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Tema: Yo confieso

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    Yo confieso

    Yo confieso (i)

    Publicado el 29 Enero, 2008 Autor Pedro Rizo |


    Han pasado bastantes años desde que el DVD sustituyó la cinta de video. Años que esperé en vano, hasta hoy, la comercialización en el nuevo soporte de la película de Alfred Hitchcock, «YO CONFIESO». Al salir al mercado una selección de las obras del cineasta inglés resulta obligado incluir esta historia, hasta hoy marginada en la distribución. Me pregunto qué impedirá la copia en DVD de películas como «BECKET», «ANA», o «LE DEFROQUÉ» (El renegado), inclusive «HISTORIA DE UNA MONJA».
    “YO CONFIESO” es un documento costumbrista de la Iglesia ante-conciliar. La Asamblea con el crucifijo − no sólo una cruz − y bien visible en la Sala de Audiencias, nos presentan una sociedad presidida por la fe católica. Los sacerdotes no ocultan su condición y sus gentes, reflejadas en los policías, en el público del ferry, de paseo por los parques o clamando contra el supuesto asesino, muestran un orden general cristiano que hoy, poco más de medio siglo después, se ha sustituido por un mundo pagano. Pero, no quiero divagar. Aprovechemos para hablar de la confesión, individual y secreta, salvajemente atacada por el progresismo y el nuevo humanismo para robarle el sentido sagrado. Este sentido, exclusivamente religioso, sobrenatural del Sacramento de la Penitencia es el hilo argumental de la película.
    Durante más de veinte años, para conseguir que un sacerdote nos administrase oyese en confesión había que cumplir unos requisitos: horarios que no siempre se respetaban, reunirse en pequeños despachos fuera del templo, llamar a un timbre… a más de no confesarse durante la misa. Una innovación de entonces era que sacerdote y fiel hablaran amigablemente como en charla de café, cara a cara… Lo natural con estos modernismos ha sido que no nos enteráramos de qué es lo que estábamos haciendo y, por tanto, que nuestra atención fluctuase entre la simpatía o el rechazo del hombre sacerdote, a la par que perdíamos la pista de Dios. Esto se mantiene en bastantes parroquias progresistas sin reparar en que, con ello, en el subconsciente del fiel anida la idea de que el que perdona es ese cordial “Don Manuel” o “Padre Pérez”. La fórmula vernácula ha hecho creer que el sacerdote es el que perdona. Y no es raro que se nos diga: “Ahora, espera, que te voy a dar la absolución…”, de modo que el sacerdote parece que absuelve con potestad propia, en lugar de que lo hace el mismo Jesucristo.
    Nuestra conciencia en su choque con la vida es un magma en constante producción de intenciones y sentimientos que sólo puede pacificar el trato con Dios. Sólo sabiéndonos ante Él removeremos sinceros lo embarazoso de nuestra biografía. La mayoría de los problemas de personalidad provienen justamente de lo malo que no hemos purgado, del amor y el bien que escatimamos, del absurdo de escondernos de Dios… (Casi en esto se resumía el preceptivo Examen de Conciencia.) Pero al absorber el sacerdote-hombre las esencias todas del sacramento, el penitente supera la impostura “confesando” sólo lo que le gusta. Desvío que neutraliza las bondades “curativas” de la confesión al mediatizar la sinceridad de nuestra contrición, única fuente de paz interior.
    ¿Dónde se apoya el celo sacerdotal de guardar el secreto de confesión, incluso ante casos flagrantes de criminalidad? Pues en que se trata de una relación privada entre Cristo y el cristiano. Es un asunto exclusivo entre Dios y el alma del fiel penitente, algo de absoluto dominio íntimo. El sacerdote oye en confesión a un alma y no a una identidad jurídica. Esta alma se desnuda de sus faltas y pecados delante de Dios mismo, que le escucha delegado en el sacerdote. El sacerdote es como el hilo telefónico que lleva un mensaje… Por eso, una vez concluida la confesión, ni ‘sabe’ ni ‘recuerda’ nada. Es una más de las admirables realidades del sacerdocio católico. Atendamos a esto fijándonos en el escrúpulo extremo de que si un superior conociera − por lo que le oyó en confesión − que un subordinado, previamente nombrado por él para un cargo, no es digno para asumirlo, tal superior no podría revocar su nombramiento, ni intentarlo siquiera. Aun si nunca nadie pudiera enterarse de esa información. Lo que se habla en confesión es un secreto que involucra al propio Cristo, y un sacrilegio vulnerarlo. El sacerdote que falte a este sigilo obra peor que el que viola el secreto postal. Por eso se castiga con excomunión automática.
    En la película de Hitchcock, un sacerdote, el Padre Logan, oye en confesión a un asesino que es sirviente de la casa rectoral. Casi inmediatamente después del crimen el sacerdote despierta sospechas al inspector encargado del caso. Unas desgraciadas coincidencias, y la bajeza del sirviente, que ve podría así salvarse, aceleran su inculpación. Con esta carga, sacerdote y asesino vuelven a estar a solas cuando el P. Logan está subido a una escalera pintando una pared. El sirviente aprovecha entonces para referirse al secreto que comparten. Hitchcock, en picado desde Montgomery Clift, nos ofrece la expresión del “actor del Método” en un Padre Logan transmitiéndonos que no puede decir otra cosa que esto: «No sé de lo que me está hablando.»
    La rejilla.- Este enfoque sobrenatural subraya la importancia de esas ventanitas con celosía que separan la personalidad del penitente de la del sacerdote. La rejilla es una herramienta psicológica, un simulacro de ocultación que sobrenaturaliza el diálogo sacramental. Y aunque las voces sean mutuamente identificables, la rejilla marca que el que escucha lo hace en nombre de Jesucristo, y que el que se confiesa lo hace a Dios. Recuerda al sacerdote la condición de privacidad entre Dios y el alma que está detrás de esa rejilla. Antes − siempre el antes −, decíamos: «Yo, pecador, me confieso a Dios todopoderoso…». Y, también, arrodillarnos para confesar era una forma más de recordarnos lo religioso del acto.

