Revista FUERZA NUEVA, nº 101, 14-Dic-1968
EL CONCORDATO ESPAÑOL Y LA REEDUCACIÓN MARXISTA
Cuando son tantas las voces -autorizadas por una parte y sectarias por otra- que hablan de la pronta revisión del Concordato español entre la Santa Sede y el Estado (1953), no será inoportuno venir a recordar la línea doctrinal de las presentes relaciones entre la Iglesia y el Estado, y las motivaciones que, a través de ciertas propagandas y posturas, se adivinan entre el clamor exagerado de los que piden la anulación y cambio total en la vigente regulación jurídica de la Iglesia y el Estado.
Como hay el peligro, tras el vociferante griterío seudoconciliar, de hacer creer a la opinión pública que el actual Concordato ha sido nocivo para los intereses de la Iglesia y se quiere dar la impresión -con harto silencio de quienes deberían rectificar y no permitir se hincharan estos buñuelos de viento- de que España permanece en el banquillo de los acusados, apuntada por la novísima doctrina y apertura conciliar, nos limitaremos a reproducir algunos párrafos de la conferencia sobre la “Iglesia y Estado en España”, del actual(1968) obispo de Sigüenza- Guadalajara, doctor Laureano Castán Lacoma, pronunciada en Barcelona, el 13 de diciembre de 1960. Su exposición es objetiva y, así a lo menos, algunos tendrán datos de lo que tanto odian y atacan desaforadamente, con reformas que ya demostraremos en qué coinciden:
Principios generales del Concordato
“Hay dos sistemas que pretenden resolver el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; uno patrocina la separación; otro, la concordia… El estado de relaciones entre la Patria y el Altar, en España, es de concordia. Artículo I del Concordato: “La Religión Católica Apostólica y Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con ley divina y el Derecho Canónico”. Artículo II: “El Estado español reconoce a la Iglesia católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio de su poder espiritual y de su jurisdicción, así como el libre y público ejercicio de su culto”. Artículo IV: “El Estado español reconoce la personalidad jurídica y la plena capacidad de adquirir, poseer y administrar toda clase de bienes a todas las instituciones y asociaciones religiosas existentes en España…”
Alguien podría decir: “pero, acaso, esos artículos no están en el Concordato porque la Santa Sede lo haya querido, sino porque así lo quiso el Gobierno español en su celo ultramontano”. La verdad es todo lo contrario. Ya en el primer convenio parcial que se firmó entre la Iglesia y el Estado español, en el año 1941, sobre la provisión de los obispados, la Iglesia hizo incluir un epígrafe -el 9- por el que el Gobierno español se comprometía a observar las disposiciones de los cuatro primeros artículos del Concordato del año 1851, que justamente contenían la misma doctrina que los primeros artículos del Concordato. No es el Estado el que forcejeó para introducir esos artículos: fue la Iglesia la que lo exigió.
El nombramiento de los obispos
“Acaso hubiera sido mejor prescindir de esta serie de requisitos y que el Estado español se hubiera mostrado un poco más generoso renunciando a esos privilegios, de antiguo recibidos por la Santa Sede…” Esa prerrogativa se le continúa reconociendo al Estado, no como un derecho suyo, sino como una concesión histórica que arranca, si mal no recuerdo, del Papa Adriano VI (años 1522-1523), que había sido preceptor de Carlos V. No es, por consiguiente, un derecho propio que el Estado vindique para sí. Es un privilegio que la Iglesia le concedió y que ha quedado, además, muy disminuido…
El Papa puede hacer caso omiso de la lista de seis nombres que le presenten: es una puerta que dejó abierta prudentemente la Santa Sede. Y, además de esta puerta, dejó abierta todavía otra: el nombramiento de obispos auxiliares, no mencionados en el Concordato ni en aquel Convenio, que actualmente forman casi legión, y a base de los cuales, desde hace bastante tiempo, se proveen, se puede decir, casi todas las sedes españolas. No obstante, hay que reconocer que acaso hubiera sido mejor dejar exclusivamente a la Santa Sede el nombramiento de obispos, con una condición que la Santa Sede reconoce en casi todos los Concordatos: la notificación previa al Gobierno con carácter de secreto y sigilo rigurosos, del nombre del candidato para ver si el Gobierno tiene alguna objeción de carácter político general contra el mismo. Esta notificación se consignó por primera vez, quizá, en el Concordato de 1887 con Colombia y, a partir de él, ha sido introducida en muchísimos otros… La Santa Sede sin dificultad alguna concede los respectivos Gobiernos el derecho de poner objeciones de carácter político general al nombramiento de los obispos.
