Fuente: Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, III. Doctrina filosófico-teológica, desde Gregorio XVI al Concilio Vaticano II, Acción Católica Española, Madrid, 1967, páginas 1300 – 1309.
LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS A LA LUZ DE LA CIENCIA NATURAL MODERNA
PÍO XII
22 de Noviembre de 1951
A los Eminentísimos Cardenales presentes,
a los Excelentísimos Legados de la Naciones Extranjeras,
y a los Miembros de la Pontificia Academia de las Ciencias.
1. Una hora de serena alegría, que al Omnipotente agradecemos, Nos ofrece esta reunión de la Pontificia Academia de las Ciencias, al mismo tiempo que Nos da la grata oportunidad de conversar con una selecta pléyade de Eminentes Purpurados, de Ilustres Diplomáticos y de Eximios Personajes, especialmente con vosotros, Académicos Pontificios, tan dignos de la solemnidad de esta Asamblea, porque vosotros, al indagar y descubrir los secretos de la Naturaleza, y al enseñar a los hombres a dirigir en su provecho las fuerzas de aquélla, predicáis al mismo tiempo, con el lenguaje de la cifras, de las fórmulas y de los descubrimientos, las inefables armonías del Dios Sapientísimo.
2. En realidad, la verdadera Ciencia, contra las inconsistentes afirmaciones del pasado, cuanto más avanza, tanto más claramente descubre a Dios, como si Él estuviese vigilante, esperando detrás de cada puerta que la Ciencia abre. Más aún, queremos decir que, de este progresivo descubrimiento de Dios, logrado por los adelantos del saber, no solamente se aprovecha el científico, cuando piensa como filósofo –¿y cómo podría dejar de hacerlo?–, sino que se benefician también todos cuantos participan de los nuevos hallazgos, o los toman como objeto de sus estudios; de manera especial sacan provecho los genuinos filósofos que, tomando como base de sus especulaciones racionales las conquistas científicas, logran de ellas mayor seguridad en sus conclusiones, más clara ilustración en las posibles oscuridades, pruebas más convincentes para dar a las dificultades y objeciones una respuesta cada vez más satisfactoria.
NATURALEZA Y FUNDAMENTOS DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
3. Impulsado y guiado de esta forma, el entendimiento humano se enfrenta con aquella demostración de la existencia de Dios que la sabiduría cristiana halla en los argumentos filosóficos discutidos a través de los siglos por los gigantes del saber, y que vosotros conocéis bien en la fórmula de las cinco vías que el Angélico Doctor Santo Tomás ofrece como itinerario seguro y expedito de la mente hacia Dios. Argumentos filosóficos, hemos dicho; mas no por eso apriorísticos, como los califica un mezquino e incoherente positivismo. Operan sobre realidades concretas y comprobadas por los sentidos y por la Ciencia, aunque adquieren fuerza probatoria por el vigor de la razón natural.
De esta forma, la Filosofía y las ciencias se desarrollan con actividades y métodos análogos y conciliables, valiéndose de elementos empíricos y racionales en diversa medida, y conspirando, en unidad armónica, al descubrimiento de la verdad.
4. Pero si la primitiva experiencia de los antiguos pudo ofrecer a la razón suficientes argumentos para la demostración de la existencia de Dios, ahora, al amplificarse y profundizarse el campo de aquella misma experiencia, brilla más deslumbrante y más nítida la huella del Eterno en el mundo visible. Parece, por lo tanto, provechoso volver a examinar, sobre la base de los nuevos descubrimientos científicos, las clásicas pruebas del Angélico, especialmente las que se toman del movimiento y del orden del Universo [1]; esto es, investigar si el conocimiento más profundo de la estructura del Macrocosmos y del Microcosmos contribuye, y en qué medida, a reforzar los argumentos filosóficos; considerar después, por otra parte, si es verdad, y hasta qué punto lo es, que aquéllas [las pruebas] hayan sido rebatidas, como se afirma no pocas veces, porque la Física moderna ha formulado nuevos principios fundamentales, y ha abolido y modificado conceptos antiguos, cuyo contenido antes era quizá juzgado como fijo y definitivo –como, por ejemplo, el tiempo, el espacio, el movimiento, la causalidad, la substancia–, conceptos sumamente importantes para la cuestión que ahora nos ocupa. Más que de una revisión de las pruebas filosóficas, se trata, por lo tanto, aquí, de escudriñar los fundamentos físicos –y, por razón del tiempo, Nos limitaremos necesariamente a algunos– de los que se derivan aquellos argumentos. Y no hay que temer sorpresas: la Ciencia misma no pretende salirse de aquel mundo que hoy, como ayer, se presenta con aquellos cinco modos de ser, de los que arranca y toma su vigor la demostración filosófica de la existencia de Dios.
