La Eucaristía, el mayor tesoro de la Iglesia, en tiempos de tribulación

Por
Mons. Athanasius Schneider -

28/05/2020

Nos encontramos ante una situación sin precedentes: por primera vez en la historia de la Iglesia se ha prohibido a escala mundial la celebración pública del Sacrificio Eucarístico. Con el pretexto de la epidemia de Covid-19, se ha vulnerado el derecho inalienable de los cristianos a la celebración pública de la Santa Misa de forma desproporcionada e injustificada. En muchos países, y sobre todo en los predominantemente católicos, se ha verificado dicha prohibición de un modo tan organizado y brutal que parecía que se hubiera vuelto a las implacables persecuciones sufridas por la Iglesia a lo largo de la historia. Ha surgido un ambiente propio de las catacumbas, con sacerdotes que celebran la Santa Misa en secreto ante un puñado de fieles.

Lo increíble es que en medio de esta prohibición mundial de la celebración pública de la Santa Misa, antes incluso de que las autoridades civiles vetaran el culto público, muchos obispos promulgaron decretos que no sólo impedían la celebración pública del Santo Sacrificio, sino igualmente la administración de cualquier otro sacramento. Con medidas tan antipastorales, esos prelados privaron a su grey del alimento espiritual y las fuerzas que brindan únicamente los Sacramentos. En lugar de actuar como buenos pastores se convirtieron en estrictos funcionarios públicos. Demostraron estar empapados de una mentalidad materialista, preocuparse apenas por la vida temporal y corporal, y descuidando su principal e insustituible misión de velar por la vida eterna y espiritual. Olvidaron la advertencia de Nuestro Señor: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt.16,26). Los obispos despreocupados, que además prohibieron ellos mismos el acceso de sus feligreses a los sacramentos, se comportaron como falsos pastores que sólo se preocupan de su propio provecho.

Ahora bien, esos obispos se facilitaron a sí mismos el acceso a los sacramentos, ya que celebraban la Santa Misa, tenían un confesor personal y podían recibir la Extremaunción. Estas conmovedoras palabras de Nuestro Señor se aplican sin duda a los obispos que en esta tribulación que atravesamos, esta dictadura sanitaria, negaron a su grey el pasto espiritual de los Sacramentos mientras ellos se apacentaban a sí mismos:
«Así habla el Señor Yavé: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! Los pastores, ¿no son para apacentar el rebaño? Pero vosotros coméis la leche, os vestís de su lana, matáis las cebadas, no apacentáis a las ovejas. (…) Oíd, pues, pastores de Israel, la palabra de Yavé: Pues mi rebaño ha sido depredado y han sido presa mis ovejas de todas las fieras del campo por falta de pastor, pues no iban mis pastores en pos de mi rebaño, sino que lo abandonaron, apacentándose a sí mismos; oíd por tanto, pastores, la palabra de Yavé: Así habla el Señor Yavé. Heme aquí contra los pastores, para requerir de su mano mis ovejas. No les dejaré ya rebaño que apacienten. No serán ya más pasto suyo» (Ez.34,2-10).

Cuando se desató una epidemia de mucha más alta mortalidad sin comparación que la actual de Covid-19, San Carlos Borromeo aumentó la cantidad de celebraciones públicas de la Santa Misa. Si bien cerró temporalmente los templos, dispuso que se celebrase el Santo Sacrificio en muchos espacios públicos abiertos, como plazas y cruces amplios. Impuso a los sacerdotes la obligación de visitar a los enfermos y los moribundos para administrarles los sacramentos de la Penitencia y la Extremaunción. Mandó que se celebrasen procesiones en las que los fieles, separados a una distancia conveniente, hicieran reparación por sus pecados implorando la misericordia de Dios. San Carlos Borromeo no descuidó atender a las necesidades corporales de los contagiados, pero su mayor preocupación era ayudarlos brindándoles el consejo espiritual de los sacramentos, con el que se fortalecían los enfermos. A lo largo de la historia ha habido muchos ejemplos heroicos y conmovedores de sacerdotes que asumieron conscientemente el peligro de administrar los Sacramentos a personas aquejadas de dolencias contagiosas mortales.

