Sobre el conflicto sobrevenido tras el Vaticano II, tras reconocerse, indirectamente, a los docentes no-católicos o anticatólicos la libertad de cátedra sin poder ser nunca discriminados incluso en colegios católicos y hacer suya, el régimen de Franco, la normativa eclesial.
Barbaridad "rebotada" por las contradicciones entre textos del Vaticano II sobre el principio universal de no discriminación por razones ideológicas, frente al derecho a recibir educación católica. Problema que con el magisterio tradicional nunca existió por no reconocerse nunca el derecho a la libertad ideológica.
Para mayor sarcasmo, los colegios protestantes en España eligian con libertad total sus propios profesores, por quedar al margen de las "igualitarias" disposiciones de la libertad religiosa (libertad de cátedra), vigente (de modo suicida) para centros católicos y estatales.
Comprobar, por último cómo, lamentablemente Blas Piñar rehúye la crítica a tal demencial novedad y sale por la tangente con algo que sabía imposible: primar el derecho de los padres católicos (¿?).
Revista FUERZA NUEVA, nº 127, 14-Jun-1969
CONFLICTO DE DERECHOS
Por Blas Piñar
La publicación del Libro Blanco sobre la enseñanza y la plausible apertura de un informe público sobre el mismo, pone de actualidad un tema que, no obstante haberse debatido con amplitud, dará lugar a controversias inevitables.
Nos referimos a la colisión entre dos derechos, el de los padres y el de los docentes, con respecto a la enseñanza de los que son, a un tiempo, hijos y alumnos.
El planteamiento de la cuestión arranca de dos ideas fundamentales recogidas tanto por nuestra legislación como por la doctrina de la Iglesia Católica, en los que se inspira nuestro ordenamiento jurídico (1969).
Afirma, en efecto, la “Divini illius magistri” de Pio XI, que “la familia tiene inmediatamente del Creador la misión y, por tanto, el derecho a educar a la prole, derecho inalienable, por estar inseparablemente unido con la estricta obligación, derecho anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y por lo mismo, inviolable por parte de toda potestad terrena”.
Como consecuencia de ello, la Declaración conciliar “Gravissimum educationis” señala que “es necesario que los padres, cuya primera e intransferible obligación y derecho es educar a los hijos, gocen de absoluta libertad en la elección de las escuelas” (núm. 6).
Este derecho inalienable e intransferible tiene tal fuerza que, conforme a la declaración “Dignitatis humanae”, del propio Concilio Vaticano II, a los padres corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas” (núm. 5).
Pero ¿qué se entiende por educación religiosa? ¿Se limitará ésta a la enseñanza de un credo, al margen de las disciplinas que integran los planes de conjunto? ¿No habrá que entender, acaso, por educación religiosa aquella que anima ese mismo conjunto, no sólo iluminando el entendimiento y fortaleciendo la voluntad, sino utilizando todos los medios de instrucción, puesto que la enseñanza de cualquier asignatura “tiene necesaria conexión de dependencia con el fin último del hombre, y, por tanto, no puede sustraerse a las normas de la ley divina” (Pío XI, “Divini illius magistri”)?
La respuesta, a nuestro juicio, se halla en el segundo de los interrogantes apuntados, y en este sentido será necesario interpretar, a nuestro modo de ver, los arts. 7 y 34 de la ley de 28 de junio de 1967 que regula el derecho civil a la libertad en materia religiosa, y conforme a los cuales corresponde a los padres “la facultad de determinar, según su propia convicciones, la educación religiosa que se ha de dar a sus hijos”, así como “el derecho a elegir libremente los centros de enseñanza y los demás medios de formación para sus hijos”. Por ello, las asociaciones confesionales no católicas pueden “establecer, con arreglo las leyes vigentes en la materia, y previa autorización del Ministerio de Justicia, centros para la enseñanza de sus miembros cuando lo justifique el número de los que hayan de utilizarlos”.
Hasta aquí, la idea sobre el derecho inalienable e intransferible de los padres a la enseñanza de sus hijos está expresamente reconocida y respetada-
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Ahora bien, este derecho entra inmediatamente en colisión con otro, el de la llamada libertad de cátedra, que parece corresponder a los docentes y que puede encontrar, como válido soporte, la misma declaración conciliar “Dignitatis humanae”, en cuanto la misma sienta como principio que “la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos -la cual pertenece al bien común de la sociedad- ni abierta ni ocultamente sea lesionada por motivos religiosos ni que se establezca entre ellos ninguna discriminación”.
Fiel a esta norma, el art. 4 de la ley de 28 de junio de 1967 dice que “todos los españoles, con independencia de sus creencias religiosas, tienen derecho al ejercicio de cualquier trabajo o actividad, así como a desempeñar cargos o funciones públicas según su mérito y capacidad, sin otras excepciones que las establecidas en leyes fundamentales o normas concordadas”.