El juramento de fidelidad
¿Qué hay que decir sobre este particular? Que no es ningún privilegio de España, sino que está consignado en muchísimos Concordatos. En el Concordato con Italia, por ejemplo…, donde no solamente se reconoce ese derecho, sino que incluso se conviene la fórmula del juramento ante el Jefe del Estado, antes el Rey de Italia y actualmente el Presidente de la República… ¿Y por qué concede esto a la iglesia a los Jefes de Estado? Muy sencillo: porque como la Iglesia está segurísima de que su actuación nunca jamás ha de contribuir en detrimento del Estado, sino, por el contrario, en bien de ese mismo Estado, a buen dador no le duelen prendas, no tiene inconveniente alguno en que sus obispos hagan todos los juramentos habidos y por haber, puesto que no les costará ningún esfuerzo, ni creará ningún compromiso a la Iglesia, el no atentar contra la seguridad del Estado. Sencillamente por eso. ¿Hay alguien que pueda extrañarse que lo que se concedió, por ejemplo, a la monarquía ortodoxa cismática de Rumanía, a la República laica checoslovaca de Benes, a la Italia fascista y a la Alemania nazi, sea concedido al Gobierno español?
Relaciones económicas
Tengan presente, ante todo, que la unión concorde entre la Iglesia y el Estado no exige, por su naturaleza, que haya esta relación económica. O sea, que podría darse un Estado en donde las relaciones con la Iglesia fueran de unión y de concordia y, no obstante, hubiera plena separación económica; la Iglesia tuviera su patrimonio independiente o viviera de las limosnas de sus fieles y el Estado no subvencionara para nada a la Iglesia. O sea, que la separación de la Iglesia y el Estado ni incluye ni excluye la parte económica… El artículo XIX de nuestro Concordato de 1953 dice:
“I. La Iglesia y el Estado estudiarán, de común acuerdo, la creación de un adecuado patrimonio eclesiástico que asegure una congrua dotación del culto y del clero. 2. Mientras tanto, el Estado, a título de indemnización por las pasadas desamortizaciones de bienes eclesiásticos y como contribución a la obra de la Iglesia en favor de la Nación, le asignará anualmente una adecuada dotación”.
Solución muy acertada, por dos razones: porque reconoce la injusticia histórica, la obligación de restituir, y por otra parte afirma el principio, al menos el deseo, de llegar a construir un patrimonio eclesiástico independiente para que la Iglesia puede vivir sin esa consignación un poco odiosa, un mucho odiosa si se quiere, de una partida para gastos eclesiásticos en el presupuesto del Estado.
Excesiva compenetración
A pesar de todo, hay quienes no están conformes con muchas cosas de la actual relación de la Iglesia y del Estado en España. Dicen que hay excesiva compenetración, que en España gobierna el clero, que hay unión entre mitras y sables, y otras frases parecidas. ¿Qué hay que decir de esto?... Frente a lo que se dice que la Iglesia gobierna en España, otras acusaciones dicen totalmente lo contrario. Por una parte, que la Iglesia gobierna; por otra, ¿por qué los obispos no hablan contra tales abusos del Estado? Pero, entonces, si gobierna la Iglesia, ¿cómo ha de hablar contra los abusos del Estado, que en este caso sería ella misma?
Digamos de una vez que la jerarquía, los obispos, ni han de ser lacayos de los gobernantes, ni tampoco enemigos o impugnadores de los gobernantes; que la Iglesia y la jerarquía ni ha de ser enemiga del Gobierno, ni defensora del Gobierno; que la Iglesia y la jerarquía no ha de ser ni puntal de un Gobierno y de un régimen, ni tampoco ariete del cual se sirvan los enemigos de un régimen o de un Gobierno para derribarle o socavarle el terreno. Separación en esta materia: plena y celosa defensa del área de jurisdicción propia de cada uno. Los aciertos y desaciertos que tenga el Gobierno en materia política, suyos son exclusivamente suyos. La jerarquía y la Iglesia española es celosa defensora de los derechos eclesiásticos y celosa defensora de la distinción de ambas esferas y de ambos ámbitos de gobierno.
Distinción de banderas
Aunque las comparaciones son odiosas, puesto que las han hecho antes para atacar a la Iglesia española, diré que nuestras autoridades eclesiásticas son todavía más celosas en defender esta distinción, que muchas autoridades jerárquicas de otras naciones. Y para comprobarlo voy a recurrir a algunos casos bien concretos. Según el artículo 7º de los estatutos de la Acción Católica italiana, la bandera de la Acción Católica de dicho país es la bandera de Italia -la bandera tricolor levantada por la revolución de Garibaldi- con el escudo de la Acción Católica… Y eso a pesar de que en Italia, por ejemplo, hay regiones en donde existen problemas parecidos a los de España y mucho más candentes todavía: por ejemplo, el problema del Alto Adigio, motivo de fricciones internacionales. Pues allí la bandera de Acción Católica tiene que ser la bandera tricolor italiana. Y esto que sucede en Italia sucede en otras naciones…
Pero hay más todavía: en Estados Unidos, no solamente se hace eso, sino que a la derecha del altar está la bandera de Estados Unidos, de una nación que no tiene catolicismo oficial, y a la izquierda, la bandera pontificia; y todavía más: que en más de una ocasión, dentro de los templos, los mismos católicos cantan el himno nacional, que no tiene nada que ver con lo religioso ni con los católico… No se da una intromisión mutua entre la Iglesia y el Estado, sino que se procura, dentro de lo que es posible a la flaqueza y a la debilidad humanas, mantener con una distinción ejemplar esas dos esferas: de lo sagrado y de lo no sagrado, de la eclesiástico y de lo civil, de lo católico y de lo patriótico. Y es que la Iglesia sabe muy bien que, así como afirmar la no separación es doctrina católica, el afirmar la distinción entre lo civil y lo eclesiástico, entre la Iglesia y el Estado es algo que pertenece también al cristianismo desde los primeros tiempos: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Hasta aquí el obispo doctor Castán Lacoma.