En el Movimiento de Oxford* que se dio en la Iglesia Anglicana durante el siglo XIX encontramos un testimonio conmovedor de la importancia de la belleza de la liturgia y de la celosa administración de los Sacramentos durante la peligrosa y muy contagiosa epidemia de cólera que azotó en aquel tiempo Inglaterra. Aunque la Iglesia Católica no reconoce la validez de los sacramentos anglicanos, la importancia que concedieron aquellos ministros a la atención pastoral durante la epidemia debería ser un ejemplo para nosotros:

«Las innovaciones litúrgicas de las que se les acusó tenían sin duda su raíz en las gravísimas necesidades pastorales con que se encontraron. Las Hermanas de la Misericordia ayudaron a los sacerdotes de St. Peter’s, en Plymouth, durante las epidemias de cólera de finales de la década de los cuarenta del siglo XIX, y solicitaron al párroco, P. George Rundle Prynne, que celebrara la eucaristía cada mañana a fin de que tuvieran más fuerzas para realizar su labor. De esa forma comenzó a celebrarse la misa diaria en la Iglesia Anglicana por primera vez desde la Reforma. Asimismo, los sacerdotes de St. Saviour, en Leeds, colocaban sus medicinas cada mañana sobre el altar de la comunión antes de llevarlas a los numerosos feligreses que habrían de fallecer de cólera ese mismo día. Estas iglesias de los barrios pobres son demasiadas para enumerarlas, pero su audacia y su piedad dejan boquiabiertos. En aquella época, la Iglesia Anglicana consideraba los ritos una impía imitación de la Iglesia papista. La mayoría se horrorizaban de las vestiduras sagradas, y sin embargo, en algunos lugares como la misión St. George in the East, volaban los incensarios, se fomentaba la genuflexión y la devoción al Santísimo Sacramento era indispensable. Había confesiones y se ungía con los óleos. La belleza y la santidad llegaban a los lugares más míseros y socialmente deprimidos en testimonio de la fe católica en Jesucristo, Dios encarnado, presente y activo en este mundo. Lo más significativo quizá sea que se desvivían por hacer llegar a los enfermos y deprimidos aquella presencia sacramental. Confesiones en el lecho de muerte, unción de enfermos y la comunión ocasional del Sacramento reservado se convirtieron, entre otras, en las armas con que combatió la espantosa epidemia de cólera que azotó en 1866 al distrito del East End londinense.»

San Damián de Veuster es un ejemplo luminoso de sacerdote y pastor de almas que para facilitar la Santa Misa y otros sacramentos a los leprosos abandonados de la isla de Molokai se ofreció voluntariamente a administrárselos viviendo entre ellos, y arriesgándose por tanto a contraer la mortal enfermedad. Quienes lo visitaban nunca olvidaban la Santa Misa en la capilla de Santa Filomena: el padre Damián ante el altar con los leprosos congregados a su alrededor que tosían y expectoraban sin cesar. El hedor era insoportable. Pero el P. Damián jamás manifestó la menor vacilación ni repugnancia. Sacaba fuerzas de la Eucaristía, y él mismo escribió: «Al pie del altar obtenemos las fuerzas que necesitamos en nuestro aislamiento». Allí las encontró para él y para aquellos a quienes ofreció apoyo y aliento, el consuelo y la esperanza que hicieron de él «el misionero más dichoso del mundo», como él mismo se autodenominaba. Ghandi llegó a afirmar que pocos héroes había en el mundo que se pudieran comparar con el P. Damián de Molokai. Bélgica, su país natal, lo proclamó su hijo más ilustre.

Nuestra época se caracteriza por crisis litúrgica y eucarística generalizada sin precedentes que obedece a que se ha olvidado en la práctica que la Eucaristía, la Sagrada Comunión, es el tesoro del altar y tiene una majestad inefable. Por tanto, las siguientes amonestaciones del Concilio de Trento son hoy más válidas que nunca:

«Ninguna otra obra pueden manejar los fieles cristianos tan santa, ni tan divina como este tremendo misterio, en el que todos los días se ofrece a Dios en sacrificio por los sacerdotes en el altar aquella hostia vivificante, por la que fuimos reconciliados con Dios Padre; bastante se deja ver también que se debe poner todo cuidado y diligencia en ejecutarla con cuanta mayor inocencia y pureza interior de corazón, y exterior demostración de devoción y piedad se pueda» (Sesión XXII, Decretum de observandis et vitandis).

