La Pasión del Cuerpo Místico de Cristo
Sofronio
Este artículo es una mera copia del capítulo XXV y epílogo del recomendadísimo libro de lectura y continua consulta titulado CIEN AÑOS DE MODERNISMO, del Padre Dominique Bourmaud, que si no lo pueden adquirir, pueden descargarlo haciendo un clic en su título. Aunque fue escrito en tiempos de Wojtyła su narración de la evolución de modernismo desde sus más antiguas raíces hasta el presente sigue siendo absolutamente actual y de imprescindible lectura y recomendación a sus amigos. La Santa Madre Iglesia, Esposa de Cristo, Cuerpo Místico del Señor, que hoy padece también con su dulcísimo Esposo la suprema agonía, es Santa e Inmaculada, cuyo sello inviolable y testigo de su perpetua Virginidad, su intacta puerta, su purísimo himen, consiste en mantener siempre su Fe pura y prístina como le fue entregada por el Cordero de Dios a los Apóstoles y, que hoy, más que nunca, los enemigos de Cristo, vida nuestra, desde fuera y más peligrosamente desde dentro de la Iglesia, intentan constantemente y más enérgicamente que nunca violar. Aquí les dejo el texto del Padre Dominique Bourmaud, recomendando encarecidamente la lectura de su estupendo libro: Antes de concluir nuestro estudio sobre las raíces del modernismo, tenemos que hacer un rápido balance del período posconciliar. No será necesario repasar sistemáticamente los capítulos sobre el modernismo triunfante, porque en realidad ese último período no agrega nada sustancial a los principios del neomodernismo. Todo estaba ya incluido, enseñado y propagado en él. Lo único que el período postvaticano aporta, aunque es de gran importancia, es el triunfo sobre la cúpula de San Pedro de las doctrinas reprobadas hasta el Vaticano II. Lo que aquí nos interesa es sobre todo establecer, en función de los capítulos anteriores, los vínculos que unen los últimos pontificados con el clan archiherético, y lo haremos a modo de conclusiones progresivas. Estas conclusiones serán el punto final del presente libro, que tenía la ambición de definir histórica y teológicamente la herejía modernista, y mostrar luego sus afinidades y vínculos con la «Iglesia conciliar». LA IGLESIA CONCILIAR, ¿ES HIJA DEL NEOMODERNISMO?
Papas de la iglesia conciliar que han seguido los errores del CV2 y los han ampliado
— El concilio Vaticano II fue preparado, dirigido y dominado por maestros modernistas. El modernismo estaba muy bien representado por los mismos que harían y desharían el Concilio, en particular por los cardenales Liénart, Döpfner, Bea, Frings, Alfrink, Léger, König y Richaud. Además de los cabecillas, Juan XXIII nombró como expertos a un buen número de teólogos conocidos en el Santo Oficio por su modernismo. Entre ellos, los más importantes eran De Lubac, Congar, Cheng, Ratzinger, Schillebeeckx, que luego se haría célebre por su herético Catecismo holandés, y Hans Küng, el polémico discípulo de Rahner. En su historia del Concilio, el padre Wiltgen subraya la dictadura del elemento alemán, todopoderoso en la Alianza europea, que era la que lo mandaba y disponía todo en el Concilio. Bastaba con que un solo teólogo lograra que los obispos de lengua alemana adoptaran sus puntos de vista para que también el Concilio los hiciera suyos. Ahora bien, ese teólogo existía: era Rahner. Gozaba de una gran influencia sobre las jerarquías de lengua alemana, pero también sobre Ratzinger, Vorgrimler, Küng, Boff, Metz y Lehmann, a tal punto que se puede decir que fue el hombre más influyente en el Concilio. A ese elemento neomodernista «católico» se debe sumar la rama protestante, que también desempeñó un papel muy activo. Por eso, en su balance del Concilio, los historiadores describen unánimemente la victoria del partido progresista sobre la Curia romana y los que defendían la doctrina tradicional. Y cuando se sabe que después Rahner y Congar fueron los autores más citados en el comentario oficial del Concilio en lengua alemana, no queda duda alguna de que la Alianza europea contribuyó eficazmente a orientar el Concilio en el sentido modernista. — Los hombres influyentes en el Concilio quisieron imponer, y lo lograron a veces, puntos de doctrina en abierta contradicción con los decretos magisteriales precedentes. Dado que las cabezas pensantes del Concilio estaban imbuidas de modernismo, el Concilio