Las Imágenes y la Crisis Reformista
Los considerados precursores de la reforma, Juan Wyclef y Juan Hus, durante los siglos xiv y xv, habían denunciado ya los excesos del culto a los santos y a la veneración de imágenes. Y entre las críticas de los católicos, es conocida la actitud de Savonarola y de Erasmo de Rótterdam censurando la permisividad de la jerarquía por las injerencias profanas en obras de carácter religioso.
El espíritu del renacimiento repercute en las imágenes de culto resaltando los aspectos humanos y fomentando una espiritualidad más íntima y personalizada en su relación con Dios. La jerarquía eclesiástica, tan necesitada de una reforma «in capite», facilita la tendencia hacia una sociedad secularizada y hacia el culto a la belleza formal. Con estos presupuestos, la estética mundana invade los temas religiosos.
El problema que ahora se nos plantea es si el arte renacentista, a partir de la influencia del mundo clásico, sigue respondiendo realmente a la estética de la glorificación divina, o si se reduce a la exaltación del hombre y de su grandeza. El renacimiento formula esa exaltación integrada en el humanismo que, con este motivo, mezcla elementos de influencia pagana con prestaciones de la historia cristiana.
En esta confusión, los motivos bíblicos, se toman como pretexto «donde los artistas no tienen más intención que desplegar su virtuosismo en las proezas de la anatomía, la perspectiva o el ilusionismo» (L. Réau). Elementos todos ellos constitutivos de la configuración estética del renacimiento.
Desde principios del siglo xvi, el clasicismo se convierte en la cultura oficial del papado. El papa Julio II, gran mecenas y protector de artistas como Miguel Ángel, Bramante o Rafael, impulsa una serie de obras a partir de nuevos planteamientos formales. Los centros artísticos de Florencia primero, y Milán y Roma después, llegan a afectar de tal modo a la iconografía cristiana que algunas imágenes de Cristo no se diferencian mucho de los dioses mitológicos.
Estas ambigüedades iconográficas fueron criticadas, tanto por los reformistas protestantes, como por los humanistas católicos. Los considerados precursores de la reforma, Juan Wyclef y Juan Hus, durante los siglos xiv y xv, habían denunciado ya los excesos del culto a los santos y a la veneración de imágenes. Y entre las críticas de los católicos, es conocida la actitud de Savonarola y de Erasmo de Rótterdam censurando la permisividad de la jerarquía por las injerencias profanas en obras de carácter religioso. Erasmo llega a advertir con talante conciliador, que «no se trata de desterrar todas esas imágenes de nuestras iglesias, sino que habría que enseñar al pueblo la manera de cómo conviene servirse de ellas. Lo que haya de malo debe rectificarse, si se puede hacerlo sin grave turbulencia; y lo que haya de bueno debe fomentarse».
Con estos precedentes es lógico que, las arbitrariedades en materia de culto iconográfico, provocaran una reacción por parte de los nuevos reformistas. Los protestantes, que en general se apoyaban sólo en la «palabra de Dios», tendían a prescindir de algunos sacramentos, del culto a las reliquias y de la veneración a las imágenes. Al estallar la crisis luterana, una ola de iconoclasia sacude a la Iglesia.
En cuanto a la representación de imágenes, Lutero expone una teoría bastante atenuada cuando afirma que, «según la ley de Moisés, no está prohibida ninguna imagen de Dios sino sólo aquella que se adora». Por tanto «el que se sienta inclinado a poner pinturas sobre el altar, debiera de pintar la Ultima Cena del Señor […]. Dado que el altar se destina a la administración del sacramento, no podría hallarse para él una pintura mejor. Otras pinturas de Dios o de Cristo se podrían pintar en otros sitios».
Esto no obsta para que, cuando se refiera el culto iconográfico, se una al coro de sus seguidores diciendo: «Yo abordé el tema de la querella de las imágenes para arrebatarlas del corazón por medio de la palabra de Dios, juzgándolas inútiles y despreciables». Después de la dieta de Worms (1521) por la que se exiliaba a Lutero y a sus partidarios, y mientras éste permanecía retenido en la fortaleza de Wartburg, un grupo de fanáticos de Wittenberg dirigidos por el intransigente Karlstadt, comenzó una verdadera batalla iconoclasta.
Contagiado por estas ideas, el Gran Consejo de Zúrich, ordenó retirar las imágenes de todas las iglesias con el argumento esgrimido por el reformador suizo Zwinglio de que, si las imágenes fueran necesarias, Cristo lo hubiera indicado; pero «en ningún lugar Cristo enseñó este modo de instrucción, y no lo hubiera omitido si hubiera previsto que había de ser útil». También los hugonotes desencadenaron una persecución sin piedad contra las imágenes; Calvino, aunque los castigó inicialmente, terminó declarando que las imágenes turban la piedad y fomentan la superstición.
