Por Dr. Andreas Böhmler
Primera parte
- Licenciado en Economía por la Universidad de Munich.
- Master en Business Administration por la Escuela Europea de Empresas en París, Oxford y Berlín.
- Master y Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra.
- Ha colaborado en numerosas empresas internacionales.
- Profesor en varias Universidades, impartiendo Antropología Filosófica, Lógica, Filosofía Política y Ética Empresarial entre otras.
- Tiene dominio de los idiomas Español, Francés, Inglés y Alemán.
- Ha impartido seminarios y conferencias por diversas partes del mundo. Y además cuenta con numerosas publicaciones.
Inteligencia independiente. Algunas reflexiones previas al debate ecuménico
Este título (1) parece constituir una redundancia. Sin embargo, en los tiempos presentes es lo común que las personas tenidas por inteligentes utilicen sus facultades intelectuales con plena sumisión a la corriente de pensamiento dominante, con un perceptible terror a desviarse de lo comúnmente admitido y a causar escándalo. Aún los que pretenden ser audaces, aparentan serlo mediante bravatas en la dirección de la corriente, nunca a contracorriente. Y si alguien se decide a oponerse a ésta, lo hace con mil precauciones, empleando casi siempre una cobertura retórica en la que se diluyen las aristas de las verdades, cuando no estas últimas. De ahí que resulte una redundancia obligada hablar de inteligencia independiente. Es un bien escaso, de casi nula circulación.
El intelectual europeo de hoy está en las antípodas de un G.K. Chesterton, de su olímpico desprecio por los sistemas de pensamiento que imperaban en su tiempo (que son los mismos de la actualidad, sólo que hoy han triunfado plenamente y vivimos sus consecuencias). El materialismo, el ateísmo, el agnosticismo, el cientificismo, el darwinismo, la teosofía, el cristianismo liberal y modernista, el budismo, Nietzsche, Marx, Schopenhauer; contra todo esto y mucho más se enfrentó con extraordinaria bravura, enorme erudición y una poderosísima y penetrante inteligencia.
Lo singular de este personaje es que el desarrollo progresivo de su pensamiento, bajo el empuje de la pasión insobornable por la verdad, le llevó paulatinamente, desde el agnosticismo, a simpatizar primero con la religión católica, como fiel depositaria de la ortodoxia, para terminar, al cabo de cierto tiempo, por decidirse a la conversión pública.
Por todo ello, la obra de Chesterton está más viva que nunca para el laico de pensamiento inconformista e independiente. A los especialistas acaso los leen los especialistas, y así se forma un circuito cerrado, que será muy interesante para dichos especialistas, pero completamente estéril. Y esto, en el supuesto optimista de que estos doctorales trabajos sean ortodoxos, lo cual es mucho conceder. Más frecuente es lo contrario, lo cual, trasladado a la catequesis, ya no es que resulte estéril; simplemente, resulta venenoso.
Al invocar a Chesterton estamos hablando de la antigua ortodoxia cristiana. Todavía hace poco se la oía profesar y defender también a amantes de la verdad como Dawson, Belloc, Peguy, Bloy, Schmaus, le Fort, Donoso, Pradera, Maeztu, d'Ors, etc... Nada que ver con la tisis intelectual que impera en el 'establishment' católico posconciliar.Y mucho menos con un cristianismo sin Iglesia, sin dogmas, sin milagros, sin premio ni castigo, sin infierno, sin Satanás. O con la habitual predicación acobardada, que a lo más que llega es a referirse a un tal Jesús que vivió hace muchos años y que era buenísimo. Frente a la decadencia omnímoda se yergue la clásica religión, que era una religión recia que conviene a los recios y vigoriza a los débiles. No una religión débil que confirma a los débiles en su debilidad y repele a los fuertes.
Pero es preferible referirnos a esa calidad de inteligencia que hoy por hoy significa ante todo Vigilia de la Razón frente al 'pensamiento único', y que, en condiciones sin duda desfavorables y que abrumadoramente señalan en otra dirección, se abre camino, en soledad y fuerza, a través de la maraña de obstáculos, para proyectar al cabo triunfalmente una visión plenamente opuesta a la de curso común, llena de alegría y esplendor, pero, también, de rigor y esfuerzo. Lo contrario del depresivo conformismo, del dejarse llevar, del insípido agnosticismo o las turbias complacencias orientalistas del anonadamiento; situaciones éstas a la que lleva la inteligencia dependiente, sin carácter, que se humilla y se desarbola ante el pensamiento de los más. He ahí el lugar vital del "ecumenismo" típicamente "posconciliar". Frente a ello, esa inteligencia que no ceja es más necesaria hoy que en los tiempos de Chesterton. Pues en aquella época había inquietud intelectual y hoy no. Porque hoy vivimos las consecuencias del triunfo de las tendencias filosóficas nocivas: no el triunfo, sino las consecuencias del triunfo; es decir, el colapso del espíritu.
Por lo mismo, la necesidad del despertar. Y no se puede esperar a que despierten los demás. Esto es cosa de cada uno. Cada uno, contra la corriente. Cada uno con su «no». Y se presenta el problema habitual, como siempre que algún laico se destaca en la expresión de verdades molestas, en denuncias que causan incomodidad, y que, por lo mismo, son consideradas inoportunas por la sociedad apoltronada e inerte y suponen un cierto grado de valor por parte del denunciante, al hacer uso de esa inteligencia independiente a que me refiero y colocarse por fuerza a contra-corriente.
