Una profecía quevedesca
Juan Manuel de Prada
Desde hace algún tiempo leo y releo a nuestros clásicos del Siglo de Oro con la aspiración seguramente vana o inabarcable de empaparme no solo de su maestría literaria, sino también de su pensamiento moral y político, con el que modestamente trato de combatir la bazofia ideológica circulante. Sin duda alguna, uno de los autores de estilo y pensamiento más sugestivos es Quevedo, entre cuyas páginas el lector puede espigar un montón de pasajes de pasmosa vigencia que explican los males que padecemos. Así ocurre en una sátira titulada La isla de los monopantos, incluida en La hora de todos y la Fortuna con seso, que en opinión de los eruditos es una sangrienta diatriba contra el Conde-Duque de Olivares y su camarilla, pero que nosotros podemos leer hoy como una descripción de lo que Pío XI denominó «imperialismo internacional del dinero» (vulgo «capitalismo financiero»), que convierte a los Estados en patéticos lacayos, para utilizarlos según sus conveniencias e intereses.
En La isla de los monopantos se nos describe una asamblea semejante a las del club Bilderberg, en la que los asistentes se conjuran para «mejorar en la ruina de todos nuestro partido». Entre los asistentes figuran banqueros judíos y cristianos, todos ellos ateos, según nos aclara uno de los judíos: «Así como nosotros no creímos que Jesús era el Mesías que había venido, ellos, creyendo que Jesús era el Mesías que vino, le dejan pasar por sus conciencias, de manera que parece que jamás llegó para ellos y ellas». El dinero es su único dios, al que proclaman omnipotente: «La moneda dice uno de ellos es la Circe, que todo lo que se le llega o de ella se enamora, lo muda en varias formas (...). Es la riqueza una secta universal, en que convienen los más espíritus del mundo; y la codicia un heresiarca bienquisto en los discursos políticos, y el conciliador de todas las diferencias y humores». Para dominar el mundo y poder corromperlo diseñan un plan monstruoso que juran cumplir ante «un libro encuadernado en pellejo de oveja». Uno de los monopantos pregunta quién es su autor y le responden: «El autor es Nicolás Maquiavelo, que escribió el canto llano de nuestro contrapunto». Aquí Quevedo vuelve a mostrar su clarividencia, pues en efecto no hay autor que haya hecho más daño (y otros que lo han hecho después de él se amamantaron en sus pechos) que Maquiavelo, con la ruptura que introdujo entre política y moral.
¿Y en qué consiste el plan diseñado por esta asamblea monopántica? Pues, en resumidas cuentas, consiste en dejar que las repúblicas y los reyes se enriquezcan, aunque sea ilícitamente, hasta que sean «señores del mundo»; y, una vez que lo sean, convertirse los monopantos en «señores dellos». El método para lograr este fin es muy sencillo: se dedicarán a prestar dinero a unos y otros reyes para que se hagan la guerra entre sí, empleando el dinero que uno les paga para derrotar a su enemigo en sufragar a tal enemigo, que así puede combatir al que primeramente prestaron; y todo «este enredo ciego y belicoso» y «extravagante tropelía» les servirá para «arruinar con su propio dinero a amigos y enemigos» y convertirse en monarcas absolutos del orbe (de ahí el nombre que Quevedo les asigna, los «monopantos», es decir, los absolutos, los que lo quieren todo para ellos solos).
Los confabulados saben que la soberanía del dinero en el mundo es el mejor enemigo del cielo y de las virtudes; pero también saben que el dinero, al que todos los hombres corrompidos aman, hace sin embargo diana del odio a los hombres que lo poseen. De ahí que se recomienden entre sí nunca despojar a los súbditos de los reyes, dejando que sean primero estos quienes lo hagan, para después ellos poder arruinar tan ricamente a los reyes: «Y como mentiría el mar explica uno de los monopantos si dijese que no mata su sed con tragarse los arroyuelos y fuentes, pues bebiéndose todos los ríos se los beben, en ellos se sorben fuentes y arroyos; de la misma manera mienten los poderosos que dicen que no reciben de los mendigos y pobres, cuando engullen a los ricos que devoran a los pobres y mendigos».
Y, en efecto, así nos devora el capitalismo financiero: engulléndose a los Estados que, para pagar sus deudas, deben someter a los pobres a las más diversas rapiñas. Mientras tanto, los monopantos pueden seguir divirtiéndose viendo a las gentes, «como pedernal y eslabón, combatirse y aporrearse y hacerse pedazos hasta echar chispas» (de esto se encargan hoy los partidos políticos), ajenas a sus manejos.
Quevedo escribió esta despiadada sátira hace cuatro siglos. Dios, sin duda, lo había bendecido con el don de la palabra, pero también con el de la profecía.
Una profeca quevedesca
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