El fin del papado



No se inquiete el ultramontano lector o el cultor de la Cosa Blanca. No se regocije de más el apocalipticista expectante de castigos ajenos y júbilos atroces. No estamos anunciando la extinción del Primado. Bajo este título queremos cobijar algunas reflexiones que el tsunami Bergoglio, en calificación de Piqué, ha provocado a la dignidad más noble de la tierra. Básicamente, postulamos que con Bergoglio finaliza una tipología de Papado que lleva medio siglo de vigencia; papado que comienza con los papas reformadores de Trento, que tiene como antecesor el papado renacentista y a San Pío V como arquetipo.
Como San Luis a la monarquía francesa, San Pío V le dio a sus sucesores, junto con la consolidación del hábito blanco ya incoado por el Beato Inocencio V, primer papa dominico, cierto halo que había sido desdibujado en el fatídico siglo XV y XVI. En San Pío V se conjuga la santidad con el hombre de acción, el reformador de las costumbres con el restaurador de la liturgia, el papa omnisciente (se dice que vio desde la ventana de su oficina la victoria de Lepanto) con el papa impecable, en fin, el líder de la Cristiandad en su canto de cisne. La canonización, en 1712, fue un sello tan marcado que nadie más osó repetirla en los siguientes dos siglos y medio. El modelo de papado piano, decimos, se extendió por casi quinientos años, en un derrotero desigual pero con determinaciones básicas. El papa es un personaje hierático, superior, un tanto lejano, casi sin características peculiares. Las pocas que se muestran suelen ser excepcionales y mueven a admiración. No tienen vida privada, no tienen casi vida anterior. Son castos e impecables, de un hablar inmaculado (alguno recordará al muy ingenioso Benedicto XIV y sus malas palabras – pues por eso llamaba la atención). En suma, llevan con más o menos dignidad el título de “Santísimo”, y como custodios supremos de la fe, las costumbres y la liturgia romana, ejercen un efecto conservador y moderador.
Que la exacerbación de estas características, a partir de Pío IX, preanunciaba la decadencia es algo a lo que nos tiene acostumbrados el estudio de la historia de las instituciones humanas o divinas. La proclamación del dogma de la infalibilidad papal llevó al paroxismo el culto al papado, sobre todo cuando la interpretación maximalista, incluso contra la letra del Vaticano I, prevaleció como el “espíritu del Concilio”. La pretensión de un magisterio omnímodo, incurso en todo tipo de materias, llevó a una inflación y a una consecuente devaluación de la palabra pontifical. En suma: la exacerbación piononesca, con la difusión de la interpretación maximalista del dogma de la infalibilidad, la inflación magisterial paceliana, el reformismo destructor montiniano y finalmente el espectacularismo wojtiliano que conjuga todas estas facetas son la esclerotización del paradigma que comenzó a sufrir fuertes inconsistencias. Pero con flancos vulnerables, el esfuerzo por asegurar cierta trabajosa hermenéutica de la continuidad en materia doctrinal siguió hasta Benedicto. La impecabilidad personal, notoria en tantos papas cuando no había Internet, también se reforzaba con las características generalmente austeras (si los comparamos con los papas renacentistas) de los candidatos elevados al Solio. Finalmente, el character extraordinario de los hombres que desempeñaban dicha dignidad se mantuvo durante siglos. Ciertamente el más mediocre de los papas de este período descollaba en cualquier asamblea de obispos. Llevaban con dignidad la Dignidad, hasta en sus expresiones faciales, en cierta calma mayestática y señorial que conmueve, por ejemplo, cuando uno ve en una primera filmación la bonhomía cordial de León XIII. Y cuando excepcionalmente un papa era una medianía, al menos era discreto y se envolvía en las vestes pontificales y en el silencio o recurría a un atlético despliegue de sus dotes de actor o estrella mediática, con, por ejemplo el carisma abrumador de Wojtyla. Hay que recordar que esta época se cierra, ay, con un teólogo. No con un profesor de teología: con un teólogo original, lo cual es extraordinario.

Nos excusamos de comparar este modelo pasado con el actual pontificado y repetir los hechos cotidianos: la pérdida de la seniority, del magisterio, de todo, en suma, engullido por un liderazgo personal populista y plebeyo que parece no tener límites a la ordinariez y el disparate, es palmaria. Intente el lector, simplemente, apelar en su mente “Santísimo” al actual Sucesor de Pedro –herencia de los tiempos en que el papa salía de Roma con la custodia en el pecho-, sentirá una inadecuación tan fuerte como hacerlo con Juan XII o con Alejandro VI. Piense en esta diarquía insólita, monstruosa, que amenaza con más cabezas que el Cerbero, si la geriatría sigue progresando. Advierta que hoy el papado, el órgano conservador por excelencia de la Iglesia, se ha transformado en cabecilla de la facción revolucionaria.
Si Bergoglio es un cisne negro, una singularidad que no romperá el molde de esta tipología pontifical que hemos descripto no lo sabemos con certeza. Pero intuimos que con él culmina y se acaba el papado moderno. De hecho, no podría haber Bergoglio sin Pío IX, sin Pablo VI y sin Juan Pablo II. Ya la hipertrofia de este modelo, decíamos, preanunciaba, incoaba, la decadencia.
Pero el final es una ruptura descomunal, geológica. Entre Bergoglio y sus antecesores hay una sima que ninguno puede trasponer. Ha dilapidado un capital enorme, como un nuevo Hijo Pródigo de innumerables Padres. Diríamos que ha llevado a la quiebra al Patrimonio Moral de San Pedro, si la piedad nos impidiera creer que esto es posible o definitivo.

Desgraciadamente, Benedicto, que había comenzado a desenredar trabajosamente la madeja, no pudo, no supo o no quiso. Con casi seguridad, no pudo.


Ludovicus

The Wanderer