no podía ser la excepción. Había que poner los relojes en hora, y como era la hora del aggiornamento, se debía preguntar a los enemigos seculares de la Iglesia qué exigían de ella. Para complacer a los rusos ortodoxos, súbditos de la KGB, el Concilio se negó a condenar explícitamente el comunismo ateo. El mismo Concilio acogió los desiderata de los masones judíos de la B’nai B’rith en orden a exonerar a los judíos de toda responsabilidad en la Pasión de Cristo. Igualmente se dio satisfacción a las siete exigencias fundamentales de los protestantes sobre la libertad religiosa por medio de la declaración conciliar Dignitatis humanæ. Por las mismas razones ecuménicas se le negó a Nuestra Señora el título de Mediadora de todas las gracias. Por regla general, todos los grandes textos dogmáticos sobre la Iglesia, el ecumenismo y la Revelación, la libertad religiosa y la colegialidad, fueron minados con frases equívocas, sabiamente dosificadas por los expertos revolucionarios. Esos textos ambiguos eran verdaderas bombas de tiempo, que los pirotécnicos modernistas harían detonar en el momento oportuno. En materia de Revelación, la facción progresista presentó hasta el último minuto un texto que, por sus ambigüedades, negaba la Tradición oral como segunda fuente de la Revelación, reducía la inerrancia universal de la Sagrada Biblia confinándola sólo a las cuestiones de fe y de moral, y sembraba la duda sobre la historicidad de los Evangelios. La cuestión de la libertad religiosa fue la doctrina más debatida en el Concilio. Se trataba de aceptar o de negar el principio de la libertad de conciencia y de los cultos, que Pío IX ya había condenado repetidas veces. Lo que Pío IX había condenado, el Vaticano II lo afirma textualmente en la declaración Dignitatis humanæ:«La persona tiene derecho a la libertad religiosa. Esa libertad consiste en que, en materia religiosa, no se impida a nadie actuar según su conciencia, en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» Congar y Ratzinger confiesan que, de hecho, el Concilio dice casi lo contrario del Syllabus de 1864.La colegialidad fue uno de los caballos de batalla de los modernistas. La colegialidad significaba la democratización de la Iglesia «monolítica», idea lanzada por Rahner, que pretendía igualar al Papa con los obispos —primus inter pares—, según una doctrina formalmente condenada. Así, pues, se votó y se aceptó debidamente la colegialidad, hasta el día en que uno de los periti reveló la interpretación que los modernistas iban a sacar de ella. ¿Cómo se podía rectificar un texto aceptado por los Padres, pero ambiguo, que destruía la constitución divina de la Iglesia? El Papa decidió adjuntar en apéndice una Nota explicativa prævia que excluía la interpretación herética. El equívoco más lleno de errores es la doctrina ecuménica, expresada en distintos documentos del Concilio, en particular Unitatis redintegratio y Lumen gentium. A Congar se debe el esquema de Lumen gentium, que, con el famoso «subsistit» —«la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica»— da a entender que las Iglesias separadas pertenecen también a la Iglesia de Cristo y son medios de salvación, lo cual es pura herejía. Por esta razón los términos empleados son equívocos a pedir de boca. Donde antes se hablaba de la naturaleza de la Iglesia, Congar se refiere al misterio de la Iglesia; donde Pío XII consagra la noción de miembro del Cuerpo místico de Cristo, Congar inventa la noción de «comunión en el Pueblo de Dios», vaga a más no poder. ¿Por qué? Porque de un cuerpo se es miembro o no se es, mientras que se puede estar más o menos en comunión. — Las doctrinas heterodoxas propuestas y a menudo aceptadas en el concilio Vaticano II sobre la Revelación, el ecumenismo, la libertad religiosa y la colegialidad, son conclusiones en perfecta consonancia con los principios fundamentales de los modernistas. El documento sobre la Revelación es subrepticiamente modernista. El texto de Rahner, rechazado al último momento, ofrece la visión protestante de la sola Scriptura, de la negación de la inspiración, de la inerrancia bíblica y del carácter histórico de los Evangelios, que son los tres puntos cardinales de la fe en materia de Revelación. No todas las teorías rahnerianas de la Revelación de la conciencia son explícitas, pero