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Con este Concordato de 1953 y con los principios tradicionales de unidad católica, enseñanza católica, reconocimiento canónico del matrimonio, presupuesto del culto y clero, Estado confesional, nuestra nación ha visto multiplicar las vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras, conservar la moral familiar en situación ventajosa sobre otras naciones, tener un porcentaje de delincuencia juvenil ínfimo, contabilizar la mayor parte de vocaciones contemplativas de la Iglesia Católica, misionar ciudades y pueblos con las mayores facilidades, recibir el bautismo la casi totalidad de los españoles, incrementarse iniciativas apostólicas que han tenido irradiación universal. Claro que muchas de estas realidades en los últimos ocho años (1968) están disminuidas, melladas y francamente boicoteadas por el fenómeno que vamos a puntualizar una vez más.
Nos aplican la dialéctica
La lucha marxista contra la Iglesia en España sigue el grosero y elemental esquema que aplica siempre la dialéctica de la contradicción, la revolución permanente. Comienza exigiendo la purificación de la Iglesia, la autocrítica propugnando una Iglesia pobre e independiente, insertada en la lucha y construcción del mejoramiento social.
El lector puede recordar la literatura de los sectores progresistas y de revistas de igual tendencia, actuaciones como los desfiles carnavalescos de los sacerdotes de la Vía Layetana en Barcelona (1966); como el encierro de los cuarenta sacerdotes rebeldes en el seminario de Derio, la “Operación Moisés” etc. (...)
El comité ejecutivo del partido comunista de España, en su declaración de junio de 1966, constataba: “La alta jerarquía de la Iglesia va por detrás del sentimiento general de los católicos y de las resoluciones conciliares”. Este “slogan” tiene abundante acompañamiento en las actitudes sistemáticamente organizadas en la red de publicaciones del Movimiento Pax, de Polonia, y del IDO-C, que en España (1968) tienen reconocidos y abundantes, ilustres y notorios corresponsales, editoriales, librerías y grupos de presión. (...)
Por esto, aparte de las razones válidas que pueden apremiar la revisión del actual Concordato entre la Santa Sede y el Estado español, paralelamente, se ha desarrollado un lavado de cerebro sobre grupos de sacerdotes, religiosos, seminaristas, militantes de organizaciones de apostolado seglar, que corresponde matemáticamente a la aceptación del contenido doctrinal de la infiltración comunista que, bajo la máscara de las tres autonomías, desencadena siempre el comunismo para lograr sus objetivos finales.
Hablando del peligro comunista en la Argentina, escuchamos personalmente al cardenal Caggiano, arzobispo de Buenos Aires que decía: “El enemigo no está fuera; está dentro y no de Europa solamente, sino de todas y cada una de las naciones de la tierra… ¡Helo aquí presente en todas partes!” La indisciplina, las campañas organizadas en cadena, el cinismo de ciertas actuaciones indica que la frase de Malraux, cuando nos dice que “la revolución juega el papel que jugó la vida eterna”, y la consigna de Stalin que “para el revolucionario lo principal es el trabajo revolucionario y no la reforma”, misteriosamente actúan en nuestra vida eclesial y pública.
A lo menos hemos de pedir que nuestro Concordato entre la Santa Sede y España, de 1953, sea reconocido como una afirmación pública y solemne de un Estado que en el siglo XX ha confesado heroicamente la tesis católica del derecho público eclesiástico. Que la nueva estructuración de la cual se habla sirva para afianzar lo que las generaciones pasadas han hecho para servir a la Iglesia y que jamás sea una nueva habilidad de la estrategia marxista, que tras unos años de incomprensibles transigencias e intrigas y golpes bajos e ingratitudes, ha logrado, en estas horas, que los motivos que muchos tienen para abominar del actual Concordato sean una mera repetición de “slogans” comunistas que, para colmo, han recibido en seminarios, sacristías y movimiento de apostolado seglar.
Jaime TARRAGÓ |
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