El Padre Himalaya, pionero de la energía solar

30 mayo 2019

Los diversos tipos de energía alternativa a los combustibles fósiles van ganando terreno con rapidez en estas primeras décadas del siglo XXI para alimentar a una humanidad hambrienta de electricidad. Y, como todos sabemos, uno de los campos de batalla más activos en este campo es el de la utilización de la luz solar como fuente de energía. Parece algo propio de nuestro tiempo y, sin embargo, el uso del sol para animar máquinas viene de lejos. A fin de cuentas, un molino de viento emplea en cierto modo la energía del sol para moverse, dado que es el sol quien, con su radiación, contribuye de forma vital al balance energético atmosférico terrestre. Ahora bien, incluso en el campo de la energía fotovoltaica, esto es, aquella que transforma de forma “directa” la luz solar en electricidad, ya se mencionaban avances a principios del siglo pasado.

Se comentaba por entonces el uso del selenio para fabricar células solares (el reinado del silicio llegó bastante más tarde) y científicos de prestigio, como el físico William W. Coblentz en la década de 1920, patentaron diversos métodos para generar energía eléctrica a partir del sol utilizando diversos minerales y metales. Sin embargo, obviamente, lo que más se mencionaba con respecto al uso del sol como “motor” energético era la concentración de su luz por medio de espejos o lentes, algo en lo que se venía trabajando desde hacía mucho tiempo. He ahí, por ejemplo, los concentradoresdel ingeniero francés Augustin Mouchot y de Abel Pifre. Mouchot soñaba con encontrar una alternativa económica al vapor generado con la quema de carbón, que era la energía reinante en su tiempo. Su primer colector solar data de 1866, era un aparato sencillo para calentar agua. Con el tiempo mejoró su idea y, colaborando con Pifre, presentó en la Exposición Universal de París de 1878 un ingenioso generador de vapor que consistía en una especie de gran “antena” de espejos que concentraba la luz solar, como si de una lupa gigante se tratara. A pesar de lo espectacular de su apariencia, y de que realmente funcionaba, aquella máquina no podía competir con un mundo que había adoptado inmensas calderas de vapor a carbón como fuente primaria de energía. Aunque Pifre presentó en 1882 una aplicación práctica del invento, siendo capaz de mover una imprenta con ella, ningún industrial de la época lo consideró como algo que fuera más allá de lo simplemente curioso.

El olvidado y genial Padre Himalaya



Padre Himalaya


Ciertamente en Portugal es conocido, aunque tampoco es que haya tenido mucho predicamento, pero en el resto del mundo es prácticamente alguien que ha sido olvidado por completo y, sin embargo, merece ser considerado como uno de los más tenaces pioneros de la energía solar. En el Archivos Histórico de Patentes de Madrid, por ejemplo, podemos revisar los añejos papeles sobre los que aparecen impresas cinco patentes de 1901 a 1910 otorgadas a Manuel António Gomes Himalaya(se menciona en esos expedientes que reside en París y que forma parte del clero). Dos de esas patentes, de 1901 y 1902 se dedican a describir “aparatos para la utilización industrial del calor del sol y la obtención de altas temperaturas”. El resto de patentes describen diversos procedimientos para fabricar explosivos de seguridad.

¿Quién era el tal Manuel António Gomes? Conocido como “Padre Himalaya”, por su condición de sacerdote católico y por tener una estatura digna de la cordillera de ese nombre, fue un genial científico que soñó con un mundo movido por la energía del sol. Portugués, nacido en 1868 en el seno de una familia campesina, y fallecido en 1933, comenzó su formación sacerdotal en el Seminario de Braga en 1882. Pero, además de su vocación religiosa, a Manuel António le fascinaron las máquinas y las ciencias desde muy temprano, llegando a inventar todo tipo de artilugios (curiosamente, el mencionado apodo de “Himalaya”, que el propio inventor incorporó a su firma, le llegó por parte de un colega en su tiempo en el Seminario). Estudió todo tipo de ciencias y llegó a ser conocido por su irreverencia y desafío a la autoridad, pero a pesar de ello logró ser ordenado sacerdote. Fue en 1891, mientras era profesor, cuando se sintió atraído por la posibilidad de aprovechar la energía del sol. Para mejorar su formación científica, se trasladó a Coimbra para estudiar matemáticas y ciencias, iniciando más tarde una incesante actividad misionera, viajera y, sobre todo, inventiva. Recopila todo tipo de datos sobre agricultura, los usos del agua, plantas medicinales, astronomía y, en realidad, prácticamente cualquier cosa que fuera capaz de alimentar su insaciable curiosidad. Viaja a París, Londres, Estados Unidos y, años más tarde, a Argentina, viviendo numerosas aventuras, pero nunca le abandona una obsesión: el sol. De esa idea fijada en su mente nació el Pirelióforo, o Pirhelióforo (era citado indistintamente en diversas fuentes de la época con las dos grafías). Esa máquina marcó su vida y alumbró un futuro que, aunque Manuel António no llegó a conocer, en sus escritos dejó constancia de su convencimiento acerca del uso de la energía solar en generaciones venideras.

