La Historia retrocede, la Iglesia avanza
Roberto de Mattei
“La Iglesia lleva atrasada doscientos años”. ¡Cuántas veces, tal vez con otras palabras, hemos oído expresar este pensamiento de fondo! La Iglesia católica está atrasada con los tiempos y el camino de la historia no se puede detener. Si la Iglesia rechaza admitir a la comunión a los divorciados vueltos a casar, si condena la anticoncepción y el uso del profiláctico, si niega su reconocimiento a las parejas de hecho, si insiste en el respeto a las tradicionales normas litúrgicas y si ratifica la estructura monárquica de su constitución, no marcha al ritmo de los tiempos que cambian. Es necesario que adapte su lenguaje, sus enseñanzas, sus prácticas religiosas, al mundo, respecto al que va con un retraso de al menos dos siglos.
¿Por qué dos siglos? Porque esta es la distancia que nos separa de la época de la Revolución francesa, considerada una fase decisiva en la evolución social de la humanidad. Si la Iglesia va atrasada respecto a cuanto ha sucedido en los últimos dos siglos, quiere decirse que la sociedad humana ha realizado desde entonces un recorrido de signo positivo, un progreso que la Iglesia no ha sabido comprender ni hacer propio. Pero, ¿qué ha sucedido tras la Revolución de 1789? Hasta entonces la Iglesia desempeñaba un papel fundamental en la sociedad, su autoridad era reconocida públicamente y su fe y su moral impregnaban las costumbres. Tras la fractura revolucionaria, la sociedad política se ha emancipado de la Iglesia y ha recorrido un itinerario tan radical de alejamiento de Dios que ha sido necesario un llamamiento divino a la conversión, llegado en 1917, con las palabras de la Santísima Virgen a los pastorcillos de Fátima. Dentro de poco se celebrarán los cien años del acontecimiento de Fátima y la humanidad, lejos de convertirse, ha enfilado un vertiginoso descenso hacia el abismo de la degradación moral. ¿Qué católico podría negar que el mundo practica y teoriza hoy las más aberrantes negaciones del orden natural y cristiano? ¿Cómo alejar el pensamiento de un castigo que se cierne sobre las humanidad a causa de sus pecados? ¿Es esta la meta con la que la Iglesia va atrasada?
¿Cuál es la misión de la Iglesia? ¿Evangelizar y cristianizar la sociedad o dialogar con ella para recoger las solicitudes positivas y dejarse modelar por ellas? El punto de referencia es la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, realidad no sólo humana sino divina y, en cuanto tal, medida para juzgar las vicisitudes del mundo. ¿O es la Historia, con H mayúscula, que por nadie es juzgada ni trascendida, ella sola, quien, en su movimiento ascensional hacia un indeterminado “punto omega”, redime a la humanidad? La Iglesia es la guardiana infalible de la ley divina y natural, ¿o acaso tiene que ser el centro de “escucha” y de registro de las exigencias de la conciencia humana en cosas de fe y costumbres?
Se trata de dos visiones contrapuestas del mundo: la primera, trascendente y auténticamente católica; la segunda, profana y evolucionista. Entre ellas no hay diálogo posible, sino una incompatibilidad que se soluciona con una conversión: o la del mundo a la Iglesia o la de la Iglesia al mundo. Mas la conversión de la Iglesia al mundo no es una conversio, sino una aversio a Deo, una pérdida de Dios, del sentido de lo sagrado y de lo trascendente, una cesión teológica y moral de consecuencias devastadoras.
Parecería inútil subrayar la antítesis de la visión evolucionista de la historia con la visión católica. ¿Y qué sucede si, quien proclama que la Iglesia está atrasada unos doscientos años, es un cardenal de la Santa Iglesia Romana? ¿Y si, en coherencia con esta afirmación, el mismo cardenal propone una vía de compromiso con algunas negaciones de la moral y de la fe católica?
Es increíble decirlo, pero esto es lo que, antes de morir, ha sentenciado Su Eminencia el cardenal Carlo María Martini, dando a su hermano jesuíta Georg Sporschill una entrevista que quería fuera introducida en su testamento (“Corriere della Sera”, 1 de septiembre de 2012).
Frente a estas afirmaciones, ¿qué decir, sino evidenciar también, junto la ausencia de una teología católica de la historia, una impresionante carencia de espíritu profético y sobrenatural? ¿Y cómo no oponer a la entrevista del cardenal Martini las palabras tan distintamente proféticas de Juan Donoso Cortés, el escritor y parlamentario español que, en su memorable discurso a las Cortes españolas, del 4 de enero de 1849, dirigiéndose a los bancos de la izquierda, exclamaba:
“El fundamento, Señores, de todos vuestros errores, consiste en no saber cuál es la dirección de la civilización del mundo. Vosotros creéis que la civilización y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven. El mundo, Señores, camina con pasos rapidísimos a la constitución de un despotismo, el más gigantesco y asolador de que hay memoria en los hombres. A esto camina la civilización y a esto camina el mundo” (Obras, BAC, Madrid 1970, p. 316).Es verdad, un despotismo jamás conocido por la historia parece ser el éxito de las convulsiones anárquicas en las que estamos inmersos. Este es el resultado de doscientos años de regresión religiosa y moral de la sociedad. No es el mundo el que avanza. Es la Iglesia la que progresa en santidad entre las tormentas, la que las afronta y domina, incluso cuando es combatida desde fuera o traicionada desde dentro. Y si los Pastores no se lo recuerdan a su grey, serán los simples bautizados quienes lo griten con todas sus fuerzas, confiando en la ayuda de Dios, que no abandona jamás a su Iglesia.
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Se trata de dos visiones contrapuestas del mundo: la primera, trascendente y auténticamente católica; la segunda, profana y evolucionista. Entre ellas no hay diálogo posible, sino una incompatibilidad que se soluciona con una conversión: o la del mundo a la Iglesia o la de la Iglesia al mundo. Mas la conversión de la Iglesia al mundo no es una conversio, sino una aversio a Deo, una pérdida de Dios, del sentido de lo sagrado y de lo trascendente, una cesión teológica y moral de consecuencias devastadoras.
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