el texto presentado en el Concilio les prepara ya el terreno destruyendo los fundamentos de la fe católica. El ecumenismo es también, de todos los puntos tratados en el Concilio, el que mejor revela la afinidad y comunión de espíritu entre el Concilio y los modernistas. De hecho, los periti que dirigieron el Concilio son los mismos que habían sido excluidos quince años antes por sus ideas modernistas. No es de extrañar que el ecumenismo querido, impulsado y vivido durante el Concilio sea de inspiración modernista. Como la unidad no procede de la verdad de los hechos y de las cosas, plantea un problema insoluble en teoría, y soluble sólo en la práctica. La única solución sería sacrificar la verdad y el principio de no contradicción a una unidad ficticia bajo la sigla del equívoco. Promover el ecumenismo equivale a firmar el pacto de no agresión que otorga derecho de ciudadanía a todas las religiones en el panteón de todas las confesiones. El único mandamiento es la exclusión del exclusivismo: libertad para todo y para todos, salvo para los que creen en la verdad. La Iglesia católica también está cordialmente invitada, a condición de que renuncie a su pretensión de ser la única santa, verdadera y una. La consecuencia lógica del ecumenismo conciliar es la libertad religiosa. La libertad religiosa es la negación pública de la distinción entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso. La libertad religiosa es la negativa a aceptar a Jesucristo y a su Iglesia como autoridades supremas sobre los hombres. La libertad religiosa es la afirmación práctica de la conciencia egologista modernista, independiente de toda regla exterior. Es la afirmación de la libertad como principio y derecho soberano del hombre por encima de Dios y de sus leyes. La colegialidad niega a la Iglesia la constitución monárquica que Nuestro Señor le había dado. Firma la abdicación radical de la autoridad eclesiástica, porque ni el buen obispo conservador ni el Papa pueden oponerse a la presión de las conferencias episcopales modernistas. Es la parálisis del sistema de defensa y ataque de la Iglesia católica, en provecho de un criptocracia modernista más poderosa por el hecho de ser más oculta. Es la destrucción del principio de autoridad con su correlativo necesario, la obediencia católica. Es la instauración del despotismo más tiránico, sin fe ni ley, con su correlativo inseparable, la obediencia ciega. No cabe duda de que la colegialidad funciona en el sentido del individualismo egologista insubordinado. No cabe duda de que, a la hora del triunfo, la colegialidad que firma la abdicación de la autoridad sirve a la causa modernista. — La fe católica es incompatible con el ecumenismo que profesa el Vaticano II, fundadosobre los principios modernistas. De este modo, el ecumenismo conciliar se presenta como el modernismo práctico. Puesto que busca la unión práctica de las diversas confesiones en el equívoco y la contradicción, fuera de la verdad y de los hechos, ese espíritu ecuménico es incompatible con la cultura cristiana, que es realista ante todo, y por lo tanto está orientada hacia la verdad. La contradicción, de hecho, no puede subsistir si la verdad religiosa es razonable, exclusiva y absoluta. La amalgama de las distintas Iglesias no puede subsistir si Jesucristo, Dios hecho hombre, ha constituido a la Iglesia católica como la única autoridad divina en la tierra. Y por lo tanto, de derecho, el espíritu cristiano y el espíritu ecuménico no pueden coexistir. Y lo que de derecho es incompatible con la verdad cristiana, se reveló como incompatible de hecho cuando el Concilio quiso elaborar la carta del ecumenismo. Experimentó entonces mil dificultades para imponerla a causa de su incoherencia, y sólo pudo lograrlo sacrificando los principios de la razón y de la fe. De hecho, por medio de frases ambiguas sabiamente dosificadas, el Concilio se hizo el abogado del falso ecumenismo (particularmente el de tipo rahneriano) y se vio forzado a identificar los contrarios: la Iglesia de Jesucristo es sólo la Iglesia católica y no sólo la Iglesia católica; la verdad en materia de religión es sólo la fe católica y no sólo la fe católica; la gracia de Jesucristo se transmite por la única Iglesia católica y no se transmite únicamente por ella. O, si el Concilio no identificó