El Océano y la Nave de la Iglesia

Creo que no falto a la verdad si afirmo que, poco a poco, en círculos católicos cada vez más amplios, se va extendiendo la percepción de que nos hallamos en un momento especialmente problemático y especialmente peligroso en la historia de la Iglesia.
Sin embargo, quizás no esté de más detenerse unos minutos a intentar precisar en qué consiste en concreto el peligro, o el problema.
A veces escucho decir que, si se impone la nueva visión del sacramento del matrimonio, y de la relación entre este y los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia, entonces haremos injusticia a mártires de la talla de Santo Tomás Moro, San Juan Fisher, o el mismo San Juan Bautista, que habrían muerto en vano. Más aún, haremos injusticia a todos aquellos que han optado durante generaciones por una vida sacrificada y de soledad, por fiarse de lo que la Iglesia enseñaba ante una situación, por ejemplo, de abandono. Item más, se dice que lo que está ocurriendo es el triunfo del modernismo. O directamente la suplantación de la religión por otra cosa, etc.
Creo que hay mucho de cierto en todo esto. Pero ya que tanto los lectores como el dueño de este blog han venido aguantando hasta ahora mis avisos y desahogos irónicos, tal vez me permitan también que les hable, por una vez, en un tono completamente serio. Me gustaría intentar resumirles, en muy pocos párrafos, lo que, a mi modo de ver, constituye el núcleo del peligro que estamos viviendo. No obstante, y aunque voy a ser breve, permítanme que comience por el principio:
En el ámbito del oriente mediterráneo que constituiría la cuna de la civilización occidental, dominaba, por lo menos desde el segundo milenio antes de Cristo, y quién sabe si no ya desde mucho antes, una idea cosmogónica muy particular, y muy plausible, si se analiza despacio: La idea de que la forma de ser básica, la forma primordial de la realidad, es el caos irracional. Esta concepción la compartían los griegos del periodo mitológico ―e incluso la mayor parte de los filósofos presocráticos― con los egipcios y los babilonios. Y en las tres culturas se encontró una imagen para expresarla con gran fuerza: el Océano.
La realidad primordial sería un Océano de sensaciones, percepciones, eventos, y desarrollos que se quiebran o se esfuman; un fluido en movimiento perpetuo y sin nada estable en él, sin orden, sin luz: irracional, en definitiva. Los egipcios llamaron a ese estado el Nun, y lo representaban como un estanque sagrado situado a la entrada de sus templos. Los babilonios lo simbolizaban con las figuras acuosas de Apsu y Tiamat. Y representaban a Tiamat como un monstruo marino, para hacer referencia a su carácter irracional. Y, en cuanto a los griegos, su creencia fue sintetizada en aquel verso inmortal de Homero: «Óceano, padre de los dioses...»
A este planteamiento, la tradición judeocristiana enfrentó con valentía una idea completamente diferente: La realidad fundamental no es caos, sino razón: es Logos. «En el principio existía el Logos,... y el Logos era Dios» (Jn 1,1), se nos dice en el prólogo del Evangelio de San Juan, que es el relato cosmogónico definitivo de la Biblia.
Con plena conciencia de la imagen a la que se opone, el anuncio del dominio de Dios, de la racionalidad divina, sobre el océano de la irracionalidad, recorre la Escritura desde el principio ―«...y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas (Gn 1,1)»― hasta el fin ―«... el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe más (Ap. 21:1)―.
Y por eso, los pasajes de Cristo caminando sobre las aguas constituyen al mismo tiempo una representación de la divinidad de Cristo y una reafirmación del poder de la racionalidad sobre el caos. Cristo, que es la Verdad, es también un Camino sobre las aguas de la historia. Y la Iglesia, que es su cuerpo, es una nave que atraviesa sin hundirse el caos de los siglos, con su ideas, sus modas, sus corrientes políticas, culturales e intelectuales, que se generan, luchan entre sí, se funden, se confunden y se destruyen.
