Hoy echan en la 2 de TVE a las 22:00 la película "El árbol de la vida", del director Terrence Malick.

En su día hubo en el ámbito cultural tradicionalista opiniones dispares sobre esta película. Por ejemplo, en el cuaderno de bitácora THE WANDERER, se vio a esta película con buenos ojos. Por su parte, el portal de INFOCAÓTICA se limitó a presentar las dos opiniones dispares de los críticos expertos Juan Manuel de Prada y Flavio Mateos.

Paso a reproducirlas a continuación:


El árbol de la vida


JUAN MANUEL DE PRADA





Resulta paradójico que, en muchas recensiones, se haya presentado «El árbol de la vida», la inmensa película de Terrence Malick, como un compendio de espiritualidad new age, cuando se trata de la más abrumadora e intrépida exposición de las verdades de la fe que el cine se haya atrevido a proclamar en décadas. Pero que este Credo sin trampa ni cartón haya sido tomado por una divagación new age nos confirma que las verdades de la fe resultan desconocidas para el hombre contemporáneo, incluso para el católico, a quien los curas han dejado de predicárselas. Dice Benedicto XVI que hace falta una «nueva evangelización»; pero para esa «nueva evangelización» se precisarían evangelizadores que crean que Dios es Señor de la Historia –Alfa y Omega– y que se atrevan a proclamar que el misterio del sufrimiento humano sólo es plenamente comprensible si se espera la resurrección de la carne. Mientras los curas se lo piensan, nos queda Terrence Malick, un cineasta a la altura de Dreyer y de Tarkovsky.

«El árbol de la vida» empieza y termina del mismo modo: el universo, que brota del seno de un Dios creador, es restaurado al final de los tiempos, regresando al seno del que ha brotado; el origen y las postrimerías del mundo quedan así abrazados, en un designio divino que penetra la historia humana, dotándola de sentido. Pero Malick no se conforma con añorar aquella edad dorada en la que el pecado aún no había sido desatado y el león y el cordero podían retozar juntos –ilustrada a través de la secuencia más enigmática de la película, en la que un dinosaurio que suponemos depredador «perdona» la vida a un dinosaurio que suponemos su víctima–, tampoco con anticipar el advenimiento de un nuevo amanecer en que esa edad dorada nos sea finalmente restituida para siempre. Malick desea también adentrarse en los entresijos de la historia humana, en la mismidad de nuestra naturaleza caída, que sólo encuentra consuelo en sus padecimientos a la luz de la Redención. Y no lo hace mediante abstrusas lucubraciones teológicas, sino confrontándonos ante la más pavorosa expresión del dolor humano: una familia que pierde a su hijo, que vive esa amputación abrumada por la inmensidad de la pérdida, desangrándose por una herida que es cifra de la herida que le ha sido infligida al universo entero; y que implora como Job una respuesta, tropezándose con el silencio de Dios, cuyos planes tantas veces se escapan a la comprensión humana. La relación entre el padre de esa familia amputada (Brad Pitt) y el hijo que sobrevive tortuosamente a la pérdida de su hermano (Sean Penn) se erige en alegoría de la relación que el hombre entabla con ese Dios que a veces nos parece cruel; y en el que, sin embargo, acertamos a vislumbrar un fondo amoroso –redentor– contra el que nos rebelamos.

A la postre, ese hijo torturado contempla –¡mientras suenan los acordes del «Agnus Dei»!– a la humanidad resucitada, lavada en la sangre del Cordero, que respira un cielo nuevo y pisa una tierra nueva. Sin fe en la resurrección de la carne no hay comprensión cabal del dolor humano; porque sólo la fe en una restauración plena en Dios que recompense al ciento por uno –con el revestimiento de un cuerpo glorioso– las heridas que nos han sido infligidas hace soportable nuestro paso por este valle de lágrimas. Esto es lo que Malick proclama sin rebozo en esta película inmensa: hemos salido del Padre y volveremos al Padre. Y no seremos almas pululando en la inmensidad del cosmos, sino cuerpos renacidos para la gloria eterna. Gracias, Malick, por proclamar con un par de cojones lo que hace mucho se dejó de proclamar en los púlpitos.


Fuente: ABC.ES


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EL ARBOL DE LA VIDA

Director: TERRENCE MALICK - 2011




UN ARBOL MALÍCKSIMO


Tras haber visto una cosa llamada “El árbol de la vida”, damos a continuación algunas ideas que nos ha sugerido la misma.


