico como el catalán en su lucha contra las infiltraciones liberales, que combatió en siete guerras contrarrevolucionarias, desde 1794 a 1875: la Guerra Gran o Guerra del Rosellón; la Guerra de la Independencia; la Guerra Realista durante el trienio liberal de 1820-1823; la Guerra dels Malcontents contra la deriva afrancesada de la Década Ominosa; la Primera Guerra Carlista, entre 1833 y 1840; la Guerra dels Matiners o Segunda Guerra Carlista; y, en fin, la Tercera Guerra Carlista, entre 1872 y 1875.

    Y en todas estas guerras, Cataluña no combatía por la independencia, sino por el restablecimiento de sus libertades e instituciones. Cataluña se mantuvo fiel a los reyes de España y los sirvió extremadamente, mientras esos reyes cumplieron lo pactado; y, cuando los reyes dejaron de cumplir lo pactado y trataron de suplantar la tradición política hispánica con importaciones liberales (tales como el centralismo), Cataluña se revolvió contra ellos. Pero la Cataluña carlista, siendo muy amante de sus tradiciones e instituciones, amaba también (hasta el derramamiento de la sangre) a España, en la que veía una unión de pueblos querida por la Providencia. ¿Cómo se convirtió ese amor en odio separatista? Precisamente porque Cataluña dejó de ser carlista; porque renegó de su tradición, haciéndose liberal. Lo explicaremos en una próxima entrega.Juan Manuel de Prada

    XL semanal 3/6/2018

    https://carlismo.es/cataluna-carlist...nuel-de-prada/

    DOBLE AGUILA y Pious dieron el Víctor.

  2. #2
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    Re: «Cataluña carlista (I)». Artículos de Juan Manuel de Prada

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Cataluña carlista (y II)

    Veíamos en un artículo anterior que los catalanes fueron, entre todos los pueblos hispánicos, quienes más denodadamente lucharon por el mantenimiento de la tradición, desde la Guerra de Sucesión hasta las Guerras Carlistas, frente a los nacionalismos liberales nutridos de soflamas románticas. Sólo mentes arrasadas por el napalm sistémico pueden afirmar sin rubor que el separatismo es hijo del carlismo.

    El nacionalismo prendió en Cataluña en ámbitos urbanos, antes que en los rurales. Nada más natural, puesto que el liberalismo es ideología que beneficia a los ricos, que mientras fomentan entre los pobres la anarquía moral pueden dedicarse a la única libertad que de verdad les interesa, que es la libertad para concentrar y amontonar dinero. Fue la burguesía catalana la que, 'al abrirse' a la 'modernidad' europea, introdujo en Cataluña los postulados nacionalistas liberales que habían leído en gentes como el mencionado Renan. Vicens i Vives lo expresa sin ambages en Industriales y políticos del siglo XIX: "El catalanismo incorporaba Cataluña a Europa de una manera total e irrenunciable... El reencuentro con Europa después de cuatro siglos de ausencia, he aquí el significado profundo del movimiento catalanista". ¿Se puede decir de forma más rotunda y sintética? Mientras Cataluña se mantuvo apegada a la tradición, permaneció impermeable a las tesis nacionalistas que triunfaban en Europa... Y para lograr que la Cataluña popular comprase la mercancía averiada, la burguesía liberal hubo de hacer una operación de ocultamiento de la tradición catalana.

    Antonio Rovira i Virgili así lo reconoce en su Historia dels moviments nacionalistes. En este libro, Rovira i Virgili se esfuerza por desvincular la causa nacionalista de los acontecimientos de 1714 (de los que abomina, porque sabe que fueron protagonizados por catalanes dispuestos a "derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España"), que inscribe en la línea histórica que verdaderamente les corresponde: "Esta es una línea --afirma-- que pasa por el movimiento catalán de la guerra contra Francia, después por la guerra de la Independencia y va a parar a las guerras carlistas.. En realidad, los herederos de 1640 y de 1714 son los carlistas de la montaña catalana". Precisamente por ello (porque veía una continuidad histórica entre los patriotas dispuestos a derramar su sangre por España de 1714 y los carlistas de la montaña catalana), Rovira i Virgili sostenía --nos lo cuenta Josep Pla en Prosperitat i rauxa de Catalunya-- que "las guerras carlistas tenían que ser borradas de la memoria de la gente catalana, cual si nunca hubieran existido". Y es que los ideales carlistas y los ideales nacionalistas son por completo incompatibles. Por eso el nacionalismo, ansioso de subirse al carro de la modernidad europea, enterró la tradición catalana, de la que renegaba y se avergonzaba. Y se nutrió de una munición de conceptos --voluntad, soberanía, autodeterminación, etcétera-- típicamente liberales, que a cualquier carlista repugnan.

    Para enterrar la tradición catalana, el nacionalismo liberal adoptó al principio un lenguaje regionalista que a simple vista se podía confundir con el lenguaje tradicional de los carlistas; y así se consiguió que muchas familias carlistas se fuesen contaminando de ideas liberales, envueltas en el celofán del conservadurismo clericaloide. Y cuando esa contaminación fue completa, el catalán se volvió furibundamente independentista, como no podía ser de otro modo; porque los pueblos tradicionales, cuando son infectados por ideologías modernas sustitutorias de su fe, se revuelven furiosos. Dostoievski nos enseña --refiriéndose al pueblo ruso, pero vale lo mismo para el pueblo catalán-- que cuando los pueblos tradicionales son contaminados de ideas ajenas a su tradición no reaccionan como vacas pastueñas, al estilo de los pueblos sumisos e inanes que se uncieron al yugo luterano, sino que se metamorfosean en algo muy distinto que, sin embargo, conserva pervertido su ardor originario: la religiosa Rusia, infectada de liberalismo, reaccionó volviéndose bolchevique; la Cataluña hija de los almogávares y los carlistas de la montaña reaccionó volviéndose independentista. Y el catalizador de esta metamorfosis fue, en ambos casos, el mismo. El independentismo no es hijo (ni siquiera bastardo) del carlismo, sino hijo legítimo y predilectísimo del liberalismo.

    A ver si dejamos de una puñetera vez de repetir como loritos las mamarrachadas que interesan a los causantes de nuestros males. Que, para mayor escarnio, ahora españolean y sacan pecho, erigiéndose en remedio de los males que causaron.

    Cataluña carlista (I):



    Cataluña carlista (y II):

    Pious dio el Víctor.

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