DOS ESENCIALES NOTAS CARACTERÍSTICAS DEL COSMOS
5. De estos modos de ser del mundo que nos rodea, puestos de relieve con mayor o menor comprensión, pero con igual evidencia, por el filósofo y por el sentido común, hay dos, maravillosamente sondeados, comprobados y profundizados por las ciencias modernas, mucho más de cuanto se podía esperar:
1) La mutabilidad de las cosas, incluyendo su nacimiento y su fin:
2) El orden de finalidad, que brilla en todos los rincones del Cosmos.
La contribución prestada de esta forma por las ciencias a las dos demostraciones filosóficas que sobre ellas se apoyan, y que constituyen la primera y la quinta vía, es verdaderamente notable. A la primera, la Física le ha proporcionado especialmente una mina inagotable de experiencias, revelando el hecho de la mutabilidad en los más profundos rincones de la Naturaleza, donde antes de ahora ninguna mente humana era capaz de sospechar siquiera su existencia y su amplitud, y suministrando una multitud de hechos empíricos, que constituyen una muy valiosa ayuda al razonamiento filosófico. Ayuda decimos; porque la dirección de estas transformaciones descubiertas por la Física moderna más bien Nos parece que supera el valor de una simple confirmación, que casi llega a conseguir la estructura y el grado de argumento físico, en gran parte nuevo y para muchas mentes más aceptable, persuasivo y satisfactorio.
6. Con una abundancia semejante, las ciencias, especialmente las astronómicas y biológicas, han procurado, en los últimos tiempos, al argumento del orden, tal conjunto de conocimientos y una tal visión, en cierto modo, tan embriagadora de la unidad conceptual que anima al Cosmos y de la finalidad que dirige su camino, que parece anticipar al hombre moderno aquel gozo que el Poeta imaginaba en el Cielo empíreo, cuando vio cómo en Dios se une, entrelazado con amor en un volumen, lo que por el Universo se encuentra desencuadernado [2].
Y es que la Providencia ha dispuesto que la noción de Dios, tan esencial a la vida de cada hombre, así como fácilmente se puede deducir de una simple mirada sobre el mundo, de manera que no comprender su voz es necedad [3], así también reciba su confirmación de toda investigación y progreso de los conocimientos científicos.
7. Deseando, por lo tanto, dar aquí un rápido resumen del precioso servicio que las ciencias modernas rinden a la demostración de la existencia de Dios, primero Nos limitaremos al hecho de las mutaciones, poniendo de relieve principalmente su amplitud, su extensión y, por así decirlo, su totalidad, que la Física moderna comprueba en el Cosmos inanimado; luego, Nos detendremos en el significado de su dirección, tal como ha sido igualmente confirmada. Será como aplicar el oído a un pequeño concierto del inmenso Universo; pero que, sin embargo, tiene ciertamente bastante voz para cantar la gloria de Aquél que todo lo mueve [4].
