Fuente: The Social Crediter, Vol. 46, Nº. 25, Sábado 11 de Marzo de 1967, páginas 1, 3 y 4.

Visto en: SOCIAL CREDIT.AU



Las Conferencias Reith de 1966


Estas conferencias dadas por el Profesor J. K. Galbraith bajo el título “El Nuevo Estado Industrial” contienen quizás la más completa admisión de la verdad de la afirmación del teorema A + B y sus implicaciones del Mayor C. H. Douglas que hayamos tenido hasta ahora procedente de cualquier eminente economista académico. También exponen los peligros a la humanidad que provienen de la continuación de los métodos económicos keynesianos modernos.

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La principal afirmación del Prof. Galbraith es que las necesidades de tecnología y el uso de equipos técnicos avanzados, están forzando a los modernos estados industriales a converger hacia el mismo patrón de economía planificada, sin importar el que se llamen a sí mismos estados capitalistas, socialistas o comunistas.

Grandes firmas y corporaciones, especialmente en EE.UU., son a menudo de enorme tamaño y complejidad: a menudo producen o comercian muchos productos diferentes y poseen filiales y ramificaciones extendidas. Por necesidad, se hacen funcionar mediante grupos o equipos de organizadores y tecnólogos que planean sus programas de producción, distribución y relaciones públicas. El Prof. Galbraith afirma que la macroempresa ha superado y prácticamente destruido la economía de mercado competitiva ordinaria, en donde el consumidor es soberano (si posee el dinero) y los productores compiten por atraerle en cuanto a precios y calidad.

La manufactura a gran escala tiende a ser inflexible. Es verdad que antes de que se lance el producto existe una planificación e investigación intensiva, no sólo a la hora de instalar la fábrica adecuada y a la hora de usar los métodos más eficientes, sino también acerca de las reacciones del consumidor y su comportamiento. Una vez lanzado, sin embargo, puede ser difícil y caro hacer aún los más ligeros cambios y, puesto que ha llegado la hora en que la mayoría de la producción es a larga escala, el consumidor habrá de tomar lo que se le ofrece o pasar sin ello, y, por supuesto, se hace todo esfuerzo, mediante los medios de una hábil publicidad y marquetización, para asegurarse su aceptación.

El hecho de que la macroempresa sea independiente del mercado ordinario significa que es capaz de fijar los precios, tanto de sus materias primas como de sus productos finales. Esto constituye un elemento esencial en la planificación: los precios se ordenan a un nivel que generalmente permita a los productores mostrar un beneficio para sus accionistas, al tiempo que siga atrayendo a los compradores y también siga proveyendo para su propia expansión y mejora a partir del ingreso y sin recurrir a los préstamos bancarios. En apoyo de esto, Galbraith nos cuenta que en 1964 solamente siete de las primeras quinientas corporaciones industriales en EE.UU. dejaron de hacer un beneficio; de las doscientas primeras, sólo dos; y de las cien primeras, ninguna.

A lo largo de sus conferencias el Prof. Galbraith subrayaba el hecho de que los grupos de organizadores o tecnólogos que hacen funcionar grandes firmas y corporaciones han de tener un enorme grado de autonomía a la hora de planificar sus programas, puesto que sólo ellos poseen la información y experiencia necesarias. Cualquier interferencia externa, ya sea de los accionistas o de los políticos o de los burócratas estatales, significaría una duplicación interminable, frustración y pérdida de eficiencia. Este pedacito de sentido común también ha sido descubierto al otro lado del Telón de Acero, en donde, en los primeros estadios de la revolución, el Estado tenía el completo control. De hecho, la tendencia a lo largo de todo el mundo, excepto en países relativamente atrasados, es en favor de una división de funciones entre la macroempresa y el estado, siendo la primera una especie de “penumbra” del segundo. Galbraith sugiere que esta convergencia en estructuras hace que el conflicto entre el Este y el Oeste no solamente sea indeseable, sino también innecesario.

El Prof. Galbraith admite que el actual sistema industrial puede proveer abundantemente a las necesidades físicas del hombre, pero existen varias cosas importantes que no puede hacer. “No puede asegurar que el total de poder adquisitivo en la economía vaya a ser igual o incluso aproximadamente igual a los bienes que pueden producirse por la fuerza de trabajo corriente.” “No beneficia grandemente”, dice, “a una compañía de automóviles grande o a un fabricante de jabones el tener un grande y leal cuerpo de consumidores si éstos carecen de poder adquisitivo con el que poder comprar” –una confesión clave que los creditistas sociales han esperado durante muy largo tiempo: es la admisión de la verdad de la afirmación del teorema A + B de Douglas mencionado antes en la introducción.

Las grandes firmas tampoco “pueden proporcionar la mano de obra especializada que la moderna tecnología, organización y planificación requiere: pueden instruir, pero no pueden educar; no pueden absorber los riesgos y los costes que van asociados con la mayoría de las formas avanzadas del desarrollo científico y técnico” (por ejemplo, producción de energía atómica, viajes supersónicos, cohetes espaciales, armas modernas, etc.); y aunque pueden fijar precios mínimos, no pueden fijar precios máximos: “no pueden prevenir que los sueldos fuercen a subir a los precios y que los precios fuercen a subir a los sueldos dentro de la conocida espiral de inflación.”

