Eran los fariseos los que decidían sobre los divorcios «caso por caso»
Es frecuente leer hoy en día que entre los defensores de la indisolubilidad del matrimonio habría muchos fariseos, que adoptarían una postura rigorista porque, privados de misericordia, querrían afirmar su superioridad moral, cerrando de esa forma la puerta. Por consiguiente, una Iglesia abierta rechazaría el legalismo farisaico sancionando un nuevo concepto de misericordia y, en el caso del matrimonio, de la fidelidad y el adulterio. Es indudable que entre los que profesan ser defensores de la verdad hay fariseos. Es más: la verdad puede convertirse en un ídolo, y hasta utilizarse como arma arrojadiza contra los adversarios. Pero no es así cuando quien la afirma lo hace con amor y con la convicción de que se dé testimonio de esa verdad y se la proclame con humildad y por el bien común (ni como un privilegio ni como motivo de orgullo). Ahora bien, aparte de los juicios, en muchos casos temerarios, sobre los motivos que impulsarían a numerosos padres sinodales a sostener la doctrina tradicional frente a la tesis de algunos episcopados de Europa del norte, es interesante echar un vistazo al Evangelio y observar cómo se comportaban en realidad los fariseos. ¿Los vemos empeñados en defender la indisolubilidad conyugal, tan claramente proclamada por Cristo, en nombre de la ley? No; todo lo contrario. Son precisamente los fariseos los que se oponen a la doctrina matrimonial que enseña el Evangelio. Son ellos los que se acercan a Jesús y tratan de menoscabar su claridad y le preguntan si es lícito repudiar a la esposa por un motivo cualquiera. (S. Mateo 19,3). Efectivamente, la ley de Moisés concedía al hombre el libelo de repudio, es decir, el divorcio con la posibilidad relativa de contraer nuevas nupcias. Jesús no se mete en la casuística de los rabinos. No se pierde en casos particulares aunque en efecto los tenga presente en su misericordia; les recuerda, por el contrario que al principio no fue así: «A causa de la dureza de vuestros corazones os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres», y les recuerda asimismo que el designio original de Dios es que los esposos sean «una carne». «Lo que Dios juntó –afirma Jesús, consciente de que su palabra resultará dura y difícil de cumplir– el hombre no lo separe». Queda, por tanto, archivada la ley de Moisés, que había generado una compleja casuística (dejando al criterio de los rabinos las posibles causas de repudio) y promulga la nueva ley del amor. «Concluida la lección para los fariseos –escribe Giuseppe Ricciotti en su Vida de Jesús–, los discúpulos vuelven a la cuestión dolorosa de la mujer, e interrogan al Señor en privado en casa». En efecto, la indisolubilidad no les agrada tampoco a ellos, pero Jesús no recurre a otras palabras, menos claras y más acomodaticias, para evitar que alguno exclame: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse». De ser cierto esto, al católico sólo le queda una posibilidad: reconocer que el adulterio y la casuística –está última tan del gusto de los fariseos– no tienen lugar en el contexto del Evangelio, del cual la doctrina tradicional no es sino una mera transcripción, porque pertenecen al ámbito de la ley, de la que siempre se han servido los fariseos para atacar a Jesús. En contraposición, la única ley de Cristo es el amor, tal como ha querido Dios desde el principio. Ese amor –y aquí está el escándalo para todos, incluso para los discípulos– prevé hasta la cruz: por esto les parece tan dura al mundo y a muchos hombres de la Iglesia la Buena Nueva y quieren introducir excepciones, la casuística, en una religión en la que Dios, con su fidelidad y su amor, se vuelca de lleno hasta el punto de hacerse crucificar porque dice cosas incomprensibles y no está dispuesto a suavizarlas. Así manifiesta Cristo su misericordia: no es flexible a las pretensiones de los fariseos, ni a las de los apóstoles (algunos de los cuales están casados y no les hace gracia que les quiten la posibilidad del repudio), sean cuáles sean, ni se aviene a hacer ajustes que reducirían el número de sus enemigos, sino que entrega todo el corazón a la humanidad (misericordia deriva de miseris cor dare: volcar el corazón a los que sufren) para que los hombres aprendan a entregarse a sus seres queridos, a sus hijos, a su mujer, a sus amigos. Si los cristianos proclaman que es posible un amor así, no proclaman la ley sino a Cristo. Y a todos los que repiten que el amor indisoluble no es realista en el Occidente de hoy, se les puede recordar en primer lugar que tampoco parecía realista hace dos mil años; en el imperio romano el divorcio y el repudio eran cosa de todos los días. Y en segundo lugar, Cristo no es Maquiavelo ni ha venido a explicarnos la realidad como él la entiende, ni lo débil y frágil que es el hombre (nosotros mismos lo vemos), sino a indicarnos las cumbres de la santidad, el camino a la felicidad. Vino a decirnos: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (S. Mateo, 5,48). ¿Pedía demasiado? Todo mensaje que no recuerde al hombre su relación filial con Dios, esa posibilidad de grandeza y de amor total, es un mensaje humano, demasiado humano; no es la Buena Nueva.
Francesco Agnoli
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