A) LA MUTABILIDAD DEL COSMOS. EL HECHO DE LA MUTABILIDAD
a) En el Macrocosmos
8. Con razón asombra ya, a primera vista, el ver cómo el conocimiento del hecho de la mutabilidad ha ido ganando cada vez mayor terreno, tanto en el Macrocosmos como en el Microcosmos, a medida que las ciencias avanzaban, confirmando en cierto modo, con nuevas pruebas, la teoría de Heráclito: Todo fluye, πάντα ρεΐ. Como es bien sabido, la misma experiencia cotidiana muestra una enorme cantidad de transformaciones en el mundo, próximo o lejano, que nos rodea; sobre todo, los movimientos locales de los cuerpos. Pero, además de estos y propiamente dichos movimientos locales, son igualmente con facilidad visibles los multiformes cambios químico-físicos –por ejemplo, la mutación del estado físico del agua, en sus tres fases de vapor, líquido y sólido–; los profundos efectos químicos debidos al uso del fuego, cuyo conocimiento se remonta a la edad prehistórica; la disgregación de las piedras, y la corrupción de los cuerpos vegetales y animales. A esta experiencia vulgar viene a sumarse la Ciencia Natural, que ha enseñado a interpretar estos hechos y otros semejantes como procesos de destrucción o de construcción de las substancias corpóreas en sus elementos químicos, o sea, en sus partes más pequeñas, los átomos químicos. Más aún, avanzando un paso más, la Ciencia ha puesto de manifiesto cómo esta mutabilidad químico-física no queda restringida únicamente a los cuerpos terrestres, según creían los antiguos, sino que se extiende a todos los cuerpos de nuestro Sistema Solar y del gran Universo, que el telescopio –y aún mejor, el espectroscopio– ha demostrado que están formados por las mismas especies de átomos.
b) En el Microcosmos
9. Contra la indiscutible mutabilidad de la Naturaleza, aun de la inanimada, se alzaba, sin embargo, el enigma del inexplorado Microcosmos. Parecía, en realidad, que la materia inorgánica, a diferencia del mundo animado, era, en cierto sentido, inmutable. Sus más pequeñas partes, los átomos químicos, podían ciertamente unirse entre sí de las más diversas maneras, mas parecían gozar del privilegio de una eterna estabilidad e indestructibilidad, saliendo sin mudanza de toda síntesis y análisis químicos. Hace cien años aún se juzgaban como partículas elementales simples, indivisibles e indestructibles. Lo mismo se pensaba de las energías y las fuerzas materiales del Cosmos, sobre todo al tomar como base las leyes fundamentales de la conservación de la masa y de la energía. Algunos naturalistas hasta se creían autorizados para formular, en nombre de la Ciencia, una fantástica filosofía monista, cuyo pobre recuerdo está ligado, entre otros, al nombre de Ernst Haeckel. Pero precisamente en su tiempo, hacia fines del siglo pasado, también esta concepción simplista del átomo químico fue desbordada por la Ciencia moderna. El progresivo conocimiento del Sistema Periódico de los elementos químicos, el descubrimiento de las irradiaciones corpusculares de los elementos radiactivos, y muchos otros hechos semejantes, han demostrado que el Microcosmos del átomo químico, con dimensiones del orden de la diezmillonésima de milímetro, es el escenario de continuas mutaciones, no menos que el Macrocosmos, tan conocido de todos.
c) En la esfera electrónica
10. El carácter de la mutabilidad fue descubierto primeramente en la esfera electrónica. Del conglomerado electrónico del átomo emanan irradiaciones de luz y de calor que son absorbidas por los cuerpos externos, según el nivel de energía de las órbitas electrónicas. En las partes exteriores de esta esfera tiene lugar también la ionización del átomo y la transformación de la energía por la síntesis y por el análisis de las combinaciones químicas. Se podía, sin embargo, por el momento, suponer que estas transformaciones químico-físicas dejaran todavía un refugio a la estabilidad, no alcanzando al núcleo mismo del átomo, sede de la masa y de la carga eléctrica positiva, por las cuales queda determinado el puesto del átomo químico en el Sistema Natural de los elementos, y donde creyó encontrarse casi el tipo de lo absolutamente estable e invariable.