    http://www.minutodigital.com/articul...-yo-confieso-i

  2. #2
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    Re: Yo confieso

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Yo confieso (ii)

    Publicado el 16 Abril, 2008 Autor Pedro Rizo |


    La palabra cultura se deriva de “culto religioso”. Los pueblos sin
    religión han pasado por la Historia sin dejar otra huella que la de su
    primitivismo salvaje, si es que dejaron alguna huella. Por el
    contrario, los de religión desarrollada ofrecen a los arqueólogos e
    historiadores evidencias de sociedades organizadas. Es lo que se
    conoce por civilización. Los pueblos “cultos” de la más remota
    antigüedad necesitaban purificarse de los instintos para recibir el
    favor de su divinidad. Por ejemplo, en la religión incaica los fieles
    del dios Viracocha ayunaban y se confesaban con sus sacerdotes y
    hacían penitencia. (Marcos A. Ramos, “Historia de las religiones”). La
    creencia en un premio y un castigo para nuestros pasos por el mundo
    existió en las culturas más elevadas. Las sin religión apenas si
    dejaron prueba de su existencia.
    La purga de los pecados en busca del favor de Dios es característica
    de la religión; no es una costumbre alienante sino el sentido realista
    de que somos algo más que el soporte animal. Limpiarnos en el
    Sacramento de la Penitencia nos da confianza para vivir, es una
    terapia por la que los hombres sin fe pagan sumas astronómicas a pesar
    de que no obtienen nada seguro pues que les falta el hilo con Dios.
    Por eso nuestros confesionarios son solamente instrumentos donde nos
    abrimos al curador de todos los lisiados, mudos y endemoniados,
    Jesucristo. La Iglesia sólo es instrumento. A propósito, estoy
    convencido de que Lutero − y los que hoy “aprenden” de él −, no supo
    ver esta diferencia: que el enlace entre el alma y Dios es el Orden
    sacerdotal, y no el cura.
    Dicho esto, reparemos en las protestas de nuestros obispos de que en
    España todo el mundo comulga pero casi nadie confiesa. Hacen bien en
    protestar, pero… si no enseñan la fe, si no educan, esas quejas se
    acercan mucho a la hipocresía. Y puesto que el hombre no es ahora más
    angélico, esto es, que seguimos siendo lo que somos, esa estadística
    ha de explicarse en que el católico medio, sin excluir a los clérigos,
    abandonó el concepto de pecado y perdió su referencia con el
    Evangelio. Si el pecado se ignora, la confesión se devalúa.
    Consecuentemente se comulga de baratillo, sin beneficio para el alma y
    con peligro de sacrilegio. ¿Dónde quedan las palabras clave de Jesús:
    «Quien coma este pan vivirá para siempre.»? (Jn 6, 50 +)
    LAS MOLESTAS CONFESIONES
    En rigor, no hay ‘religión’ verdadera si no sirve para “religarnos”
    con Dios. Por eso no entendemos por qué el sano impulso de limpiar la
    conciencia a veces se frustra porque, aun donde el penitente
    dispone de sacerdotes estos huyen del confesionario para estar quizás
    de charla a la puerta de la iglesia o, como ocurre en muchos
    monasterios con celebración pública los domingos, todos en la
    concelebración. Como todos “están al banquete”, si hay fieles que quieran
    confesar deberán esperarse al final. Es como si en playas y terrazas los
    fabricantes de helados no vendieran sus productos justamente cuando los clientes
    los desean. No nos extraña que las confesiones disminuyan. Aprovecho
    para decir que esas misas comunitarias, muy restringidas en los
    misales antiguos, provienen de la fórmula protestante de resaltar la
    mesa y el banquete para esconder el altar y el Sacrificio. Por
    supuesto, no va este comentario para donde no haya más que un