Esta Divina Majestad presente en el misterio de la Santísima Eucaristía es, con todo, una majestad oculta. Bajo las especies eucarísticas se esconde el Dios de la majestad. Un apóstol moderno de la Eucaristía, San Pedro Julián Eymard, habló mucho de la verdad de la majestad de Cristo oculta en el misterio eucarístico, y nos dejó esta admirable reflexión:

«Jesús vela su poder para no amedrentar al hombre; vela su excelsa santidad para no desalentarnos cuando consideramos nuestras imperfectas virtudes. Como la madre balbucea las primeras palabras que ha de enseñar a su pequeño y se empequeñece con él, para elevarle hasta sí misma, así Jesucristo se hace en la Hostia santa pequeño con los pequeños, para poderlos elevar hasta sí mismo y por sí hasta Dios. Jesús vela también su amor, y de esta manera modera y templa los ardores de este divino amor. Es tal la intensidad del fuego del amor de Jesús, que si nos viésemos expuestos a su acción directa, sin que nada se interpusiese, nos consumiría rápidamente: Dios es fuego que consume. Así Jesús, ocultándose bajo las especies sacramentales, anima y fortalece nuestra debilidad. (…) Oculto Jesús tras esa espesísima niebla de los accidentes eucarísticos, exige de nosotros un sacrificio altamente meritorio; hay que creer, aun en contra del testimonio de los sentidos, contra las leyes ordinarias de la naturaleza y contra la misma experiencia. Hay que creer bajo la palabra de Jesús. Lo único que debemos hacer en presencia de la Hostia santa es preguntarnos y decir: “¿Quién está ahí?”, y Jesucristo nos contesta: “Yo”. Postrémonos y adoremos (…) Hay más; este velo, en lugar de servir de prueba, se convierte en un poderoso estímulo y aguijón para los que tienen una fe humilde y sincera. El espíritu goza cuando conoce una verdad oculta, cuando descubre un tesoro escondido, cuando triunfa de una dificultad… El alma fiel, mirando el velo que oculta a su Señor, lo busca con el mismo afán con que lo buscaba la Magdalena en el sepulcro, crecen sus ansias de verle y le llama con las palabras de la Esposa de los Cantares. Se goza en atribuirle toda suerte de belleza y en realzarle con toda la gloria posible. La Eucaristía es para esta alma lo que Dios para los bienaventurados: la verdad, la belleza siempre antigua y siempre nueva, que el alma no se cansa nunca de escudriñar y penetrar: La felicidad y el deseo son dos elementos indispensables del amor mientras vivimos en este mundo; por eso el alma, con la Eucaristía, goza y desea al mismo tiempo. Come y se siente hambrienta todavía. Sólo la sabiduría infinita del Señor y su gran bondad pudieron inventar el velo de la Eucaristía» (Obras eucarísticas: la verdadera presencia).

El mismo santo nos dejó unas profundas reflexiones sobre la adoración eucarística:

«”He amado el ornato de tu casa” (Sal. 25, 8) Un día se acercó a Jesús una mujer, una verdadera adoradora, con intención de adorarle. Llevaba una vasija llena de perfumes y los esparció a los pies de Jesús, para atestiguar su amor y honrar de esta manera su divinidad a y su santa humanidad. ¿Para qué esta superfluidad? –dijo Judas el traidor–. Mejor hubiera sido vender esos perfumes a un precio elevado y distribuir su importe entre los pobres”. Pero Jesús salió a la defensa de su sierva diciendo: “Lo que ha hecho esta mujer, bien hecho está y dondequiera que se predique este evangelio se referirá esto en alabanza suya”. Este incidente se puede aplicar a la Eucaristía. Nuestro señor Jesucristo está en el santísimo Sacramento para recibir de los hombres los mismos homenajes que recibió de los que tuvieron la fortuna de tratarle durante su vida mortal. Está allí para que todo el mundo pueda tributar a su santa humanidad honores personales.