d) Y en el núcleo
11. Pero, ya en los albores del nuevo siglo, la observación de los procesos radioactivos –que habían de reducirse, en último análisis, a una espontánea fragmentación del núcleo– llevaba a excluir tal esquema. Descubierta, por lo tanto, la inestabilidad hasta en los más profundos rincones de la Naturaleza conocida, quedaba todavía un hecho que dejaba perplejo, al parecer que el átomo era inexpugnable, al menos por las fuerzas humanas, pues en principio todas las tentativas de acelerar o retardar la natural desintegración radiactiva, o siquiera de fraccionar núcleos no activos, habían resultado fallidos. El primer fraccionamiento, muy modesto por cierto, del núcleo (de ázoe [nitrógeno]), apenas se remonta a tres decenios, y hace sólo pocos años que fue posible, después de gigantescos esfuerzos, efectuar en cantidad considerable procesos de formación y de descomposición de los núcleos. Si bien este resultado, que podemos apuntarnos como gloria de nuestro siglo, en cuanto sirva a las cosas de la paz, no representa en el campo de la física nuclear práctica sino un primer paso, sin embargo, para ilustrar nuestra consideración se deduce de él una importante conclusión: los núcleos atómicos son ciertamente, por muy variadas razones, más firmes y estables que las ordinarias composiciones químicas; pero, no obstante, también ellos están en principio sujetos a semejantes leyes de transformación, y, por lo tanto, son mudables.
Al mismo tiempo se ha podido comprobar que tales procesos tienen la mayor importancia en la economía de la energía de las estrellas fijas. En el centro de nuestro Sol, por ejemplo, se desarrolla, según Bethe, en una temperatura de alrededor de unos veinte millones de grados, una reacción cerrada en cadena, en la cual cuatro núcleos de hidrógeno se unen en un núcleo de helio. La energía, así liberada, viene a compensar la pérdida debida a la irradiación del Sol mismo. También los modernos laboratorios físicos logran efectuar –mediante el bombardeo con partículas dotadas de altísima energía o con neutrones– transformaciones de núcleos, como puede observarse en el ejemplo del átomo de uranio. A este propósito, viene también a punto mencionar los efectos de la irradiación cósmica, que puede fraccionar los átomos pesados, liberando de esta manera, no raras veces, enjambres enteros de partículas subatómicas.
12. Tan sólo hemos querido citar algunos ejemplos, pero aptos para poner fuera de toda duda la evidente mutabilidad del mundo inorgánico, grande y pequeño: los miles y miles de transformaciones de las formas de energía, especialmente en las descomposiciones y combinaciones químicas del Macrocosmos, y no menos la mutabilidad de los átomos químicos, hasta la partícula subatómica de sus núcleos.
B) EL ETERNAMENTE INMUTABLE
13. El científico de hoy, dirigiendo su mirada a lo interior de la Naturaleza, sabe, más profundamente que sus predecesores de hace cien años, que la materia inorgánica, en su más íntimo meollo, por así decirlo, está sellada con la impronta de la mutabilidad; y que, por ello, su ser y su subsistir exigen una realidad enteramente diversa, e inmutable por su propia naturaleza.
Así como en un cuadro, en claroscuro, las figuras resaltan sobre el fondo ensombrecido, obteniendo sólo en tal forma el pleno efecto de la plástica y de la vida, así también la imagen del eternamente inmutable emerge, clara y resplandeciente, del torrente que arrastra consigo, en una intrínseca mutabilidad que jamás cesa, a todas las cosas materiales del Macrocosmos y del Microcosmos. El científico, asentado a la orilla de este inmenso torrente, encuentra reposo en aquel grito de la verdad, con que Dios se definió a Sí mismo: Yo soy el que soy [5], y a quien el Apóstol alaba como a Padre de las luces, en quien no cabe mudanza, ni sombra de variación [6].
B) LA DIRECCIÓN DE LAS TRANSFORMACIONES
a) En el Macrocosmos: la ley de la entropía
14. Pero la Ciencia moderna no ha extendido y profundizado tan sólo nuestros conocimientos sobre la realidad y la amplitud de la mutabilidad del Cosmos; ella nos ofrece también preciosas indicaciones sobre la dirección según la cual se cumplen los procesos en la Naturaleza. Mientras hace aún cien años, especialmente después del descubrimiento de la ley de la constancia, se pensaba que los procesos naturales fuesen reversibles, y, por lo tanto, según los principios de la estricta causalidad –o, mejor, determinación– de la Naturaleza, se creía posible una continua renovación y rejuvenecimiento del Cosmos; con la ley de la entropía, descubierta por Rodolfo Clausius, se vino a saber que los espontáneos procesos naturales están siempre unidos con una disminución de la energía libre y utilizable; lo que, en un sistema material cerrado, debe conducir, finalmente, a la terminación de los procesos en la escala macroscópica. Este destino fatal, que solamente algunas hipótesis, a veces demasiado gratuitas –como la de la creación continua supletoria–, se esfuerzan por ahorrar al Universo, pero que, por lo contrario, brota de la experiencia científica positiva, exige elocuentemente la existencia de un Ser necesario.
