Imágenes renacentistas

El don de la fe nos descubre, en la belleza artística, el esplendor de la verdadera humanidad que vive con la esperanza de ser glorificada por la redención de Cristo. En esta visión estética, que incorpora la perfección humana al misterio de Cristo, se da un paso más en una dirección completamente nueva: la búsqueda de la autonomía del hombre.

Uno de los aspectos más significativos del cambio renacentista es la vuelta a los valores de la antigüedad. Pero este giro no supone la intención de copiar el pasado sin más, sino el deseo de proporcionar, ante todo, un marco cultural a un mundo que se ha distanciado de las convicciones medievales. El recuerdo de la antigüedad clásica como dechado de perfecciones artísticas, científicas y técnicas, revive en toda Europa; y los intereses culturales del mundo clásico establecen las bases de esa visión nueva conocida con el nombre de Renacimiento.

En Italia, se pone de moda la búsqueda afanosa de ejemplares o copias decorativas del arte antiguo. Con este motivo aumentan los talleres de escultura y pintura. Pero, de toda la iconografía renacentista, sólo las imágenes tridimensionales (excepto algunos iconos importados) van a estar destinadas al culto religioso.

Los primeros destellos de escultura renacentista aparecen en la Toscana que asume el papel director de los nuevos valores. Desde el último tercio del siglo xiii es Pisa la que, con Nicolás de Plugia, conocido como Pisano, y su hijo Juan de Pisa, comienzan a copiar los modelos antiguos; así se ha podido comprobar por el relieve de la Virgen de la Adoración de los Reyes Magos inspirado en un sarcófago romano que se conserva en la catedral.
Los demás seguidores de los Pisano poco añaden a las creaciones de los maestros: Fray Guillermo extiende el nuevo estilo a Bolonia; y el florentino Arnolfo di Cambio lo difunde por Italia central y Roma. A la muerte de Juan de Pisa, la organización política de Florencia favorece la promoción de las nuevas formas artísticas en esta ciudad.

En 1401 se convoca un concurso para decorar las segundas puertas del emblemático baptisterio de Florencia. Allí compiten los más hábiles maestros de Italia, entre ellos, artistas célebres como Ghiberti, Brunelleschi, Jacopo della Quercia, Nicolo di Pietro Lamberti, etc.. Gracias a la fecundidad florentina de estos artistas, la escultura emprende una de las jornadas más prósperas de su historia. El vencedor del concurso es el joven Lorenzo Ghiberti que consiue un efecto y profundidad hasta ahora inédito.

Pero será Donato di Nícolo, conocido por Donatello, el que dará un avance considerable a las imágenes con dominio del natural y asimilación de las formas clásicas. Su pasión por la figura humana le convierte en el intérprete de los estados anímicos en todas las edades del ser humano. Los ideales renacentistas se plasman tanto en la elegancia del S. Juanito del palacio Martelli, como en la madurez del S. Juan Evangelista de la catedral de Florencia. Destaca, sobre todo, la famosa imagen de S. Jorge, vestido de guerrero en el apogeo de su vida, irradiando conciencia de sí mismo y de su talla intelectual como corresponde a los modelos clásicos.
De este modo, la iconografía cristiana incorpora la elegancia artística, que se convierte en ideal estético del Renacimiento, y la perfección ejemplar que nos señala al hombre tal como fue proyectado por Dios en su designio inicial. En efecto, el don de la fe nos descubre, en la belleza artística, el esplendor de la verdadera humanidad que vive con la esperanza de ser glorificada por la redención de Cristo. En esta visión estética, que incorpora la perfección humana al misterio de Cristo, se da un paso más en una dirección completamente nueva: la búsqueda de la autonomía del hombre.

Pero esta categoría estaba reservada a la obra de Miguel Ángel que resume la lucha por el dominio del ser humano en todo su esplendor y autonomía. Genio exaltado y solitario, formado en la tradición de Donatello, Miguel Ángel encarna el poderío físico dominado por una fuerza interior que se manifiesta en el vigor de sus esculturas. A fines del siglo xv se traslada a Roma donde realiza dos imágenes emblemáticas: la Piedad (1498) y el Moisés (1515).

En la Piedad, según él mismo dice, representa a María «joven, más joven que el Hijo, para mostrarse eternamente virgen». Su rostro afligido expresa el dolor maternal con gran contención y equilibrio. El cuerpo de Cristo inerte en su regazo, en correcta anatomía, señala la contención del equilibrio clásico. Pero en el Moisés, representado en el momento de contemplar la adoración del becerro de oro, Miguel Ángel recoge el noble arrebato del responsable de un pueblo que se aparta del destino señalado por su Dios (Éx 32,19-20). La potente personalidad de Moisés domina sobre la idea de resignación o de dependencia religiosa: lo humano se sobrepone a lo trascendente, y la belleza formal al simbolismo de lo sagrado.

La elaboración de este arte, que se deja llevar por el entusiasmo humanista del renacimiento, tendrá consecuencias para el futuro iconográfico. De entrada ya no aparece integrado en el misterio litúrgico. A pesar de su referencia bíblica, el Moisés no representa el cuerpo glorioso transfigurado por el poder del Resucitado, sino la anatomía musculosa enardecida por una contrariedad, llena de pasión religiosa, sí, pero profundamente humana. A la expansión de esta temática renacentista, cooperó la imprenta por medio de estampas y grabados.

El clasicismo italiano se introdujo en nuestra Península por medio de artistas que venían a trabajar a España o españoles que viajaban a Italia. Se considera que la primera obra escultórica del Renacimiento español se compuso en el primer tercio del siglo xv. Se trata de los doce relieves con escenas de la Pasión de Cristo que Julián Florentino esculpió para el trascoro de la catedral de Valencia.

Pero los principales propagadores de las formas clasicistas fueron Fancelli de Settignano, Pietro Torrigiano y los hermanos Jacobo y Francisco Florentino. Al lado de estos escultores renacentistas y de las obras importadas, hemos de recordar, en la época de Carlos V, a los artistas flamencos y franceses que, huyendo de las guerras de religión, se instalaron en España. A ellos se unen los escultores españoles, como el abulense Vasco de Zarza o el burgalés Bartolomé Ordóñez y otros cuyos talantes, intensamente cristianos, hicieron que los contenidos religiosos tradicionales se mantuvieran intactos en España. A su desarrollo, contribuyeron las fundaciones de cofradías. Sevilla y Valladolid fueron las ciudades más cofradieras de esta fase inicial.

Transidas de un fuerte sentido piadoso, hermandades y cofradías exhiben los «pasos» procesionales de Semana Santa subrayando el sufrimiento de la pasión de Cristo. Pero el sufrimiento, en sí, no rebasa la estimación humana. Por eso, se necesita una catequesis que relacione la piedad popular con la liturgia, y que complete el dramatismo iconográfico con el mensaje de la redención de Cristo «como un anuncio de la resurrección futura; y lo que un día ha de realizarse en los cuerpos efectúese ya ahora en los corazones» (S. León Magno).

Jesús Casás Otero, sacerdote