»Por esta su divina presencia tiene razón de ser el culto público y tiene vida propia. Suprimid la presencia real y no habrá medio de tributar a la santísima humanidad de Cristo el respeto y el honor que le son debidos. Nuestro Señor, como hombre, no está más que en el cielo y en el santísimo Sacramento. Por la Eucaristía podemos aproximarnos al Salvador en persona estando vivo, y podemos verle y hablarle… Sin esta presencia el culto caería en una abstracción. Mediante esta presencia vamos a Dios directamente y nos 156 acercamos a Él como cuando vivía en la tierra. ¡Desgraciados de nosotros si, para honrar la humanidad de Jesucristo, nos viésemos precisados, como único recurso, a evocar los recuerdos de hace dieciocho siglos! Aun tendría esto base para lo que toca el espíritu, pero por lo que hace a los homenajes del culto externo, ¿cómo se lo tributaríamos, atendiendo solamente a un pasado tan lejano? Nos contentaríamos con dar gracias sin entrar en la participación de los misterios. Pero por estar Jesucristo realmente en la Eucaristía, puedo yo hoy en día adorar como los pastores y postrarme ante Él como los magos: no hay por qué envidiar la dicha de los que estuvieron en Belén o en el Calvario.

»En el día del juicio podremos decirle: “Os hemos visitado no sólo en vuestros pobres, sino también en vos mismo, en vuestra augusta persona: ¿que nos dais en recompensa?” Las gentes del mundo nunca comprenderán estas verdades. Dad, sí, dad a los pobres; pero a las iglesias, ¿para qué? ¡Este es dinero perdido! ¿Para qué esa prodigalidad en los altares? ¡Y así algunos se hacen protestantes! ¡Fuera tales ideas! La Iglesia quiere un culto vivo porque posee su Salvador, vivo sobre la tierra. ¡Qué dichosos pueden llegar a ser los que saben agenciar rentas para la vida eterna a cambio de este poco que dan a nuestro señor Jesucristo! ¿Es esto una cosa de poca monta? Más todavía. Dar a Jesucristo es un consuelo, una satisfacción íntima; aun más, es una verdadera necesidad. Sí, tenemos necesidad de ver, de sentir de cerca a nuestro señor Jesucristo y de honrarle con nuestros donativos. Si Jesucristo no quisiera de nosotros otra cosa que homenajes internos, desatendería una imperiosa necesidad del hombre, cual es el no saber amar sin manifestar este amor por señales exteriores de amistad y de cariño.

»Si las ropas están limpias y los ornamentos decentes y bien conservados…, ¡ah, en aquel pueblo hay fe! Pero si Jesucristo está sin ornamentos, y en una iglesia que más que iglesia parece una cárcel, ¡entonces existen pruebas de que allí falta la fe! Se hacen donativos para todas las obras de beneficencia, y, si pedís para el santísimo Sacramento, no os entienden. ¿Ha de ir el rey vestido de andrajos mientras que su servidumbre se adorna con magníficos tocados? Es que no se tiene fe, fe viva y amorosa, o a lo sumo es una fe especulativa, puramente negativa: se es protestante en la práctica por más que se diga católico» (Obras eucarísticas: la verdadera presencia).

Dijo también San Pedro Julián Eymard:

«Todo es grande y divino en el servicio de Dios (…) Es, por tanto, soberanamente augusta y auténtica la santa liturgia romana. Nos viene de Pedro, jefe de los apóstoles y piedra fundamental de la fe y de toda la religión. Cada papa la ha transmitido con respeto a los siglos futuros, añadiendo, según las necesidades de la fe, de la piedad y de la gratitud, con la plenitud de su autoridad apostólica, nuevas fórmulas, oficios, oraciones y ritos sagrados (…) El culto es toda la religión en acto.» (Obras eucarísticas: Directorio de los afiliados a la Congregación del Santísimo Sacramento).