Concentrando el poder de nuestra estrella

El Padre Himalaya patentó su Pirelióforo hacia 1901, pero fue unos años más tarde, en 1904, cuando presentó un modelo en la Exposición Universal de San Luis (Estados Unidos) que asombró al mundo. Fue entonces cuando obtuvo una efímera fama que le llevó a aparecer mencionado en la prensa de todo el planeta para, al poco, caer en el olvido.

El Pirelióforo era una especie de horno solar constituido por grandes espejos reflectores capaces de concentrar la luz solar para generar altas temperaturas. A modo de “horno solar”, el Padre Himalaya soñó con emplear esa energía para obtener nitrógeno atmosférico para fabricar fertilizantes agrícolas (su origen humilde le hacía pensar siempre cómo mejorar la vida de sus amigos y familiares, dedicados a tareas del campo). Los primeros modelos fueron construidos en el sur de Francia con piezas fabricadas en París. Cada nuevo modelo era una versión mejorada del anterior, en un proceso sin fin con el que el sacerdote quería perfeccionar al máximo su invención. Con un contrato logrado en Londres en 1901, se buscaron diversas aplicaciones a las grandes temperaturas que se podían conseguir con la máquina, desde la metalurgia a la química. La idea era muy buena y, de hecho, décadas más tarde se han fabricado concentradores y hornos solares de diverso tipo con muy buenos resultados, sobre todo aplicados a calentar fluidos dedicados a generar energía eléctrica. El problema en su tiempo era que lograr los materiales adecuados para los reflectores y, sobre todo, conseguir la alineación adecuada, era muy complicado y eso llevó a que algunas pruebas fueran un fiasco, llegándose a derretir los soportes de los reflectores. Tras muchos contratiempos, se logra montar el modelo de la Exposición de San Luis, que consigue un premio por su espectacular demostración, al ser capaz de fundir cualquier tipo de material con el enorme calor generado. A pesar de ese éxito, el Padre Himalaya no consigue apoyos adecuados para continuar con sus investigaciones en energía solar y regresa a Portugal, donde pasa a ser profesor y dedicará años a investigar diversos problemas de la agricultura, el uso seguro de explosivos (llegó a tener una compañía comercial en ese sector) e incluso la forma de generar precipitaciones en tiempos de sequía y el diseño de motores capaces de funcionar con gasógeno.


Gráficos de algunas de las patentes del padre Himalaya sobre ingenios solares




El Padre Himalaya fue una figura fascinante y asombrosa, dotado de una energía incontenible, soñó con cambiar el mundo pero recibió todo tipo de golpes como recompensa. Gozó de prestigio pero no pudo lograr su mayor ilusión, que era ver cómo sus ingenios solares se extendían por pueblos, fábricas y campos. En 1933, cuando fallece, los periódicos se llenan de efímeras notas con titulares como “…muere ignorado en un hospital el célebre físico Padre Himalaya. Su pirelióforo maravilló al mundo”. Y, en verdad, la máquina llenó de asombro a todo el que pudo contemplar cómo funcionaba, pero ello no llevó a un final venturoso a su inventor.

Tal como se comentaba entonces, la máquina “que trae el fuego del sol” (por la etimología de pirelióforo), era capaz de generar temperaturas impresionantes. En la edición del 1 de diciembre de 1904 de la revista Alrededor del Mundo, se mencionaba lo siguiente acerca de tan asombrosa invención que, en varios experimentos, llegó a alcanzar entre 2.000 y 3.000 grados centígrados de temperatura en su foco:

Entre los aparatos científicos más importantes que se exhiben en la Exposición de San Luis, figura un concentrador de rayos solares, del cual se espera que hará una revolución en los campos de la química y la agricultura. (…) En la cima de un montecillo cubierto de vegetación aparece un armazón de acero de trece metros de alto, con un contorno semejante al de una concha, que rodea a un reflector, el cual, por su forma, parece un cono. La concavidad interior de esta sección cónica está cubierta de cuadraditos parecidos a espejos de 12,5 por 25 centímetros. Cada cuadrado está sujeto por tornillos de bronce que forman la base del reflector, ajustado cada uno con el de al lado matemáticamente para formar una superficie cóncava perfecta compuesta por 6.117 espejos. (…) La superficie de caldeo es un punto de 15 centímetros de diámetro situada en el centro de un crisol de una aleación especial que está colocado en el punto del foco.


El pirelióforo en todo su esplendor.



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