Humanamente, algo así es imposible. El hombre no puede caminar sobre las aguas, y el destino de toda teoría humana, de toda construcción humana, y en general de toda empresa humana, es ser una ola más en el mar de la historia. Es decir: modificarse en el tiempo, borrarse, alterarse, fundirse con otras, no tener esencia. A lo más que puede aspirar la gran obra de un gran hombre, o las instituciones surgidas del esfuerzo colectivo de un grupo de grandes hombres, es a ser como estelas en el mar, que persisten por algún tiempo, pero que luego inevitablemente se van deformando y terminan por aniquilarse. Sólo Dios podría crear una obra capaz de mantener por tiempo indefinido su racionalidad, su esencia, en el océano de la historia.
Pues bien, la Iglesia posee una racionalidad, un logos interior, que se despliega a partir de la enseñanza de Cristo, recogida en el Evangelio, y de la enseñanza de las primeras generaciones de discípulos, recogida en los otros textos del Nuevo Testamento. Una racionalidad que se ha ido desarrollando en la historia a la manera en que crece un organismo: manteniendo su esencia ―el depósito de la fe―, al tiempo que maduran sus órganos y sus formas propias.
Mantener el depósito de la fe, acrecentarlo en el despliegue de una tradición en la que no se produzcan, antes o después, rechazos y negaciones de aspectos que antes se afirmaban, e incluso se consideraban centrales, y mantener esta dinámica viva, y por tiempo indefinido, sin degenerar en un caos doctrinal, es algo humanamente imposible a la larga. Pero, por ello mismo, algo así constituye una especie de epifanía, de manifestación de Dios, si realmente ocurre este milagro.
Ahora bien: ¿Ocurre realmente este milagro, o no?
Dicho en otros términos: La Iglesia afirma ser una institución divina, capaz por ello de desplegar el Camino, la Verdad y la Vida en medio del océano, lo que es humanamente imposible. Y el que sea capaz de realizar esto, siglo a siglo, constituye y constituirá un aval no pequeño de su pretensión. Pero, ¿puede mantener en realidad esta pretensión?
Pues bien, el gran peligro del modernismo, que supo ver con clarividencia san Pío X, consistía (¡¡¡consiste!!!) justo en esto: En que describía (¡¡¡describe!!!) el desarrollo doctrinal de tal modo que ya no cabe reconocer una esencia que se mantiene y madura orgánicamente, ni distinguir entre esa dinámica y la dinámica natural del Océano, padre irracional de los dioses. La nave se disuelve en el mar. Seguimos llamándola nave, pero es ola.
Y por eso, si en un punto doctrinal muy serio, como pueda ser la doctrina sobre el sacramento del matrimonio, o la del sacramento de la eucaristía, o la correspondiente al de la penitencia, pudiera ocurrir que las posiciones y argumentos que se nos presentan con sello magisterial un día fueran repudiadas con gruesos calificativos poco después, ¿qué quedaría entonces de la pretensión de la Iglesia? ¿No sería entonces lo más razonable el creer que, siglo a siglo, todo irá cambiando, deshaciéndose, reinterpretándose, fundiéndose con otras doctrinas, al impulso de las corrientes, al impulso de las modas, sin esencia? ¿En qué se distinguirá al cabo la nave de Pedro de una estela cambiante, o una simple ola en el caos de la historia?

Y este es el peligro en el que nos encontramos ahora mismo. El grave peligro de la Iglesia en nuestro tiempo. Y la responsabilidad directa de que nos encontremos en él le corresponde al Papa Francisco en grado eminente, y a buena parte de la jerarquía eclesiástica con él. Uno y otros parecen empeñados ―quiero suponer que inconscientemente― en demostrar que la Iglesia es una mera construcción humana, y que en el fondo de todo subyace el piélago de la irracionalidad. Quiera Dios que no lo consigan.


Francisco Soler Gil



The Wanderer: El Océano y la Nave de la Iglesia