Esta interrupción de la celebración pública de la Santa Misa y la Sagrada Comunión sacramental durante la epidemia de Covid-19 es tan insólita y tan grave que se puede percibir un trasfondo más profundo. La situación que vivimos tiene lugar a unos cincuenta años de la introducción de la Comunión en la mano (1969) y de una reforma radical del rito de la Misa (1969-70) con elementos protestantizantes (oraciones del Ofertorio) y un estilo horizontal e instructivo de celebrar (oportunidades para improvisar, celebración en círculo cerrado y mirando al pueblo). La costumbre de comulgar en la mano desde hace cincuenta años ha llevado a una profanación intencional o no del Cuerpo Eucarístico de Cristo que no tiene precedentes. Desde hace más de cincuenta años el Cuerpo de Cristo ha sido (en la mayoría de los casos intencionadamente) pisoteado por sacerdotes y fieles en iglesias católicas de todo el mundo. El robo de Hostias consagradas también ha aumentado de un modo alarmante. La costumbre de recibir la Comunión en la propia mano recuerda cada vez más a la acción de comer alimento ordinario. A no pocos católicos la costumbre de comulgar en la mano les ha debilitado la fe en la Presencia Real, en la transubstanciación y en el carácter divino y sublime de la Sagrada Forma. Con el tiempo, la presencia eucarística de Cristo se ha vuelto inconscientemente para esos fieles una especie de pan bendito o de símbolo. Ahora el Señor ha intervenido privando a casi todos los fieles de asistir a la Santa Misa y recibir sacramentalmente la Sagrada Comunión.

El Papa y los obispos podrían entender la interrupción actual de la celebración pública de la Santa Misa y la Sagrada Comunión como una reprensión del Señor por estos últimos cincuenta años de profanación y trivialización, y al mismo tiempo como una súplica misericordiosa para una verdadera conversión eucarística de toda la Iglesia. Ojalá el Espíritu Santo mueva al Sumo Pontífice y a los obispos a dictar normas litúrgicas concretas para que el culto eucarístico de toda la Iglesia se purifique y reoriente al Señor. Se podría proponer que el Papa, junto con los cardenales y los obispos, celebrase en Roma un acto público de reparación por los pecados contra la Sagrada Eucaristía y por los actos de veneración religiosa de los ídolos de la Pachamama. En cuanto termine la actual tribulación, el Santo Padre debería dictar normas litúrgicas concretas que invitaran a toda la Iglesia a mirar nuevamente al Señor en la celebración; es decir, que celebrante y fieles miren en una misma dirección durante la celebración eucarística. El Romano Pontífice debería igualmente prohibir la Comunión en la mano, porque la Iglesia no puede seguir tratando impunemente al Santísimo en la Sagrada Forma de una manera tan minimalista y peligrosa.

Debemos también escuchar la voz de los fieles de a pie, o sea, la de los innumerables feligreses, niños, jóvenes, padres y ancianos que en su manifestación visible de respeto y amor por el Señor Eucarístico han sido humillados y despreciados en la Iglesia por sacerdotes arrogantes y sin duda farisaicos y clericalistas. Esos humildes amantes y defensores de la Eucaristía renovarán la vida de la Iglesia en nuestros días, y se les pueden aplicar con mucha justicia y propiedad estas palabras de Jesús: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt.11,25). Quiera Dios que esta verdad nos infunda esperanza, nos ilumine en las tinieblas y acreciente nuestra fe y amor por el Jesús Eucarístico, ya que si tenemos a Jesús Eucaristía lo tendremos todo y nada nos faltará.

*El Movimiento de Oxford, surgido hacia los años treinta del siglo XIX y muchos de cuyos miembros pertenecían a la universidad homónima, fue una reacción a la creciente secularización de la Iglesia Anglicana que coincidiendo con la paulatina recuperación de libertades para los católicos ingleses supuso un reavivamiento del esplendor en la liturgia y un acercamiento a la Iglesia Católica. Uno de sus principales miembros fue el futuro converso cardenal John Henry Newman.


(Conferencia pronunciada en el Rome Life Forum 2020 el 22 de mayo de 2020)




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