Fuente: El Carlismo en el Vaticano, Ignacio Romero Raizábal, Santader, 1968, páginas 67 – 69.



UN AMOR Y UN TESORO


Guardo en mi corazón una frase de Don Javier que me emociona y enternece.

Ésta:


El afecto de Don Alfonso Carlos a Pío IX, fue un verdadero amor.


Y una revelación, por el mismo conducto, que no se había oído nunca.

O que yo nunca había oído…

Que cada año, desde que perdió el Papa el poder temporal y los Estados de su soberanía con la caída de Roma, iba a pasar una semana, en fecha convenida, al Vaticano junto a Su Santidad, el más santo e ilustre Prisionero del mundo.

De rigurosísimo incógnito.

Hasta el Pontificado de Pío XI inclusive, en que se rompió la costumbre. Porque desde la firma del Tratado de Letrán, que tan mal les supo a las Logias y tan caro le costaría a Mussolini, reconociendo el poder de los Papas sobre el Vaticano y Castelgandolfo, no volvió. Pues decía:


El Papa tiene el derecho, y quizás el deber del perdón, pero yo no tengo el del olvido.


Hay más… Hay un hecho, ignorado y magnífico, de fragante sabor de fábula.

O de cuento infantil que no nos cabe en la cabeza haya podido acaecer, gracias a Dios, en esta edad materialista en que se rinde culto al Becerro de Oro desde las catedrales de los Bancos, y en que lo útil y lo fácil se ambiciona y se premia más y mejor que lo noble y lo bello.

Y que puedo reconstruir, palabra por palabra, por la impresión que me produjo su relato, y las notas que tengo, tal y como me lo narrara Don Javier, heredero de los castillos y las virtudes de Don Alfonso Carlos.

Me contó:


Tenía el tío Alfonso Carlos, en su Castillo de Puchheim, una grande caja de hierro.

Después de su muerte, me dijo el administrador que allí se debía guardar un tesoro muy grande –oro, joyas, valores…– y que nadie vio jamás su contenido.

Pero nadie, tampoco, sabía dónde estaban las llaves.

Al año de un bombardeo ruso que arruinó la casa de Viena, aparecieron las misteriosas llaves y las llevé a Puchheim.

Llamé en seguida al administrador y a los empleados del castillo, para abrir la caja de hierro en su presencia.

Todos estaban llenos de emoción, esperando ver, al fin, el tesoro.

Yo, también.

¿Y no sabes lo que encontramos?


Cualquier adivinanza, mientras dure el suspense, nos coloca a las puertas de un intrincado laberinto de soluciones más o menos posibles.

No sé sabe por dónde echar a andar. No nos dejan ver bien las gafas ahumadas de la duda.

Y concluimos por jugarnos a cara o cruz, a veces, el hacer diana o no dar en el clavo. Lo que no será razonable, ni lo más cómodo; pero resulta divertido.

Mas Don Javier tuvo la caridad de no dejarme demasiado tiempo sobre la cuerda floja de las vacilaciones.

Y, de seguido, me explicó por menudo el tesoro que contenía aquella misteriosa caja.


El uniforme de zuavo pontificio, la espada rota que no entregó al caer prisionero, que era la que llevó su abuelo Carlos V en la Expedición Real en la primera guerra carlista, cartas del Santo Padre, y mapas y correspondencia de la guerra en Cataluña y condecoraciones pontificias.

¡Nada más!

La desilusión del administrador y de los empleados fue enorme.

Por el contrario, mi ilusión fue grandísima.

Porque veía que lo más precioso para mi Tío Alfonso Carlos, lo que guardaba como un tesoro inapreciable, era el recuerdo de Pío IX y unas cartas y mapas de la guerra carlista.


También su hermano Carlos VII tuvo especial predilección por el último Papa guerrero. Y a los cinco años de Valcarlos, al regreso de un viaje a América, besó por última vez los pies de Pío IX, según nos refiere Valentín Sallent, en Carlos VII.

Que es lo mismo que viene a decir Jaime de Carlos Gómez-Rodulfo en el Prólogo a Cartas inéditas de Carlos VII, aunque poniendo en un exacto singular la frase del saludo protocolario a los Pontífices. Y especificando que ocurrió en 1877, luego de un viaje a Estados Unidos y Méjico, dejando en su ausencia encargado del partido a Don Cándido Nocedal.