los contrarios, los relativizó, conduciendo así al mismo resultado, el escepticismo absoluto. En todos los casos, se desemboca en el perfecto nirvana intelectual y religioso, que es la esencia misma del modernismo. Y puesto que se funda en el escepticismo filosófico y el relativismo doctrinal, parece necesario concluir que el ecumenismo conciliar es la aplicación práctica del modernismo. — Pablo VI fue un Papa liberal y filomodernista, conquistado por el modernismo práctico. El Papa elogió a menudo a los teólogos actuales, Manaranche y De Lubac, Congar y Rahner, sin contar a Blondel. Aún más que Juan XXIII, abrió las puertas del Concilio a los nuevos teólogos. El cardenal Daniélou veía en Pablo VI a un Papa liberal, es decir, no tanto un Papa sin convicción, sino al revés, un Papa dispuesto a defender las ideas liberales. Así fue como presionó a los Padres del Concilio para que aceptaran los decretos ambiguos. Así fue como doblegó al rector de la Gregoriana para rehabilitar a la vez a Teilhard de Chardin y a De Lubac. Con la misma firmeza el Papa doblegó toda resistencia al volver a admitir a los exegetas del Instituto Bíblico, Zerwick y Lyonnet. El ecumenismo fue la idea fija del Papa, que la alentó a toda costa, hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar el primado de Pedro. Rebajó a la Iglesia ante sus enemigos seculares haciendo concesiones inauditas, entre otras la hospitalidad eucarística. Por la misma razón, favoreció el proyecto de la Biblia «ecuménica». También fue él quien instituyó la nueva misa, para suprimir lo que era demasiado católico en la misa y acercarla a la Cena calvinista. Fue él quien alentó los encuentros con los masones, para llegar a un acuerdo público de modelo «ecuménico» entre la Iglesia y la masonería. — El pontificado de Pablo VI, por acción y por omisión, envió la Tradición a la tumba y promovió el modernismo teórico. El Papa, antiguo amigo de los neomodernistas, hizo todo lo que pudo para promover las reformas progresistas suprimiendo los obstáculos. Así fue como, por acción o por omisión, abandonó de hecho el primado de la fe, de la autoridad pontificia, de Jesucristo y de la Iglesia. El gran mal del pontificado de Pablo VI fue sobre todo el abandono de su primer deber: apacentar el rebaño y guardar el depósito de la fe. La abdicación de la autoridad se hizo patente particularmente con Holanda, primero con motivo del concilio pastoral de Holanda, realizado con la complicidad de los obispos, y que preconizaba reformas archiheréticas; y luego con motivo del Catecismo holandés, donde la autoridad romana dejó ese verdadero Catecismo de herejías en manos de los niños. Semejantes publicaciones podían multiplicarse y negar las doctrinas de la Iglesia con total impunidad, puesto que el Papa suprimió el Índice en 1965 y paralizó el Santo Oficio, según los desiderata expresados por los modernistas sesenta años antes. Esta es la razón de que, desde 1968, se hayan pronunciado tan pocas condenaciones contra las obras de herejes que pululan impunemente, como Hans Küng y Léon-Xavier Dufour. El Papa, de hecho, había abdicado de su autoridad, sobre todo después de sus escaramuzas con las conferencias episcopales, que no querían aceptar la condenación de los métodos contraceptivos en Humanæ vitæ. — Las comisiones teológicas bajo el poder de Juan Pablo II y de Ratzinger rebosan de modernistas. Bajo el pontificado de Juan Pablo II, los hombres de Concilium (el modernismo hard), dominan las cátedras teológicas, mientras que los tres fundadores de Communio (el mismo modernismo soft) han sido creados cardenales, y la mayoría de sus teólogos han sido nombrados obispos. El más importante de ellos es Ratzinger, designado para el puesto de defensor de la ortodoxia. De hecho, Ratzinger está impregnado del veneno modernista, como lo demuestra su libro de título engañoso, La fe cristiana, ayer y hoy. También fue él quien ubicó a sus protegidos en los puestos de mando más codiciados. Para defender la Doctrina de la Fe, promovió a monseñor Lehmann, que niega la resurrección corporal de Jesús; a Georges Cottier, partidario del diálogo entre la Iglesia y las logias masónicas; y a Albert Vanhoye, para quien Jesús no era sacerdote. En la Comisión Teológica encontramos a monseñor Schönborn, que elogia la Superiglesia ecuménica de