ELENA DE MAGDALA
JUAN MANUEL DE PRADA
SE nos abren las carnes cada vez que un espíritu egregio y sinceramente religioso se aleja de la Iglesia: ocurrió, allá en la Antigüedad, con Savonarola; ocurrió, hace un siglo, con Unamuno; y ahora nos ocurre con Elena Valenciano. Dentro de algún tiempo, cuando contemplemos con la perspectiva debida la figura sublime de Elena Valenciano, «orillada por la historia oficial» como ella misma ha dicho refiriéndose a María Magdalena, con quien sin duda se siente hermanada, la Iglesia tendrá que canonizarla por la vía rápida, resarciéndola por los daños irreparables que le infligió en vida.
Elena Valenciano, o Elena de Magdala, es hija de la «primavera del Concilio», esa época venturosa de misas guitarreras que tantísimos bienes seminarios a reventar, escuelas católicas convertidas en viveros de la fe, políticos fieles a las enseñanzas del magisterio, etcétera ha traído a la Iglesia. Metida de hoz y coz en esa primavera fetén, Elena de Magdala pilló una alergia que la hizo transitar «de Jesucristo a la revolución», eligiendo como ídolos al Che Guevara y a Felipe González. A Elena de Magdala probablemente le ocurriera como a aquel socialista que dijo a Donoso Cortés: «Jesucristo fue el primer revolucionario del mundo»; a lo que Donoso contestó: «Pero no derramó más sangre que la suya». Castellani glosa esta anécdota recordando que Cristo no vino a revolucionar nada, sino a restaura r todas las cosas de cielo y tierra con su propia sangre. Y es que las restauraciones siempre se hacen con sangre propia, a diferencia de las revoluciones, que se hacen con sangre ajena, mucho más barata. Elena de Magdala, que era una chica que miraba mucho por la economía doméstica (como demostraría de mayor, montando con su marido varios chiringuitos inmobiliarios), se hizo revolucionaria, pensando isum teneatis que los revolucionarios «son gente que sale a defender a los demás». Si, en vez de desgañitarse en las misas guitarreras, Elena de Magdala se hubiese dedicado a leer las encíclicas de Pío X habría aprendido que «los verdaderos amigos del pueblo no son revolucionarios ni innovadores, sino tradicionalistas»; pero tampoco se le pueden pedir peras al olmo primaveral.
Así que la adolescente Elena de Magdala se pasó del misticismo a la revolución. Fueron los años tumultuosos en que inició varias carreras que luego abandonaría, pues como ella misma ha reconocido (después de que la pillaran atribuyéndose por todo el morro un par de licenciaturas) los estudios la aburrían y le dio pereza acabarlos. Tal vez debamos buscar en esta pereza o aburrición profunda que los libros provocaban en Elena de Magdala su abandono del cristianismo, que es religión de muchos libros, a diferencia de las ideologías revolucionarias, como nos tiene explicado Pemán: «El cristiano no es nunca, como el judío talmúdico o el coránico musulmán, hombre de un solo libro. Esto le pasará al liberal, que se consumirá en el pasajero magisterio de Rousseau o Benedetto Croce; o al marxista, discípulo exclusivo de Marx, ya en punto de revisión. Ni siquiera la Biblia es libro único para el cristiano, que siempre tiene su mentalidad en glosa y tradición. No se es cristiano del todo mientras no se encaja en la onda total y expansiva del pensamiento a Erasmo y Miguel Ángel y Shakespeare».
Y claro, Elena de Magdala, viendo que eso de ser cristiano aunque fuese primaveral exigía muchas lecturas, se arrimó a Felipe González, que no le exigía ninguna. Tal vez creyera reminiscencia de su etapa mística que Felipe González le daría «libro vivo», como Jesucristo a Santa Teresa. Y así, sin una puta lectura, Elena de Magdala se dispone a conquistar Bruselas, antes de conquistar los altares.
Histrico Opinin - ABC.es - sbado 10 de mayo de 2014
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