Cierto, en un principio habría de suponerse que la Jerarquía no abogue por un falso ecumenismo, un falso diálogo interreligioso, un falso humanismo y humanitarismo. Está bien, pero ¿cuántas veces se condena en los púlpitos? ¿Se condena alguna vez? Lo habitual en la predicación y el magisterio ordinario es el discurso monocorde, untuoso, descomprometido, reiteradamente benévolo y amoroso, conciliador, adulón y sin sustancia. No hay formulaciones doctrinales, ni apenas morales, y se repite una y otra vez que Dios es muy bueno y nos perdonará a todos. Lo cual no deja de constituir un implícito estímulo a que hagamos lo que nos venga en gana.
Resulta dificil, a poco que se piense en ello, que con esa preparación y ese espíritu se pretenda ni más ni menos que la «nueva evangelización de Europa». ¡Nada menos! Por mi parte, no puedo menos de pensar que una parte del clero, con su tozuda obstinación en ser complaciente, demócrata y progresista, dejando de lado la ortodoxia, está haciendo el mayor de los ridículos, ante Dios y ante los hombres.
Es lícito pensar que, en la defensa de la Tradición con mayúscula, cada vez será más importante el papel del laico independiente y sin prejuicios modernistas. Al estamento sacerdotal siempre le corresponderá, en virtud de su función, un papel singular, pero si no se está a la altura de las circunstancias, su antigua posición influyente, ya enormemente deteriorada, habrá de reducirse aún más si cabe. Pues el laico precavido se ve obligado a hacer a la jeraquía objeto de un serio escrutinio, y si sus palabras están cortadas por el patrón común, lo rechaza. El cardenal, obispo o sacerdote liberal se tendrá que conformar con el grupo de oyentes habitual, carente de capacidad de discernimiento, y al que todas las «las palabras del cura» le suenan igual. Si esa es su modesta aspiración, tiene el triunfo asegurado. Pero, sería oportuno que, en esas circunstancias, no mencionase la nueva evangelización, pues este es un tema de gravedad y peso considerables.
El cristianismo triunfaba con la ortodoxia antigua; y se ha desmoronado con el progresismo moderno. ¿Qué tozudez diabólica obliga a muchos a no ver la correlación de causa y efecto? Estos son tiempos de reacción o aniquilamiento espiritual. Tiempos en que cobran especial significación las últimas palabras de Chesterton pocas horas antes de morir, en 1936: «A un lado está la luz... y al otro, las tinieblas. Y uno tiene que elegir...».
Para concluir estas consideraciones preliminares, conviene advertir al lector que sería difícil definir escuetamente los objetivos de esta crítica a la ideología "ecumenista". Sin lugar a duda, no es fruto de unas desaforadas ganas de ir contra-corriente, porque o sería soberbia, nunca se sabe, o al menos signo del más inutil suicidio intelectual, dada la inquisición imperante, ciertamente anticatólica -incluso cuando proceda de católicos-, y ciertamente más feroz que la que hubo en la Cristiandad desde las guerras cátaras hasta hace poco. Creo que acertaría el que lo definiese en términos de 'guerrillero cristiano', aunque sería más propio el de 'caballero' cristiano, porque los caballeros luchan por la verdad y el bien, son 'milites Christi', noción prácticamente desaparecida del discurso católico actual entregado a un falso pacifismo, consecuencia de las confusiones modernistas. En definitiva, fortalecido por esta actitud militante, lo que interesa ante todo es pensar más allá de los estereotipos al uso..., por amor a la Verdad.
El "diálogo": constante humillación de la verdad católica.
El "diálogo ecuménico" con los denominados "hermanos separados", es decir, con herejes y cismáticos de toda condición (y con los adeptos de casi todas las "religiones"), ha sido ensalzado por buena parte de la jerarquía actual como una de las conquistas más importantes del Vaticano II.
Con la adopción del "diálogo", esa parte de la jerarquía da a entender que dio lugar a un cambio de dirección verdadero y propio: ¡no más "anatemas", sino comprensión, apertura, diálogo! Dijo y sigue diciendo: "es menester volver a la unidad de los cristianos en la recíproca comprensión; por eso dialogamos en el respeto recíproco". Y como premisa necesaria para el "diálogo", una parte de la jerarquía afirma que no quiere efectuar ya proselitismo alguno, que ya no quiere afanarse por convertir las almas al Catolicismo. El predicador católico puede desaparecer, sustituido por el conferenciante con alzacuellos, por el lenguaje progresista, por los "distingos" tortuosos, por la teología incierta. Para todos está clarísimo ahora que una parte de la jerarquía católica actual no busca, como sería su deber, la vuelta de herejes y cismáticos al redil de la Santa Madre Iglesia, del cual se mantienen alejados tras haberse escapado de él, combatiéndolo de todas las maneras posibles, por culpa de ellos, por su desenfrenado orgullo: non enim nos ab illis, sed illi a nobis recesserunt ("pues no nos separamos nosotros de ellos, sino ellos de nosotros", San Cipriano, De Unit. Eccles.).
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