Navegar sin rumbo
Hoy en día solemos hablar de la economía en términos cuantitativos. Nos interesa que nuestra empresa gane más dinero y que el PIB de nuestra nación crezca más que el de las naciones vecinas. Se nos dice, sin rubor alguno, que “el objetivo es la eficiencia”. Esto resulta cuanto menos una contradicción, acaso un oxímoron, pues la eficiencia se define como capacidad para alcanzar objetivos al menor coste posible. Es decir, para que exista eficiencia debe haber previamente al menos un objetivo. La eficiencia no puede ser un objetivo en sí misma.
La idolatría de la eficiencia y la obsesión por la maximización numérica no es más que una forma de vestir la economía como fría y objetiva ciencia y de esquivar las implicaciones morales de la economía como actividad humana. Un ejemplo más de lo que el relativismo moral ha hecho con el pensamiento moderno. Cambiamos las preguntas fundamentales por los “métodos fundamentales”. Idolatramos la técnica, lo científico, lo racional, por la seguridad que nos ofrece su aparente objetividad frente a la amenaza de nuestra propia conciencia y su molesto afán por tratar de diferenciar entre el bien y el mal, conceptos que nos parecen caducos y obsoletos ante la cegadora visión del progreso humano. Evitamos mojarnos para no tener que preguntarnos de dónde viene la lluvia.
Recuerdo en mis tiempos universitarios como al estudiar la historia de las doctrinas económicas el profesor pasaba por encima del pensamiento económico de los escolásticos con bastante brevedad, y, si bien hacía gala de cierto orgullo nacional al presentar a la Escuela de Salamanca como cuna del pensamiento económico universitario, se refería a ellos en general con medieval desprecio y ridiculizaba en particular que se preocupasen de cuestiones como averiguar cual era el precio justo de las cosas o determinar cuando la actividad de un prestamista era lícita y cuando incurría en la pecaminosa usura. Trataban en definitiva la economía desde un punto de vista moral, lo cual era objeto de mofa del iluminado profesor, pues éste bien sabía, como todos sus ilustres colegas, que tanto los precios como los tipos de interés los determina el mercado, en libre y natural fluctuación, por encima de las voluntades de los hombres y de las objeciones de los moralistas trasnochados.
El pensamiento económico del que nos hemos dotado resulta infalible, pues el mercado es la respuesta objetiva a todas las preguntas. Pero ¿estamos realmente considerando todas las variables en nuestra magnífica ecuación?. ¿No estaremos, como sospechaba E.F. Schumacher, esquivando cuestiones como el carácter limitado de los recursos naturales o de nuestro propio tiempo, por no hablar de variables cualitativas como la moralidad o la felicidad humana?. En este sentido, es posible que estemos actuando como el ajedrecista novel, que juega con maestría una parte del tablero pero carece de una visión global sobre el mismo.
La práctica económica nos hace ver cada cierto tiempo, y para nuestra desgracia nos ha tocado vivir uno de esos “tiempos”, como ese planteamiento teórico perfecto se torna en caótica realidad y la seguridad del equilibrio de los mercados en crisis y desempleo. Y entonces volvemos otra vez a las preguntas de siempre. ¿Es justo que un mayorista se quede con una parte del precio sensiblemente superior a la que percibe finalmente el agricultor?. ¿Hasta qué punto se debe permitir que se concedan créditos cuyos riesgos han sido escandalosamente infravalorados, basando sus posibilidades de devolución en la expansión permanente de la economía y la subida continua del precio de la vivienda, llevando el abuso de esta práctica finalmente a la crisis global del sistema?. ¿No son éstas en el fondo las mismas preguntas que se hacían siglos atrás los escolásticos sobre los precios y la usura?. Habíamos denostado su enfoque moralista cuando las cosas iban bien, sus objeciones al progreso material nos parecían ridículas a la luz de la abundancia cosechada, y ahora que las cosas van mal nos damos cuenta de cuánto lo necesitamos. Navegábamos tan rápido con nuestra nave liberada del ancla de la moral, resultaba tan esplendorosa la visión de las velas hinchadas por el viento de la eficiencia, que poco o nada nos importaba la dirección. Y ahora que hemos encallado pensamos tan sólo en reflotar la nave para seguir navegando sin rumbo.
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