Von Balthasar; a monseñor Léonard, profesor hegeliano; y sobre todo al futuro cardenal Kasper. El libro de este último no es más que la versión herética alemana de la Vida de Jesús de Renan. — El cardenal Ratzinger se hizo el protector de los teólogos modernistas en materia de Revelación. Los últimos documentos pontificios repiten el esquema rahneriano que siembra dudas sobre los tres dogmas referentes a la Revelación: la historicidad de los Evangelios, la inspiración y la inerrancia bíblica. Pero no se quedan ahí. Según ellos, la Revelación no se cerró con la muerte del último Apóstol, sino que se prolonga y crece al capricho de las «relecturas enriquecedoras» en el Espíritu, según la exégesis espiritual del padre De Lubac, que es la que logra ganarse la preferencia de los documentos pontificios. El interés de esta exégesis es que los textos admiten varias interpretaciones: el sentido literal, el sentido del misterio pascual, las circunstancias presentes de la vida en el Espíritu, etc. Desde este punto de vista, el Magisterio escriturario viene de la base, imbuida del verdadero sentido de la fe. Ese «sentido de la fe» del Pueblo de Dios es la palabra clave que señala, de hecho y de derecho, la abdicación del Magisterio auténtico de la Iglesia. A ese aspecto protestante de la interpretación bíblica sin control, la Comisión Bíblica agrega un aspecto sociológico: «El creyente lee e interpreta siempre la Escritura en la fe de la Iglesia y aporta a la comunidad el fruto de su lectura, para enriquecer la fe común». Esta exégesis espiritual es en realidad la institución del libre examen comunitario en la Iglesia, el mismo que san Pío X había condenado bajo el nombre de conciencia colectiva. — Juan Pablo II es un filomodernista imbuido de filosofía moderna. Juan Pablo II fue, al principio, profesor de filosofía moral. Su sueño era reconciliar a Kant con santo Tomás, Scheler y Heidegger. Su pasado filosófico se revela en los textos pontificios por el lenguaje kantiano o hegeliano y las tesis existencialistas que forman la trama de su pensamiento. Su visión depende del existencialismo subjetivo y antropológico. Sus autores preferidos son Teilhard y De Lubac. En el Concilio defendió el documento sobre la libertad religiosa, y más aún el de Gaudium et spes. Se opuso a los que querían publicar una condenación severa del ateísmo. Sufrió una gran influencia de parte de los modernistas de pura cepa, por los que no oculta su admiración: Henri de Lubac, Jéan Daniélou, Yves Congar, Hans Küng, Ratzinger, Lombardi y Karl Rahner. Compartió hasta tal punto las ideas modernas, que De Lubac lo eligió como su candidato papal. Nombrado arzobispo en Cracovia, apoyó la edición polonesa de Communio y, una vez elegido Papa, no tardó en promover al cardelanato a los tres fundadores de esta revista, Ratzinger, De Lubac y Von Balthasar. — Juan Pablo II no sólo no desaprobó, sino que incluso defendió, muchas teorías modernistas de Rahner. Rahner fundaba su filosofía en el principio existencialista del conocimiento egologista: «Pienso, quiero, existe». Fundaba su teología en el mismo principio de la conciencia independiente y, entre otras, en la tesis de la salvación universal. Esa tesis suponía necesariamente la apertura a todos los credos, la tesis del cristiano anónimo, el infierno vacío y la destrucción de los muros de la «Iglesia ghetto». Juan Pablo II adopta teorías muy parecidas. Su primera encíclica, Redemptor hominis, hace de la conciencia personal el fundamento de la Revelación, y reduce todo el orden sobrenatural al natural. La Revelación divina es simplemente el hombre que se revela al hombre. Dios es el infinito abstracto que se revela a la conciencia humana. El pecado es tan sólo una incoherencia de la conciencia. La libertad, fruto de la conciencia y fundamento de la dignidad humana, es inviolable incluso en materia de religión. La Iglesia de Cristo se identifica perfectamente con la humanidad entera. Citando Gaudium et spes, Juan Pablo II defiende la tesis de la salvación universal de todos los hombres, de manera que todo hombre —lo sepa o no, lo acepte o no en la fe— pertenece ya a Cristo. Como se puede ver, las ideas del Papa se parecen peligrosamente a las del príncipe de los modernistas. — Juan Pablo alentó positivamente el modernismo práctico, haciéndose el