Aquí es donde el estado entra: estas brechas en la economía son todas ellas “cubiertas” por el estado, el cual entra “para manipular los impuestos, el gasto público y los préstamos bancarios: para así implementar lo que llamamos la moderna política keynesiana y para poner topes sobre los precios y los sueldos para así prevenir la inflación.” A este respecto, Galbraith subraya que la regulación keynesiana de la demanda agregada “se cree” (una expresión bastante curiosa) “que ha venido ocasionada a causa de los particulares ‘imperativos’ del pleno empleo y del crecimiento.” Pero el “simple” método keynesiano de rellenar la brecha a través del gasto en escuelas, viviendas y otras comodidades “no serviría para cubrir o suscribir el tipo de tecnología que está más allá del alcance de la planificación privada.” Las suscripciones o coberturas modernas son a una escala mucho mayor: “pocos cambios”, dice, “en la vida económica han procedido nunca con esa rapidez explosiva. Pocos han socavado tanto las concepciones de la empresa pública y privada.” Por ejemplo, solamente la planificación directa de la investigación y el desarrollo “constituye algo en lo que el gobierno de EE.UU. en 1962 gastó una cifra estimada de $ 10,6 mil millones: más que el total de dólares gastados para todos los propósitos, militares y civiles, antes de la segunda guerra mundial.” El Estado es también, de lejos, el mejor cliente particular de la gran industria, tomando un quinto de su producción total.

De esto resulta claro que, aunque la gran industria está en posición de poder financiar sus necesidades sin tomar prestado directamente de los bancos, en última instancia aparece dependiente del Estado o, quizás más exactamente, del Estado actuando como agente o intermediario del sistema bancario para la continuación de un flujo de financiación. El total de poder adquisitivo es incrementado solamente mediante el préstamo bancario y el gasto gubernamental, y no mediante la tributación: deténgase los préstamos y el gasto, y el desempleo subirá rápidamente y los clientes se desvanecerán como ocurrió en 1929. La macroempresa sabe muy bien esto; de ahí que dé la bienvenida a una asociación o relación en donde la planificación estatal se complementa y se encaja con su propia planificación y expansión. Galbraith no nos cuenta la forma en que los bancos consiguen el dinero para “prestarlo” al Estado, aunque él debe saber el procedimiento muy bien (véase Encyc. Brit. 14ª Edic., Vol. 3 p. 49 y R. G. Hawtrey, Currency and Credit, Longmans Green and Co. pp. 219 – 220, en donde se encuentran declaraciones indicando que los bancos crean los medios de pago –el dinero– a partir de la nada). Quizás en su próximo libro trate este asunto, y diga también por qué se permite que este procedimiento resulte en deudas impagables debidas a los bancos por la comunidad. El Prof. Galbraith dice que él prefiere suscribir o cubrir los lanzamientos espaciales a suscribir armas, y que está preocupado acerca del peligro para la libertad en el hecho de asociar toda o una gran parte de la actividad económica con el Estado. Piensa que “el individuo y sus preferencias serán, en una u otra forma, sacrificadas a las necesidades del aparato aparentemente creado por el Estado para servirle a aquél. A medida que el moderno sistema industrial evoluciona hasta convertirse en una “penumbra” del Estado, la cuestión de su relación con la libertad surge de una manera urgente.” Este peligro, como él lo ve, “no surge a partir de la aceptación de la disciplina necesaria para conseguir metas cooperativas” sino que radica más bien “en la subordinación de las creencias a las necesidades del moderno sistema industrial.”

Galbraith también observa que la industria se está estableciendo como el fin principal de la vida, tomando precedencia sobre valores superiores tales como la estética e incluso sobre la moralidad y la política, interna e internacional. Pero este tipo de aviso ha sido dado por santos y sabios, y se han hecho eco de él innumerables predicadores, en vano a lo largo de la historia. Fue claramente afirmado por C. H. Douglas en 1924:– “Existen solamente tres políticas alternativas en relación a una organización económica mundial. La primera consiste en que es un fin en sí misma y para la cual existe el hombre; la segunda consiste en que, si bien no es un fin en sí misma, constituye el medio más poderoso para constreñir al individuo a hacer cosas que él no quiere hacer, es decir, constituye un sistema de gobierno e implica un ideal fijo acerca de lo que el mundo debería ser; la tercera consiste en que la actividad económica constituye simplemente una actividad funcional de los hombres y mujeres en el mundo y que el fin del hombre, mientras le resulte desconocido, constituye algo hacia lo cual se realiza el más rápido progreso mediante la libre expansión de la individualidad y que, por tanto, la organización económica es más eficiente cuando más fácil y rápidamente provee a las necesidades económicas sin invadir otras actividades.” (Social Credit Principles)