b) En el Microcosmos
15. En el Microcosmos, esta ley, estadística en el fondo, no tiene aplicación, y, además, cuando fue formulada no se conocía casi nada de la estructura y los procesos del átomo. Sin embargo, la investigación más reciente sobre el átomo, y a la vez el inesperado desarrollo de la Astrofísica, han hecho posibles en este campo sorprendentes investigaciones. El resultado no puede enunciarse aquí más que brevemente, y es que incluso el desarrollo atómico e intraatómico tiene claramente señalado un sentido de dirección.
Para ilustrar este hecho, bastará recurrir al ya mencionado ejemplo del proceso de las energías solares. La estructura electrónica de los átomos químicos en la fotosfera del Sol lanza, cada segundo, una gigantesca cantidad de energía radiante al espacio circundante, del cual ya no vuelve. La pérdida está compensada desde lo interior del Sol al formarse helio del hidrógeno. La energía que con esto se libera proviene de la masa de los núcleos de hidrógeno, la cual, en este proceso, en una pequeña parte (7‰), se convierte en energía equivalente. El proceso de compensación, por lo tanto, se desarrolla a costa de la energía que, originariamente, existe como masa en los núcleos de hidrógeno. Así, dicha energía, en el curso de miles de millones de años, se transforma, lenta pero irremediablemente, en radiaciones. Una cosa semejante acontece en todos los procesos radioactivos, tanto naturales como artificiales. También aquí, por consiguiente, en el reducido y estricto Microcosmos, comprobamos una ley que indica la dirección de la evolución, y que es análoga a la ley de la entropía en el Macrocosmos. La dirección de la evolución espontánea queda determinada mediante la disminución de la energía utilizable en la periferia y en el núcleo del átomo, y hasta ahora no se han conocido procesos que pudieran compensar o anular tal empobrecimiento por medio de la formación espontánea de núcleos de alto valor energético.
C) EL UNIVERSO Y SUS DESARROLLOS
a) En lo futuro
15. Si, pues, el científico vuelve su mirada del estado presente del Universo al futuro, por muy lejano que sea, se ve obligado a tropezar, tanto en el Macrocosmos como en el Microcosmos, con el envejecimiento del mundo. En el curso de miles de millones de años, incluso las cantidades aparentemente inagotables de núcleos atómicos pierden energía utilizable, y la materia se asemeja, hablando en sentido figurado, a un volcán apagado y escoriforme. Y ocurre pensar que, si el presente Cosmos, hoy tan rebosante de movimiento y de vida, no es capaz de dar razón de sí mismo, como se ha visto, mucho menos podrá hacerlo aquel Cosmos sobre el que habrá pasado, a su manera, el aleteo de la muerte.
b) En lo pasado
17. Vuélvase ahora la mirada a lo pasado. A medida que se retrocede, la materia se va presentando cada vez más rica en energía libre y teatro de grandes convulsiones cósmicas. Así, todo parece indicar que el Universo material ha tenido, desde tiempos definidos, un pujante principio, provisto como estaba de una abundancia incalculablemente grande de reservas energéticas, en virtud de las cuales, primero rápidamente, luego con progresiva lentitud, ha evolucionado hasta el estado presente.
Saltan, así, a la mente dos preguntas espontáneas: ¿Puede la Ciencia decir cuándo tuvo lugar ese potente principio del Cosmos? ¿Y cuál era el estado inicial, primitivo, del Universo?