apóstol del pluralismo religioso. El ecumenismo de Juan Pablo II tiene una finalidad esencialmente filantrópica, en la línea de los deístas del siglo XVIII y de los masones. Mientras que san Pablo predicaba a los paganos la fe católica, el Papa predica una religión por encima de las fronteras eclesiásticas y de los credos. La predica y la lleva a cabo con las jornadas ecuménicas de Asís y de San Pedro de Roma. La establece como ley en todas las grandes reformas pontificias, que se realizan en el espíritu ecuménico del Concilio. Así, en 1983, aparece el nuevo Código de Derecho Canónico que ratifica la eclesiología protestante del «Pueblo de Dios», de la Iglesia de Dios que sólo «subsiste» en la Iglesia católica, que permite administrar la sagrada comunión a los protestantes, y que instituye formalmente la colegialidad episcopal. El mismo espíritu preside el nuevo Catecismo de la Iglesia católica de 1992, cuya clave de lectura es el leitmotiv del Papa:«El Hijo de Dios, por su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre».En 1995, por iniciativa del mismo Papa Juan pablo II, se tiró otro adoquín ecuménico, esta vez contra el primado del Papa. Esto ilustra a la perfección la «autodemolición de la Iglesia» de que ya hablaba Pablo VI. La Declaración conjunta sobre la justificación con los protestantes es un adelanto importante en la búsqueda ecuménica, que concluye, después de treinta años, con un «consenso diferenciado» y, por lo tanto, según su propio testimonio, ambiguo y herético.EpílogoCuando se ponen al descubierto los fundamentos de nuestra cultura cristiana, se comprende fácilmente que el gran árbol de la Iglesia extendió sus ramas sobre toda la tierra porque se alimentó a través de raíces sanas, la fe en Jesucristo y la recta razón. Desde entonces, a la sombra de ese árbol fecundo en frutos de sabiduría, pudieron posarse las aves del cielo. Los grandes espíritus y los poderosos de este mundo, los humildes y los sencillos, han probado y saboreado los beneficios de la civilización de Cristo, tan divina y tan humana, tan razonable y tan sublime. El modernismo se presenta como la perfecta antítesis de la cultura cristiana. De Lutero a Loisy pasando por Kant, y de Tyrrel a la «Iglesia conciliar» pasando por Rahner, vemos que las mismas causas producen los mismos efectos letales. Esos hombres soltaron las amarras de la fe separándola de la razón. La fe absurda, sin motivo ni regla, se convierte en la fe de la conciencia personal. De paso, la Revelación se emancipa de su Revelador, Jesucristo, para convertirse tan sólo en el sentimiento de lo divino que reconforta el corazón. El precio que hay que pagar para seguir esa religión absurda es la destrucción de la razón misma. La inteligencia persigue ciegamente sus ilusiones y sus sueños, liberada de las leyes de la realidad. Todo cambia, todo está en todo, todo es cierto y falso a la vez, todo está bien y mal. Es el caos y la contradicción establecidos como principios supremos. Si la herencia cristiana simboliza el orden y la perfección del ser para alcanzar finalmente la plenitud del Ser absoluto que es pura perfección, el modernismo es todo lo contrario. Es el vacío de Dios, fundado en una Revelación imaginaria y apoyado en una filosofía absurda. Ante la plenitud de la verdad católica, el modernismo ofrece la nada más absurda, el horror del nirvana. No es otra cultura; es visceralmente una contracultura o, mejor dicho, una anticultura. En lugar de adorar a su Creador, el hombre se adora a sí mismo en un narcisismo introvertido [y de ahí el nuevo rito de la misa cara al pueblo]; en lugar de Dios que crea al hombre a su imagen y semejanza, el hombre es el que hace a «Dios» a su propia imagen; en lugar de Dios que se hace hombre y habita entre nosotros, el hombre se hace Dios y rechaza al Dios verdadero. Y puesto que el hombre no es nada sin Dios, querer amarse y adorarse a sí mismo fuera de Dios es el suicidio más radical que pueda existir. El modernismo es el suicidio de la inteligencia y del alma, porque el hombre se alimenta con sus propias fantasías, en vez de buscar su bien en Aquel que es el Ser y la Vida. Este dilema, el hombre o Dios, ha dividido el género humano y la vida religiosa desde sus inicios, pero sobre todo después del advenimiento de Nuestro Señor. Desde hace dos mil