1. La crítica. Escribió el gran crítico y escritor argentino Ramón Doll, hace ya muchos años:

“Cuando yo llegué hace años a la vida literaria, me encontré con que la crítica asumía ante ciertos desbordes y desorbitaciones de la llamada nueva generación, una extraña actitud diría, “apaisanada”, por lo tiesa, temerosa de opinar, no fuera el diablo que ciertos poemas y cuentos que nadie comprendía, fueran obras geniales.


Cuando Jacobo Fijman escribía:



“Angeles de la muerte, ángeles de la muerte.
Angeles de la muerte, ángeles de la muerte.
Angeles de la muerte, ángeles de la muerte.”


había algunos críticos, entre ellos Soto, que se quedaban todos duros, temblones, “apampados”, como los paisanos que entran a una escribanía. Y Soto y otros escritores, temiendo que a lo mejor Fijman fuera un Rimbaud, apenas si se atrevían a decir: “¡Es un santo que reza!”.

Yo llegué en ese momento y con aire campechano les dije: “¡Qué va a ser Rimbaud! ¿No ven que es un loco lindo?” y, la verdad, estas cosas son las que no se perdonan a un crítico: denunciar la papanatería de los que quieren aparecer sutiles y refinados y no son más que víctimas de las supercherías poéticas de un converso.”


Tal cual parece ser la actitud –en general– de la crítica argentina ante esta película, ya se trate de los “especialistas” de los sitios de crítica cinematográfica, ya de las comentaristas televisivas de la farándula o los “críticos” de los grandes diarios –con alguna meritoria excepción–, para no quedar como “inorantes” ante una película que parecía difícil, premiada encima con la Palma de Oro en Cannes (como si ello tuviera algún valor) y ensalzada por la “influyente” crítica de Nueva York y París (más pava que la argentina). De nuestra parte tenemos que decir simplemente lo que es esta película: se trata de un videoclip de dos horas y media, sólo que en vez de tener música rock, tiene música de Bach, Smetana, Brahms, Gorecki, Couperin, Respighi, Tavener y música sacra, como para darle “trascendencia” a la búsqueda de Malick del sentido de la vida ("un poema visual con letra y música", dice el habitual y torpe escriba de La Nación diario). Pero la película no deja de ser eso, y así como es un absurdo pretender un “rock cristiano” (pues el rock es en sí una música que invierte los valores y elementos propios de la música con un sentido subversivo), de la misma forma no puede hacerse un videoclip religioso o trascendente, ya que la forma misma carece de por sí de la salud necesaria (salud, es decir, orden, jerarquía, claridad, dominio de la forma, puesta en escena, etc) como para considerarlo cine. Un videoclip es algo que carece de forma, es un desorden como lo es el rock and roll. Desorden parece ser lo que tiene en su mollera el Sr. Malick, a pesar de las buenas intenciones de acercarnos al sentido trascendente de la vida.



2.
Todo lo que es cine cuenta por lo menos dos historias: una primera historia donde se desarrolla la fábula, los acontecimientos, las peripecias; y una segunda historia donde se cuenta mediante símbolos lo más importante, aquello para lo cual el autor inventa la fábula o argumento. Entre la historia literal y la simbólica pueden contarse sub-tramas o historias “adventicias” que sirvan para ampliar el espectro de reflexiones a partir del tema que se vierte antes que nada en la historia primera. Pues bien, Malick ha querido darle al espectador la historia segunda, prescindiendo por completo –o casi- de la historia primera. Malick ha creído posible “reflexionar” cinematográficamente prescindiendo del lenguaje del cine. Ese ha sido su gran pecado, por el cual la gran mayoría de los espectadores se han aburrido soberanamente con su película sin lograr (no porque sean incapaces de ello, como dicen los infatuados que desde la web defienden altaneramente esta película) tener una reflexión positiva desde la misma, y es lógico que ello ocurra cuando uno no se siente involucrado, antes bien, se siente marginado de la misma experiencia cinematográfica.

Si Malick pudo acaso coincidir en sus intenciones con Chesterton, que afirmaba que “la fuerza que hace girar a los planetas se complace en hacer girar a los trompos”, olvidó el ejemplo de aquel genial autor – o del buen cine, como el de Hitchcock– que era capaz de elevarnos hacia la consideración de lo sobrenatural a partir de aventuras e historias policiales extremadamente divertidas e ingeniosas (también esto puede hacerse desde dramas familiares, o aun explícitamente religiosos –caso Dreyer– u otro tipo de historias, el problema es que Malick no cuenta ninguna historia).