Los más excelentes técnicos de la Física atómica, en colaboración con los astrónomos y los astrofísicos, se han esforzado por aclarar estos dos arduos, pero sobremanera interesantes, problemas.
D) EL PRINCIPIO EN EL TIEMPO
18. Ante todo, por citar algunas cifras que no pretenden otra cosa sino expresar un orden de magnitudes al delinear el alba de nuestro Universo, o sea, su principio en el tiempo, la Ciencia dispone de varios caminos, bastante independientes entre sí, y sin embargo convergentes, que indicamos brevemente:
1. El alejamiento de las nebulosas espirales o «galaxias».– El examen de numerosas nebulosas espirales, llevado a cabo especialmente por Edwin E. Hubble en el Observatorio del Monte Wilson, llevó al significativo resultado –aunque haya que tomarlo con las debidas reservas– de que estos lejanos sistemas de galaxias tienden a separarse, los unos de los otros, con tal velocidad que la distancia entre dos de esas nebulosas espirales se duplica en el transcurso de unos 1.300 millones de años. Si se mira retrospectivamente el tiempo de este proceso del «Universo en Expansión», resulta que, hace de mil a diez mil millones de años, la materia de todas las nebulosas espirales se encontraba comprimida en un espacio relativamente restringido, cuando los procesos cósmicos tuvieron comienzo.
2. La edad de la corteza sólida de la Tierra.– Para calcular la edad de las substancias radioactivas, existen datos muy aproximados tomados de la transmutación del isótopo del uranio 238 en un isótopo de plomo (RaG), del uranio 236 en actinio D (AaD), y del isótopo del torio 232 en torio D (ThD). La masa de helio que con esto se forma puede servir de comprobación. Por este camino resultaría que la edad media de los minerales más antiguos es, a lo sumo, de cinco mil millones de años.
3. La edad de los meteoritos.– El método precedente, aplicado a los meteoritos para calcular su edad, ha dado aproximadamente la misma cifra de cinco mil millones de años. Resultado éste que adquiere especial importancia, porque los meteoritos proceden de fuera de nuestra Tierra, y, exceptuados los minerales terrestres, son los únicos ejemplares de cuerpos celestes que se pueden estudiar en los laboratorios científicos.
4. La estabilidad de los sistemas de estrellas dobles y de los grupos de estrellas.– Las oscilaciones de la gravitación dentro de estos sistemas, como el roce de las mareas, reducen de nuevo su estabilidad entre los límites de cinco mil a diez mil millones de años.
Si estas cifras pueden causar estupor, sin embargo no dan ni siquiera al más sencillo de los creyentes un concepto nuevo y diverso del que se aprende en las primeras palabras del Génesis: En el principio, es decir, al comienzo de las cosas en el tiempo. A estas palabras tales cifras les dan una expresión concreta y casi matemática, mientras que de ellas brota un consuelo más para los que comparten con el Apóstol la estima de la Escritura divinamente inspirada, que es siempre útil para enseñar, para convencer, para corregir, para dirigir [7].
E) EL ESTADO Y LA CUALIDAD DE LA MATERIA ORIGINARIA
19. Con igual empeño y libertad de investigación y de comprobación, los sabios han aplicado su audaz ingenio, no sólo a la cuestión de la edad del Cosmos, sino también a la ya indicada, ciertamente más ardua, tocante al estado y a la cualidad de la materia primitiva.
Según las teorías que se tomen como base, los cálculos correspondientes difieren no poco entre sí. Sin embargo, los científicos están de acuerdo en opinar que, al mismo tiempo que la masa, también la densidad, la presión y la temperatura deben haber llegado a grados verdaderamente enormes, como se puede ver en el reciente trabajo de A. Unsöld, Director del Observatorio de Kiel [8]. Sólo con estas condiciones puede comprenderse la formación de los núcleos pesados y su frecuencia relativa en el Sistema Periódico de los elementos.