Menos originales parecen ser las proclamas que, basándose en los textos bíblicos, confunden, como de costumbre, el culto a las imágenes con la idolatría del culto pagano: «Está claro –decía Melanchton– que el mundo siempre estuvo y está lleno de ídolos. Y no hay diferencia entre las costumbres paganas y la invocación de los santos y el culto a las estatuas». Argumentos que, desde la patrística posconstantiniana, se convierten en «lugares comunes» para los iconoclastas de todos los tiempos. Europa fue devastada por una ola de iconoclasmo que, excepto en Italia y España, destruyó gran parte del patrimonio artístico.
En la confrontación con las ideas protestantes, la Iglesia ofrece la imagen religiosa como una profesión de fe que afecta al misterio de la encarnación y a la veneración de los santos: «De manera que por medio de las imágenes que besamos y ante las cuales descubrimos nuestra cabeza y nos prosternamos, adoramos a Cristo y veneramos a los santos, cuya semejanza ostentan aquellas» (Dz 986). Efectivamente, cuando expresamos nuestro respeto a las imágenes, trascendemos la imagen material para ofrecer nuestro homenaje a Cristo, por ser el Hijo de Dios, y nuestro respeto a los santos por su participación en la «fuente de toda santidad».
Aquella actitud violenta de los iconoclastas protestantes fue como un revulsivo que hizo reaccionar a los católicos de tal modo que «la Reforma, que quiso destruir las imágenes, las multiplicó: hizo nacer nuevos temas, dio a los antiguos una significación y una belleza nuevas, y fue, en fin, sin caer en la cuenta de ello, uno de los más poderosos estimulantes del arte católico» (E. Mâle). Incluso, frente a la alternativa clasicista, la fecundidad iconográfica encontró una nueva vía para expresar las emociones espirituales y la devoción popular.
Los discípulos de Miguel Ángel crean un estilo novedoso, espiritual y personalista, en cuyo fondo yace el deseo de interiorizar el sentimiento religioso; y, en esto, coincide con una espiritualidad que había iniciado su andadura en la llamada devotio moderna: movimiento que se suscitó en los Países Bajos, razón por la cual el arte flamenco fue el primero en manifestar, en la iconografía religiosa, una piedad conmovedora, intimista y afectiva.
A diferencia de la estabilidad y el equilibrio clásico, el nuevo estilo, conocido con el nombre de manierismo, alarga las figuras e introduce las formas de la escultura «serpentinata», inventada por Miguel Ángel, de tendencia a la espiral sinuosa. El resultado es un estilo elegante, ideal y grandioso que, en oposición a los movimientos paganizantes de la época, alcanza una aceptación extraordinaria por toda Europa.
Los imagineros españoles, que no tuvieron que enfrentarse a la paganización del renacimiento romano, aceptan con naturalidad el manierismo italiano. ¿La razón? En España, desde los Reyes Católicos (recuérdese la labor del cardenal Cisneros), ya se había iniciado una verdadera reforma. La ocasión fue proporcionada por el privilegio de la provisión de obispados cuyos prelados, cultos y celosos en su labor apostólica, se habían preocupado por elevar el nivel intelectual y moral del clero. Teólogos como Láinez, Salmerón, Melchor Cano y Domingo de Soto, que participan activamente en las tareas conciliares de Trento, desarrollan una labor fecunda y original de la tradición escolástica.
Ante la demanda de figuras procesionales en los talleres de arte, se origina en España un proceso de inflación de imágenes religiosas que llevan el sello inconfundible de un manierismo formulado desde la originalidad de vivir la fe a la española. Los lenguajes artísticos precozmente renacentistas de Diego de Siloé, figura cumbre de la escuela burgalesa, y del maestro de la escuela palentina Juan de Balmaceda, se consideran los antecedentes más directos de la escuela vallisoletana.
Hacia mediados del siglo xvi, Valladolid adquiere la primacía con los escultores Alonso Berruguete que, habiendo trabajado con Miguel Ángel, mezcla magistralmente el clasicismo con el manierismo, Juan de Juni maestro en la combinación del realismo con el idealismo iconográfico, y Gaspar Becerra iniciador de la vía majestuosa que anuncia la etapa del barroco. La mayoría de las ciudades españolas se convierten en focos de hermandades adscritas a catedrales, parroquias, conventos, capillas o fundaciones, fomentando festividades y procesiones con fines penitenciales y religiosos.
En un país eminentemente católico, como lo era la España de Felipa II, la iconografía adquiere una importancia excepcional. Al iniciarse el siglo xvii, la predilección por los temas cristológicos y marianos (en particular, el culto a la Virgen Inmaculada que pisotea la serpiente de la Reforma) se encauza por el espíritu de la Contrarreforma y la piedad devocional de los fieles. Una piedad orientada a la liturgia, porque en ella encontramos la cercanía del misterio de Dios que nos acoge y nos salva.
Jesús Casás Otero, sacerdote
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