    sacerdote. Pero quienes hagan cola para confesarse que sepan que no
    faltarán a la misa ni se privarán de sus gracias, pues se trata de un
    acto sacerdotal, de Cristo Sumo Sacerdote, válido por sí mismo y no
    porque asistan los fieles. ¿Te das cuenta, lector, que esto ya no se
    conoce? Vemos, pues, que se alcanzó el objetivo revolucionario contra
    la fe católica; es decir, que la misa ya no es la repetición incruenta
    del sacrificio de Cristo en la cruz.
    Es obvio que cumpliremos el precepto dominical mucho mejor estando en
    gracia de Dios − una manera teológica de decir “en la amistad” − que
    si nos sabemos en falta grave. Al revés es bastante incómodo. Se
    suprimieron las confesiones en tiempo de misa porque “había que
    retener a los fieles para las nuevas catequesis”. Por ejemplo, las
    lecturas hebreas del Antiguo Testamento que ensombrecen la verdad de
    que el Nuevo Testamento superó la ley antigua, pues que Cristo-Dios
    nos lo dejó. ¿O es que Cristo no es más que Abraham, más que Moisés y
    que los profetas? También porque las confesiones privaban de oír las
    homilías trufadas de orientaciones marxistas o protestantes. El golpe
    esencial contra las confesiones fue la de-sacramentación de la fe y el
    desdibujar la esencia sobrenatural de la misa. Su celebración pasó a
    ser un remedo de las reuniones de la sinagoga o de los oficios
    protestantes, ambas sobrepasadas por la cruz, «escándalo para los
    judíos y locura para los gentiles». (1 Co 1, 23)
    RECONCILIACIÓN VS. PENITENCIA
    El término “reconciliación” es más
    antiguo como los Evangelios. Pero no así su abuso tendente a
    desactivar el Sacramento. La palabra reconciliación, apareció tras el
    Concilio como medio para que volvieran los llamados hermanos
    separados… que no creen lo que cree la Iglesia Católica. El término
    “reconciliación” buscaba saltarse esta no insignificante barrera.
    Por supuesto, en la Iglesia a través de la Confesión buscamos la
    reconciliación con Dios − y con los hombres, y entre los hombres. Pero
    los “progresistas”, es decir, la Nueva Iglesia, derivan de la
    reconciliación una igualdad entre Dios y la criatura humana; algo que
    se asemeja mucho a una presentación de cuentas a ‘conciliar’ entre
    iguales. Pero eso, por más que el Rey y Creador llegara a «anonadarse
    y hacerse como esclavo por amor a los hombres», no nos permite
    cabalgar sobre su misericordia para descolocarnos de nuestra
    condición. Por cierto, ‘misericordioso’ es una virtud propia de Dios
    pues que significa “poner el corazón con el miserable”, con el pobre
    sin gracia celestial. En la iglesia de San Ambrosio, en Milán, vi un
    pequeño fresco, o mosaico, que muestra a San Agustín en el momento en
    que va a ser bautizado. Le pintan como a un alfeñique raquítico porque
    esa es nuestra condición si carecemos del gran bien de la religión,
    sus prácticas fundamentales, la ventaja de los sacramentos. Y entre
    ellos, el de la reconciliación a través del Sacramento de la
    Penitencia.
    Como final destaquemos otra novedad de estos últimos años. La
    ignorancia generalizada de las cinco condiciones para beneficiarse de
    una buena Confesión. Si usted que me lee las sabe, está de
    enhorabuena; pero haga una encuesta entre sus amigos más jóvenes y ya
    me dirá. Recordémoslas ahora: Examen de conciencia, Dolor de corazón,
    Propósito de enmienda, Decir los pecados al confesor y Cumplir la
    penitencia. El descuido del clero en esta catequesis es otro fruto de
    la irrespirable vulgaridad que se adueñó de la Iglesia a partir del
    CVII. ¡Que se anunció pastoral!


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