20. Por otra parte, la inteligencia, ávida de la verdad, insiste con razón en preguntar cómo pudo la materia llegar a un estado semejante, tan inverosímil para nuestra ordinaria experiencia de hoy, y qué es lo que la precedió. En vano se esperaría una respuesta de las ciencias naturales, que, por su parte, declaran lealmente encontrarse delante de un enigma insoluble. Es verdad que se exigiría demasiado de las ciencias naturales como tales; pero es igualmente cierto que en el problema penetra más profundamente el espíritu humano versado en la meditación filosófica.
Es innegable que una inteligencia iluminada y enriquecida con los modernos conocimientos científicos, que considere serenamente este problema, tiene que romper el cerco de una materia totalmente independiente y autóctona –ya porque increada, ya porque creada por sí misma–, y elevarse hasta un Espíritu creador. Con la misma mirada limpia y crítica con la que examina y juzga los hechos, profundiza y reconoce en ellos la obra de la Omnipotencia creadora, cuya virtud, movida por el potente «fiat» pronunciado hace miles de millones de años por el Espíritu creador, se desplegó en el Universo, llamando a la existencia, con un gesto de generoso amor, a la materia exuberante de energía. En realidad, parece como si la Ciencia moderna, al saltar de un golpe millones de siglos, hubiera logrado asistir a aquel primordial «Fiat lux», cuando de la nada estalló –con la materia– un mar de luz y de radiaciones, mientras las partículas de los elementos químicos se rompían y se concentraban en millones de galaxias.
Es verdad que sobre la creación en el tiempo no son argumentos de valor absoluto los hechos comprobados hasta ahora, como lo son, por lo contrario, los tomados de la Metafísica y de la Revelación en lo que se refiere a la simple creación, y los de la sola Revelación si se trata de la creación en el tiempo. Los hechos –concernientes a las ciencias naturales, a que Nos hemos referido– esperan todavía mayores investigaciones y confirmaciones, y las teorías fundadas sobre ellos necesitan nuevos desarrollos y pruebas para ofrecer una base segura a una argumentación que de suyo se halla fuera del campo propio de las ciencias naturales.
21. A pesar de esto, es digno de tenerse en cuenta que los modernos cultivadores de estas ciencias estiman la idea de la creación del Universo completamente conciliable con su concepción científica; y, lo que es más, que han sido llevados hasta ella por sus propias investigaciones; mientras, hace aún pocos decenios, tal «hipótesis» era rechazada como absolutamente inconcebible con el estado presente de la Ciencia. Todavía en 1911, el célebre físico Svant Arrhenius declaraba que «la opinión de que pudiera nacer algo de la nada está en contradicción con el estado presente de la Ciencia, según la cual la materia es inmutable» [9]. También, por su parte, Plate afirmaba: «La materia existe. De la nada, nada nace; por consiguiente, la materia es eterna. Nosotros no podemos admitir la creación de la materia» [10].
22. Cuán diverso, y cuánto más fiel reflejo de inmensas visiones, es, por lo contrario, el lenguaje de un moderno científico de primer orden, Sir Edmund Whittaker, Académico Pontificio, cuando habla de las ya señaladas investigaciones sobre la edad del mundo:
«Estos diferentes cálculos llevan a la conclusión de que hubo una época, hace unos 109 o 1010 años, antes de la cual el Cosmos, si existía, existía en una forma distinta de todo cuanto conocemos: de manera que esa época representa el último límite de la Ciencia. Podemos quizá referirnos a ella, sin impropiedad, como a la época de la creación. Ella ofrece un fondo concorde con la visión del mundo, sugerida por la evidencia geológica, de que todo organismo existente sobre la Tierra ha tenido un principio en el tiempo. Si este resultado llegara a ser confirmado por futuras investigaciones, se le podría considerar como el más importante descubrimiento de nuestra época, ya que representa un cambio fundamental en la concepción científica del Universo, semejante al efectuado hace cuatro siglos por Copérnico» [11].
