Arte, tradición y artesanía







El problema principal del arte moderno es que es incapaz de crear ninguna tradición pictórica, es decir, ningún movimiento pictórico desde el siglo XVIII ha sido capaz de perdurar a largo plazo. En contraste con los longevos estilos artísticos anteriores, como el románico (S.X-XII, 400 años) o el gótico (S.XII-XVI, 600 años), los nuevos estilos no han tenido una existencia demasiado larga. Aunque esta situación se inicia masivamente con la Ilustración, tiene sus primeros antecedentes en el Renacimiento, cuando surge el racionalismo primigenio y la idea del artista como genio original. El racionalismo intenta ejercer una gran simplificación de la realidad, que por su naturaleza es sumamente compleja, y a partir de esas teorías los racionalistas intentan inconscientemente cambiar la realidad para “mejorarla”, sustituyendo en cierto sentido a Dios por el hombre (curiosamente, la esencia del liberalismo). De esta forma, el artista como genio intentará, conforme esta tendencia avance, controlar el arte.

En el siglo XVIII, esta idea se extiende masivamente y los artistas van abandonando los antiguos talleres dónde aprendían bajo la dirección de sus maestros, como fuera el caso de Da Vinci o Miguel Ángel, en beneficio de las nuevas Academias, y abandonarían el trabajo en grupo (Velázquez y Rubens realizaban cuadros en colaboración con sus discípulos) para pasar al trabajo individual; progresivamente abandonarían su función de artesanos —es decir, una suerte de comerciantes de obras propias de gran calidad— y se volverían cada vez más independientes, aunque todavía hoy no dejan de realizar encargos. Tras el siglo XVIII, ningún movimiento lograría alcanzar el siglo y medio de existencia y a partir del siglo XIX, el límite se reduce un siglo, no siendo capaz ningún movimiento de alcanzarlo.

En el siglo XIX, en el campo de la historiografía, se inicia la división de la historia en etapas uniformes y muy diferenciadas entre sí. Los nombres de estas etapas de la Historia del Arte tal y cómo las conocemos (románico, gótico, barroco…) se establecen en este siglo. Los nuevos artistas entran en contacto con esta terminología y empiezan a tomar conciencia de que si la historia está compuesta de etapas dramáticamente opuestas entre sí, ellos también deberían estar en una etapa histórica; por lo tanto, para rebelarse contra ésta o sus características deberán crear una nueva etapa drásticamente opuesta a la anterior. La principal innovación de este siglo es que los nombres historiográficos de los estilos artísticos son contemporáneos a los propios estilos artísticos.

De esta forma se suceden los estilos pictóricos y a finales del siglo XIX, cuando se ha dejado atrás la concepciones idealista y realista de la realidad, los artistas, para ser originales y romper con los estilos anteriores, inician un alejamiento leve pero progresivo de la realidad y empiezan a aparecer obras que, como el Cristo amarillo de Paul Gauguin, los no versados en historia del arte no tendrían reparos en calificarlas abiertamente como feas.



En la primera mitad del siglo XX, se multiplican masivamente los movimientos artísticos, que se abrían con manifiestos que otorgaban un nombre al movimiento y definían sus características o intenciones. Muchos de estos no duraban más que semanas o incluso días. En la segunda mitad del XX el arte rompe definitivamente con las masas, la realidad y la estética y empezó a volverse más y más estrafalario, adoptando su forma actual. Esta rápida sucesión de estilos artísticos ha ocasionado que los artistas tengan la sensación de que todo lo que se podía hacer ya está hecho y que la única forma de hacer algo original es mediante obras excéntricas y, de vez en cuando, polémicas. Se produce, en resumen, un agotamiento de la creatividad artística.

Para que el arte se recupere, es preciso que el artista deje de intentar controlar el arte y vuelva a ser un artesano cuyo principal objetivo sea la producción de obras de calidad, bien subordinada a un compromiso o a la propia supervivencia. El artesano debe educarse en el taller, no en una academia, y debe de carecer de una idiosincrasia como artista, actuando en el presente de forma casi inconsciente. Con ello el artista volverá a integrarse dentro del arte y de la historia. El resto, la formación de escuela y la transmisión del estilo a discípulos, su conservación y su auto-transformación, se realizará de forma automática e intuitiva, por lo que el artista podrá volver a participar en una tradición duradera.

Como ejemplo práctico tenemos a Augusto Ferrer-Dalmau Nieto, cuyas obras de le han cosechado críticas muy positivas y una popularidad notable entre la gente corriente. Ferrer-Dalmau es un autodidacta, no se adhiere a un movimiento específico, realiza encargos y está comprometido con la historia de España. Él mismo afirma que su estilo no entra dentro de la filosofía de la Real Academia de Bellas Artes. Sin embargo, al ser autodidacta no sabe cómo enseñar y eso, a corto plazo, le impedirá crear una tradición. A medio y a largo plazo, lo que suceda a continuación es una incógnita. Quizás nuevos artistas quieran seguir su ejemplo, volviéndose autodidactas y rompiendo con el arte moderno; quizás con el tiempo Dalmau acabe trabajando con otros artistas, que se convertirían en aprendices de facto, quizás sus hijos sigan su camino y trabajen con él (a fin de cuentas, es el mecanismo primitivo de transmisión de una tradición) o puede no suceder nada de lo anterior, y que se convierta en uno de los artistas que romperán con el arte contemporáneo, pero sin crear una tradición nueva, honor que a lo mejor le corresponde a otro.


Augusto Ferrer Dalmau pintando "Rocroi. El último tercio", una de sus obras más conocidas.