Consecuentes con el principio y con las normas expuestas, el ateísmo o la religión acatólica no pueden constituir un criterio discriminador que elimine de la docencia en un establecimiento católico de enseñanza, incluso estatal, y ello aun cuando, como dice el núm. 4 del art. 7 de la ley de 28 de junio de 1967, “la enseñanza en los centros del Estado se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia Católica”.
Pero ¿será posible coordinar en la práctica no ya el respeto al dogma y a la moral de la Iglesia católica, sino la sujeción a sus principios, con la absoluta falta de fe o la adhesión a doctrinas acatólicas por parte de los profesores que han de impartir esa enseñanza, especialmente de aquellas disciplinas que de un modo más directo se relacionan con la concepción de la vida y con el ordenamiento social y económico?
Creo que al observador más superficial no puede escapársele, por los resultados prácticos, que esta coordinación es de todo punto imposible, y que por una lógica implacable, la cátedra, regentada por un acatólico o ateo se convierte en una plataforma disolvente de las ideas y de la vida religiosa del alumno, contraviniendo y contradiciendo de este modo el derecho de los padres a que sus hijos sean educados de acuerdo con sus propias convicciones.
En efecto, de las Leyes Fundamentales se deduce que la profesión de la Religión católica es un requisito necesario “para ejercer la jefatura del Estado como Rey o Regente” (art. 9, Ley de 26-7-1947), y de las normas concordadas se infiere que aun cuando “en las escuelas primarias del Estado, la enseñanza de la Religión será dada por los propios maestros”, cabe la posibilidad de que así no ocurra cuando el Ordinario (obispo) oponga reparos a dicha enseñanza “por los motivos a qué se refiere el canon 1.381, párrf. 3 del Código de Derecho canónico”, en el que se declara la competencia ha dichos Ordinarios locales para aprobar y remover a los profesores de religión.
Es decir, que las excepciones son mínimas y afectan a una persona determinada o a la enseñanza de la religión como asignatura en las escuelas primarias.
El problema, por lo tanto, sigue sin resolver, pues aun cuando el núm. 4 del art. 7 de la ley de 28 de junio de 1967 no hace otra cosa que repetir lo estipulado con la Santa Sede en el Concordato de 27 de agosto de 1953 (art. XXVI, párrafo 1º), lo cierto es que nada garantiza el cumplimiento por parte de los Centros docentes, estatales o no (siempre que no correspondan a una confesión acatólica) que “la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica”.
La contradicción entre el derecho de los padres, derivado de la propia naturaleza, inalienable y anterior a la sociedad civil y al Estado, y el derecho de los docentes a ocupar una cátedra los establecimiento del Estado, cualquiera que sea su confesionalidad, en nombre de la no discriminación por motivos religiosos, se hace mucho más fuerte cuando los padres envían con toda confianza a sus hijos a tales establecimientos con la garantía que les ofrecen unos preceptos de obligada aplicación.
Por añadidura, puede ocurrir que, mientras los padres acatólicos pueden tener sus propias instituciones de enseñanza, eligiendo libremente al profesorado, los padres católicos que desean para sus hijos una enseñanza ajustada en un todo “a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia Católica” se sientan defraudados al comprobar cómo en nombre del derecho civil a la libertad religiosa, se abre la cátedra a quienes van a impartir una enseñanza distinta o beligerante contra los mencionados principios.
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A mi modo de ver, y sin perjuicio de que pueden hallarse unas disciplinas neutras en las que no opere la discriminación, está claro que en la colisión de derechos que aquí se plantea, el de los padres y el de los docentes, ha de primar aquél. Que nadie se asuste por ello. La vida está llena de estos conflictos en los que un derecho menor debe sacrificarse a otro mayor. Y ello desde la propiedad privada que se expropia por utilidad pública, hasta la vida de la madre que se ofrece en holocausto por la viabilidad del hijo que lleva sus entrañas.
En el supuesto que ahora contemplamos, la solución no puede ser más que una: el derecho de los padres a la educación de sus hijos prevalece sobre cualquier otro, incluso el de la “igualdad jurídica de los ciudadanos” o el del “ejercicio de cualquier trabajo o actividad”, porque como dice la declaración de “Dignitatis humanae”, en su número 7, “todos los hombres… en el ejercicio de sus derechos, están obligados por la ley moral a tener en cuenta los derechos de los demás y sus deberes para con los otros y para con el bien común de todos”.
Blas PIÑAR
Última edición por ALACRAN; 07/10/2024 a las 19:45
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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