Aquí cabe consignar que –como desarrollamos largamente en el capítulo “El cine y el misterio” y también en “El cine y la poesía del orden” de nuestro libro “El mirar del cine”– hay una confusión acerca de cómo introducir el misterio en las obras de ficción, y esa confusión deriva en este caso de una confusión religiosa que en el filme de Malick se advierte notablemente. Se olvida que Dios implanta la gracia sobre/en la naturaleza. Malick no logra introducir la gracia aunque empiece hablando de ella porque se olvida de la naturaleza. Para Malick trazar un puente con lo sobrenatural significa enrarecer la atmósfera con música minimalista, hacer susurrar o levitar a los personajes y colocar la cámara en ángulos extraños. Pero la gracia invisible actúa en lo que somos y tal cual somos. Ese es el desafío del artista a la hora de abordar el asunto. ¿Cómo mostrar entonces lo sobrenatural a partir de lo natural? Chesterton (o Hitchcock) lo hacía descubriéndonos la maravilla en lo cotidiano pero inserto en historias y aventuras bien trazadas, delimitadas, dibujadas. Y una vez que nos instalaba en la realidad de las formas cotidianas, el símbolo o un simple detalle anómalo nos daba la posibilidad de tender un puente hacia la gracia divina. Ahí es donde el artista puede aportar lo que de diferente manifiesta el misterio en la vida ordinaria. Sólo podemos acercarnos a lo ilimitado mediante lo limitado. Si el autor quiere acercarse a Dios –lo infinito, lo ilimitado que todo lo abarca– no puede hacerlo sino constriñéndose a lo limitado, puesto que no somos sólo espíritu y Dios quiere valerse de las formas y los signos sensibles para comunicarse con nosotros. El mejor ejemplo de ello es el Santo Sacrificio de la Misa. Por eso, lo decimos una vez más, pretender acercarse al misterio de lo divino a través del camino de lo vago, de lo informe, de lo confuso, es chapucear y rendirse ante la iconoclastia de quien cree en un dios que no es el de los cristianos.


3. Para ayudarse en su falta de imaginación, Malick se vale de alegorías, que es el error supremo si hablamos de cine. La alegoría es lo contrario del símbolo. No contento con abrumarnos con sus cortes de montaje veloces y sin sentido, sus movimientos de cámara caprichosos, su pseudo-documental sobre el origen de la tierra, la levitación de un personaje y otras supercherías que acompaña con música clásica, Malick nos entrega unos últimos quince minutos absolutamente despreciables y cuyo bochorno nos da vergüenza ajena; secuencia donde alegoriza no sabemos bien qué (¿es un sueño del personaje?, ¿un pensamiento?, ¿ocurre después de su muerte?) al estilo de los videoclips de U2 o Pink Floyd, y filma al estilo de las publicidades de Renault o Sony Eriksson, en una especie de resolución de los conflictos que supuestamente abrumaban a un Sean Penn que no hace otra cosa que pasearse con cara de resaca entre rascacielos modernosos, desiertos con puertas que se abren y playas donde los muertos se abrazan.


4.El arte decadente –dice Leo Ferrero, citado por nosotros en nuestro ensayo “El cine y el subjetivismo”, una crítica a otro bodrio prestigioso como fue “El arca rusa”– tiene una marcada propensión a destruir lo convencional, que es en el fondo uno de los tantos necesarios artificios con que el arte clásico logra expresarse. En el arte hay siempre una parte de convención, que en modo alguno puede ser abolida por completo”.

Malick no ha entendido la lección de los clásicos, tal vez porque ni siquiera le guste el cine. Su película puede cortarse diez minutos, treinta minutos, puede variarse el montaje, y no cambia nada. El subjetivismo es la norma. Ha caído –y no solamente ahora– en el error del audiovisualismo de Kubrick, en el alegorismo de Tarkovsky, a la vez que remeda –en su parte “documental”– a films como Koyaanisqatsi. La indefinición de Malick no hace otra cosa más que aportar confusión y tedio a un espectador que necesita con urgencia que el cine le recuerde que la vida es una “novela imprevisible” (Chesterton), o una aventura trascendental donde la religión no es cosa del sentimiento sino de luz, y esa luz se vierte sobre las cosas cotidianas cuya forma remite a un orden creador que nos habla inteligiblemente a través de su Palabra o de sus hombres y sus obras: ya sea a través de parábolas, novelas o películas, pero siempre respetando la naturaleza del hombre cuya vida es relatada mediante historias y no mediante tratados “filosóficos” que descreen de las formas.


Flavio Mateos


Fuente: VIDEOTECA REDUCO