años, la religión panteísta, con la autoadoración del hombre, lanza el grito de rebelión contra Dios. Esta religión encontró su desarrollo, después de Lutero, en ese gran movimiento modernista que conocemos hoy en día, más peligroso por tener su arsenal en terreno católico. Culminará mañana con la venida del Anticristo triunfante. Las profecía sobre el Hombre de perdición se hacen más claras a medida que se va cumpliendo el plazo. Nada impide concebir hoy que el Anticristo pueda tener un poder de dimensiones planetarias. Nadie se sorprende ya de la pérdida de la fe en la mayor parte del pueblo católico y en la misma Roma, lo cual hubiera sido impensable hace sólo cuarenta años. Hay una relación de causa a efecto entre el receso de la luz y la invasión de las tinieblas. El mal se extiende a medida que el bien se desmorona. El Príncipe del mal gana terreno a medida que la Iglesia, el reino de Cristo en la tierra, se tambalea. El sueño del diablo, desde luego, es neutralizar a la Iglesia y hacerla entrar en su juego infernal. Gracias a las lecciones de la Historia, los regímenes totalitarios comprendieron que, aunque podían forzar físicamente a los hombres a militar en el partido, les resultaba imposible doblegar sus mentes y sus voluntades. Al totalitarismo político el Anticristo deberá sumarle el totalitarismo religioso, único dueño de las almas. Así, pues, se trata de destruir la religión, más precisamente la única religión que aún cree en Dios y en la verdad, la religión católica. Ocurrirá entonces lo que Pablo VI anunciaba poco después del Concilio: «Puede ser que este pensamiento no católico dentro del catolicismo sea mañana el más fuerte. Pero nunca representará el pensamiento de la Iglesia. Tiene que sobrevivir un pequeño rebaño, por muy pequeño que sea» Cuando la religión católica haya sido vaciada de su sustancia y contaminada con el virus modernista, nada podrá detener el poder del Anticristo. En complicidad con los cabecillas «católicos», llegará a sentarse personalmente en el santuario de Dios, presentándose a sí mismo como Dios. Acumulando los dos poderes supremos en la tierra, impondrá el totalitarismo más absoluto, el que consiste sobre todo, según Solzhenitsin, en la negación de la idea de verdad. El Estado y la religión, la institución natural y la divina, serán guiadas por ese Hijo de la mentira, sin otro freno que su voluntad de hierro. Cuando Pablo VI habla de una mayoría de católicos en el error y de una pequeña minoría fiel, se refiere sin duda a un tiempo de crisis. Es el que vivimos hace cuarenta años, desde que el modernismo triunfa sobre la cúpula de San Pedro. El tiempo de crisis es un tiempo de niebla, en el que las formas son confusas y los colores se confunden. La cuestión crucial en una época como ésta es saber cuáles son los puntos de referencia que nos permitan discernir con seguridad lo verdadero de lo falso. Es necesario que sean referencias tan inmutables como la Roca de Pedro y como el Dios de nuestros padres. Son las tres intuiciones, las tres evidencias que constituyen toda la herencia cristiana: que la fe no es irracional; que la Revelación de Jesucristo tuvo lugar, atestiguada por las profecías y los milagros, tan ciertos como la muerte de san Pablo y la existencia de la Iglesia; y que el ser y la verdad, religiosa o no, son tan inmutables como Dios mismo. El hombre cambia de ideas y se equivoca a veces, los hombres de Iglesia cambian y pueden equivocarse, pero los principios fundadores son eternos e infalibles. La Revelación y la fe serán mañana las mismas que ayer y hoy. Nuestro punto de referencia infalible es el pasado, es la fe de nuestros piadosos padres, de nuestros santos padres Pío, san Pío V, el beato Pío IX, san Pío X y Pío XII. Traicionar esta fe para seguir a los hombres, aunque sean de Iglesia, es traicionar a Jesucristo. Por eso, que los verdaderos cristianos se preparen, en la fidelidad a Dios, a la llegada de ese Hijo de perdición, a quien el Hijo de Dios aniquilará con el soplo de su boca. Que sobre todo se vacíen de sí mismos para llenarse del Dios tres veces santo. Que imiten además el ejemplo de la Virgen María, que por su humildad ya ha aplastado la cabeza de la Serpiente, y destruirá finalmente su raza maldita —«Ipsa conteret»— .
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