La esperanza que Galbraith tiene para el mundo parece radicar en el hecho de que, en el proceso de producir científicos, tecnólogos y organizadores que la industria moderna necesita, resultará imposible prevenir el crecimiento de un gran cuerpo de hombres y mujeres cultos que verán, espera él, lo que está ocurriendo y ejercerán presión sobre el Estado para mantener a la industria dentro de sus límites apropiados. “Es”, dice él, “al Estado a donde debemos acudir a buscar la libertad para que el individuo pueda elegir en relación al trabajo… y es el Estado el que ha de rechazar imágenes de política internacional en las que suscribe tecnología pero al precio de un peligro inaceptable.” En otras palabras, la “emancipación” habrá de venir de parte de los principales operadores e importantes beneficiarios del actual sistema, de sus mismos acólitos y neófitos. ¡Una débil esperanza, nos tememos! Y una que el propio Galbraith no parece sostener con mucha fuerza ya que, más tarde, dice: “Es parte de la vanidad del hombre moderno el que él pueda decidir el carácter de su sistema económico” en contra de “los ‘imperativos’ de la tecnología, la organización y la planificación.”

Estas dudas todavía se refuerzan más por el hecho de que a Galbraith no le gusta el accionariado y, si le hemos comprendido correctamente, da a entender que debería ser abolido. “Un accionista”, dice, “es una figura pasiva y carente de función, destacable únicamente por su capacidad para participar sin esfuerzo –o incluso, dada la planificación, sin riesgo apreciable– en las ganancias del crecimiento, por las cuales la organización dirigente mide hoy en día su éxito. Ninguna concesión de privilegio feudal [él olvida que el señor tenía responsabilidades al igual que privilegios] ha igualado jamás, para un beneficio sin esfuerzo, a aquélla del abuelo americano que dotaba a sus descendientes con miles de acciones de General Motors o I.B.M.” En otras palabras, permítase que algunas anomalías proporcionen una excusa para abolir un sistema de larga data: la habitual estrategia socialita.

La abolición del accionariado y sus dividendos en favor de una completa dependencia de los sueldos y los salarios nos proletarizaría a todos nosotros. Aún cuando pudiera venir a haber –por permiso del Estado, tras una presión hecha por “tecnólogos cultos”– una cierta “elección de trabajo” y una cierta reducción de la lucha industrial incesante por adelantar al rival –a consecuencia de que la industria se viera por fin como “solamente una parte, y una parte cada vez menor de la vida”–, todavía no habría ninguna genuina libertad ya que la política económica estaría siempre bajo el control del productor. Quizás podríamos alcanzar la segunda alternativa citada anteriormente de los Social Credit Principles, pero eso es lo máximo a lo que Galbraith estaría dispuesto a llevarnos, aún cuando sus mejores esperanzas, como aparecen expresadas en su sexta conferencia, se cumplieran.

Pero antes de dejarle, deberíamos contrastar sus ideas con las de Douglas, el cual consideraba que la tecnología, en lugar de subyugarnos a sus “necesidades” e “imperativos”, debería hacer el trabajo industrial más fácil para todos, y que cualquier ajuste de la estructura económica y política debería ser de una especie en la cual se “sitúe a todo individuo en una posición de ventaja tal que, en común con sus compañeros, pueda elegir con creciente libertad y completa independencia si él quiere o no ayudar o asistir en cualquier proyecto que se le presente ante él.”

Douglas vio que la “base de una independencia de este carácter es definitivamente económica”. De ahí que, lejos de abolir el accionariado, él propuso hacerlo universal: hacer que los dividendos nacionales, fundamentados en la porción o parte que cada individuo posee de nuestra común herencia de los descubrimientos científicos e inventos –una herencia de incalculable valor actual y potencial– reemplace y sustituya gradualmente al sistema de sueldos y salarios. También propuso –mediante la contabilidad integral, en términos financieros, de la producción total en relación al consumo total en un periodo dado– asegurar que el poder adquisitivo de la comunidad fuera suficiente en todo tiempo para comprar los bienes de consumo a la venta. Esto restauraría en los consumidores (y esto significa en todos nosotros) su legítima posición como controladores de la política de producción, a la vez que dejaría a los productores libres para llevar a cabo el efectivo trabajo de campo y fábrica de la mejor manera posible “sin invadir otras actividades”.

De sus propuestas, en caso de ser implementadas, escribió Douglas: “En lugar de que la relación del individuo con respecto a la nación sea la de un contribuyente, fácilmente se la puede ver como siendo la de un accionista… No dependiendo de un sueldo o salario para su subsistencia, él no está bajo ninguna necesidad de suprimir su individualidad, con el resultado de que sus capacidades probablemente tomen nuevas formas de las cuales, hasta ahora, poseemos muy poca idea.” En otras palabras, deberíamos dar una oportunidad de descubrir el verdadero fin del hombre, tal como se sugiere en la tercera política delineada en Social Credit Principles. En caso de que no se implementen, el futuro de la humanidad pinta verdaderamente negro.


T. N. M.