El evangelio de Castellani
JUAN MANUEL DE PRADA
Hace algunos años, en la populosa biblioteca de un muy querido amigo porteño, Fabián Rodríguez Simón, descubrí algunos libros de Leonardo Castellani. Siendo mi amigo librepensador, y siendo Castellani un cura trabucaire y tonante, me sorprendió que me recomendara su lectura tan encarecidamente; tanto que acabé por hacerle caso, temeroso de toparme con uno de esos escritores medio cursis y medio coñazos que tanto abundan en los arrabales de la literatura. Pero me topé, en cambio, con un escritor "ígneo y original" (con estos dos epítetos tan exactos lo califica una comentarista anónima, en la página web de "Religión en libertad"): ígneo al mo do de los verdaderos profetas, con palabras de fuego que abrasan y confortan a partes iguales; original al modo de los verdaderos poetas, con una sensibilidad en vilo que ilumina cuanto toca, desde la sátira política a la exégesis bíblica. Nunca agradeceré suficientemente a mi amigo porteño aquel descubrimiento gozoso, que para mí fue el comienzo de una conversión profunda -literaria, vital, religiosa- en la que todavía ando metido. Me impuse el deber de dar a conocer a Leonardo Castellani al lector español; y en esta tarea he empeñado muchos esfuerzos: quizá este rescate sea lo único que se recuerde de mi paso por la tierra; desde luego, sé que será mi principal mérito cuando se separen las ovejas de los cabritos. ahora acabo de publicar en Ediciones Cristiandad "El Evangelio de Jesucristo", tal vez el libro más hermoso de Castellani. Lo escribió en las circunstancias más adversas: expulsado de la Compañía de Jesús, apartado del ministerio sacerdotal (que luego le sería restituido), solo e infamado, roído por tormentos espirituales crudelísimos que a otra naturaleza más inconstante que la suya habrían empujado a la apostasía. tal era su penuria por entonces que llegó incluso a trabajar como camionero y repartidor de leche; así hasta que un amigo que dirigía un periódico le propuso escribir unos comentarios a los Evangelios dominicales, a cambio de unas monedillas. Y Castellani escribió unas piezas grandiosas que no son propiamente sermones, ni meditaciones teológicas, ni glosas eruditas, ni mucho menos una "vida de Cristo" a la moda protestantoide, sino -como el propio autor los define- "ensayos existenciales" llenos de gracia y erudición, de observaciones sabrosas y exultantes pesquisas, en donde el polemista y el apologeta se dan la mano para derramarse sobre todas las cosas terrenas, sin desarraigarse jamás de su sustancia ultraterrena. Las lecturas evangélicas son así alumbradas sin moralinas ni sociologismos campanudos; el pensamiento agudo, aferrado siempre al mástil de la ortodoxia, y el estilo provocador, indómito, zumbón a veces, otras arriscado, hacen de cada comentario una fiesta de la inteligencia y una celebración ardorosa de la fe. Justo lo que uno busca en los sermones de los domingos y raras veces encuentra.
A esta gavilla de comentarios a los Evangelios añade Castellani una introducción formidable en la que se enfrenta a la "cuestión sinóptica" siguiendo las tesis del jesuita francés Marcel Jousse, que consideraba que los Evangelios eran piezas recitativas a las que no pueden aplicarse los métodos establecidos para el estudio de los géneros literarios. Por supuesto, Castellani aprovecha para repartir mandobles a las torías histórico-críticas que empiezan considerando que los Evangelios son el fruto de un "elaboración literaria" para acabar degenerando en un almácigo de hipótesis desquiciadas. Un libro, en fin, para quedarse a vivir dentro de él, en coloquio amoroso y ensimismado, como el propio Castellani vivió dentro del Evangelio.
El Evangelio de Castellani - ABC.es