Aborto y moral: el callejón sin salida de la Iglesia española

Apenas han hecho falta unos meses para comprobar que la inmensa mayoría del episcopado español no ha respaldado a las contadas voces que, en su seno, han alzado una voz crítica frente a la ley de regulación del aborto presentada por el Gobierno.




Es cierto que estos últimos obispos tampoco han sido capaces de evitar las perplejidades que plantea su postura que es percibida, únicamente, como una toma de posición en el pulso de poder entre las tendencias que existen dentro del Partido Popular.

En efecto, al cuestionar la opción definitivamente adoptada por Rajoy se acaba desembocando en una legitimación de la mini-reforma de Gallardón y de la actuación del PP en el caso de que se hubieran interpretado en otro sentido las vagas directrices sobre el aborto señaladas en su programa electoral[1].


Dejando, pues, aparte los pronunciamientos de unos pocos obispos (cuyos valores, por otro lado, no podemos ni queremos regatear aquí) el episcopado ha reiterado, una vez más, la línea de conducta que viene aplicando metódicamente desde los años de la llamada transición. Es decir, se han limitado a una exposición de principios teóricos pero, en la práctica, han evitado la polémica y paralizado la movilización clara e inequívoca de los católicos al tiempo que se avala la más absoluta libertad de éstos para la toma de posición personal en relación con la Ley. La irrelevancia numérica de las voces descontentas con la deriva abortista del Partido Popular, a pesar de contar con numerosos católicos nominales en sus filas y en su propio Gobierno, es el más claro indicio de lo que decimos.


De hecho, con la única excepción de la doctrina enseñada por el entonces Obispo de Cuenca mons. Guerra Campos –fallecido en 1997 y a quien hemos hecho alusión en numerosos artículos sobre esta misma cuestión– nunca hemos oído denunciar las raíces de la legalización del crimen del aborto en una Constitución gravemente problemática desde el punto de vista moral ni se ha explicitado con claridad la posición en que han quedado las autoridades y las instituciones de un Estado, todas ellas manchadas y cuestionadas tanto por la ley vigente (2010), la derogada (1985), la propuesta por Ruiz Gallardón o la que parece que se va a aprobar ahora.


Y es que el callejón sin salida en que se encuentra la Iglesia española y que exige una rectificación radical, es consecuencia de una doble opción previa. Por un lado, se ha situado en una perpetua contradicción al dar por bueno un sistema que lleva jurídicamente a consecuencias moralmente inadmisibles. Por otra parte, al haber renunciado a influir «con su moral propia en las leyes» –en expresión del Secretario General de la Conferencia Episcopal Española– la Iglesia ha dejado de cumplir una de las misiones que le son propias pues su misma naturaleza no excluye la atención que es debida a las realidades temporales.


En efecto, «sólo reconociendo como constitutivo interno de la sociedad civil su subordinación a la ley moral y su dimensión religiosa es posible hacer frente a las exigencias del bien común»[2]. Según la doctrina católica, la soberanía en la comunidad política debe estar sometida jurídicamente al orden moral (a la soberanía de Dios). Y se trata de algo más que una exhortación para que ciudadanos y gobernantes en sus decisiones y actos electivos estén atentos a la norma moral. Se requiere que sea moral el sistema mismo, es decir, que esté constituido de tal forma que no sea legítimo dentro de él atentar contra la citada ley moral.


Por tanto, no se pueden eludir las responsabilidades más altas como si la intervención de los Poderes públicos se limitara a dar fe de la “voluntad popular” ni es posible en conciencia instalarse tranquilamente en un marco jurídico, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir. Tampoco se puede dar por bueno un orden constitucional por el que la suprema Magistratura se vea obligada a sancionar leyes absolutamente inmorales[3].


La tolerancia de hecho ante tantas realidades legislativas que van transformando la esencia de nuestra sociedad es, probablemente, la responsabilidad más grave de los jerarcas y de los católicos españoles que, salvo honrosas y minoritarias excepciones, han renunciado a cualquier consecuencia cultural, política y social de su fe. Solamente así se explica que, millones de ellos, se identifiquen con posiciones como las enunciadas desde el Partido Popular, fiel a la más estricta defensa de los supuestos previamente planteados por los socialistas en la regulación del aborto.




No deja de ser desmoralizador que cuando se alzan, desde numerosas instancias, voces críticas hacia el deterioro moral y económico provocado por el sistema vigente, la Iglesia se ubique en el más recalcitrante conservadurismo en lugar de promover el reemplazo de la Constitución vigente por otras leyes fundamentales, utilizando todos los medios legítimos para ello, incluso los legales[4]. Amparados en el irrebatible argumento de los frutos recogidos desde 1978, estimamos que ésta debería ser la enseñanza moral que, inspirada en el Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia, hicieran llegar los obispos al pueblo español.


Sin embargo, las posiciones adoptadas por el episcopado desde que el Partido Socialista planteó la liberalización del aborto con la Ley de 2010 nos llevan a pensar que no hay indicio alguno de un reajuste en la línea que estamos señalando. Menos aún parecen favorecer una rectificación de la predicación de la Doctrina Social de la Iglesia[5], los aires que soplan en Roma, fieles en este terreno a las consignas implantadas desde el Pontificado de Pablo VI y a la interpretación más radical de los textos del Concilio Vaticano Segundo favorables al laicismo de Estado y al indiferentismo religioso.


Pero, desde que viene comportándose así, la Iglesia española ha acabado a medio camino entre el desprecio y la persecución por parte de ese mundo con el que intentan congraciarse sus representantes oficiales. Y el epitafio de una institución y de sus miembros que renuncian unilateralmente a cumplir su misión, ya fue pronunciado por Jesucristo:


«Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le volverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada de las gentes» (Mt 5, 13).


Padre Ángel David Martín Rubio



[1]
«Cambiaremos el modelo de la actual regulación sobre el aborto para reforzar la protección del derecho a la vida, así como de las menores»: <http://www.pp.es/sites/default/files...1101123811.pdf>.


[2]
Miguel AYUSO, “La unidad católica en el constitucionalismo español del siglo XX”, Iglesia-Mundo 384 (1989).


[3]
Cfr. José GUERRA CAMPOS, “Legitimación de un crimen. Aborto prácticamente libre”, Boletín Oficial del Obispado de Cuenca 7 (1985) 81-87.


[4]
«Queremos aquí de nuevo afirmar Nuestra viva esperanza de que Nuestros amados hijos de España, penetrados de la injusticia y del daño de tales medidas, se valdrán de todos los medios legítimos que por derecho natural y por disposiciones legales quedan a su alcance, a fin de inducir a los mismos legisladores a reformar disposiciones tan contrarias a los derechos de todo ciudadano y tan hostiles a la Iglesia, substituyéndolas con otras que sean conciliables con la conciencia católica»: Pío XI, Dilectissima Nobis, 3-junio-1933.


[5]
Por ejemplo, siguiendo las propuestas señaladas en: José GUERRA CAMPOS, “La Iglesia y la comunidad política (Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia)”, Verbo 359-360 (1997) 819-837.

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