CONCLUSIÓN
23. ¿Cuál es, por lo tanto, la importancia de la Ciencia moderna en relación con el argumento de la existencia de Dios, tomado de la mutabilidad del Cosmos? Por medio de investigaciones exactas y detalladas en el Macrocosmos y en el Microcosmos, la Ciencia ha ensanchado y profundizado considerablemente el fundamento empírico sobre el que se basa aquel argumento, y del cual se excluye la existencia de un «Ens a se» inmutable por su propia naturaleza. Además, ella ha seguido el curso y la dirección de los desarrollos cósmicos, y, así como ha previsto su término fatal, así también ha señalado su principio en un tiempo de hace unos cinco mil millones de años, confirmando, con la concreción propia de las pruebas físicas, la contingencia del Universo y la fundada deducción de que, hacia ese tiempo, el Cosmos haya salido de las manos del Creador.
Por lo tanto, la creación en el tiempo; y por eso mismo, un Creador; luego, ¡Dios!. Ésta es la voz, aunque no explícita ni completa, que Nos pedíamos a la Ciencia, y que de ella espera la presente generación humana. Es una voz que brota de la madura y serena consideración de un solo aspecto del Universo, o sea, de su mutabilidad; pero es ya suficiente para que la Humanidad entera, ápice y expresión racional del Macrocosmos y del Microcosmos, adquiriendo conciencia de su alto Hacedor, se considere cosa suya, en el espacio y en el tiempo, y, cayendo de rodillas ante su Soberana Majestad, empiece a invocar su nombre: Oh Dios, tenaz vigor de toda cosa, – Que inmóvil en ti mismo permaneces, – Y que el orden del tiempo determinas – Por medio de la luz que nace y muere [12].
24. El conocimiento de Dios como único Creador, común a muchos modernos científicos, es ciertamente el límite extremo a que puede llegar la razón natural; pero no constituye –bien lo sabéis– la última frontera de la verdad. De ese mismo Creador, encontrado por la Ciencia en su camino, la Filosofía, y mucho más la Revelación, en colaboración armónica (ya que las tres son instrumentos de la verdad, como rayos de un mismo sol), contemplan la substancia, revelan los contornos, retratan la semblanza. Sobre todo la Revelación da de Él la presencia casi inmediata, vivificante, amorosa, tal como el simple creyente o el científico la sienten en lo íntimo de su espíritu, cuando repiten sin titubear las concisas palabras del viejo Símbolo de los Apóstoles: ¡Creo en Dios, Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra!.
No es que hoy, después de tantos siglos de civilización, porque son siglos de Religión, se dé el descubrir por vez primera a Dios; lo que urge, más bien, es sentirlo como Padre, reverenciarlo como Legislador, temerlo como a Juez; necesario es, para la salvación del mundo, que todos adoren a su Hijo, amoroso Redentor de los hombres, y se dejen llevar por los suaves impulsos del Espíritu, fecundo Santificador de las almas.
Esta persuasión, que toma sus más lejanas razones de la Ciencia, está coronada por la Fe, la cual, si cada vez estuviere más arraigada en la conciencia de los pueblos, contribuiría, de veras, a un progreso fundamental para el desarrollo de la civilización.
Es una visión total de lo presente y de lo futuro, de la materia y del espíritu, del tiempo y de la eternidad, que, iluminando las inteligencias, ahorrará a los hombres de hoy una larga noche de tempestades.
Es aquella Fe que Nos hace en este momento elevar a Aquél, que poco ha invocamos como Vigor, Inmóvil y Padre, la ferviente súplica por todos sus hijos confiados a Nuestra custodia: Dígnate concedernos en la tarde – Luz con que nuestra vida nunca cese [13], luz para la vida en el mundo, luz para la vida en la eternidad.
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Parte 1, cuestión 2, artículo 3.
[2] 2 Par., XXXIII, 85-87.
[3] Cf. Sab., XIII, 1-2.
[4] Par., I, 1.
[5] Ex., III, 14.
[6] Sant., I, 17.
[7] 2 Tim., 3, 16.
[8] Kernphysik und Kosmologie, en la Zeitschrift für Astrophysik, 24 (B., 1948), pp. 278-305.
[9] Die Vorstellugn vom Weltgebäude im Wandel der Zeiten, 1911, pág. 362.
[10] Ultramontane Weltanschauung und modern Lebenskunde, 1907, pág. 55.
[11] Space and Spirit, 1946, pp. 118-119.
[12] Del Himno de Nona.
[13] L. c.
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