«El hombre es, ante todo, obrero.
Lo es por las necesidades inmediatas de la existencia. Trabajar para vivir es una ley imperativa. El taller, la fábrica, la oficina, el campo, constituyen los cuadros regulares de nuestra actividad. En este sentido ya es el trabajo sagrado. Defender el propio trabajo es defender la propia vida.

El oficio sujeta al hombre más fuertemente aún. Le imprime su sello distintivo.
Por el ejercicio repetido de las funciones que impone, le da su pliegue, es decir, sus costumbres, sus gustos, sus formas de sentir y de pensar, y hasta sus gestos y sus deformaciones. Física y moralmente, el hombre está moldeado por su profesión.
Por la obra misteriosa del trabajo, todos los resortes del ser humano están en tensión y todas las fuentes del genio individual abiertas. Añadiendo a la Naturaleza lo que tiene en él de nuevo, de positivo y de “divino”, el hombre se supera a sí mismo: su personalidad se prolonga en la materia transformada.

Todos aquellos que han penetrado en la vida profunda del hombre han hablado del trabajo con una incomparable emoción. Son las páginas tan puras de Proudhon sobre la voluptuosidad íntima, “que resulta para el hombre de trabajo, del pleno ejercicio de sus facultades: fuerza del cuerpo, habilidad de las manos, agudeza del espíritu, poder de la idea, orgullo del alma por el sentimiento de la dificultad vencida; de la naturaleza dominada; de la ciencia adquirida; de la independencia asegurada”.
Es también la rica investigación de un Bergson, descubriendo lo que hay de más intuitivo y de más personal en nosotros. “Si pudiéramos despojarnos de todo orgullo, escribe, si para definir nuestra especie, nos atenemos a lo que la historia y la prehistoria nos presentan como la característica constante del hombre, puede que no dijéramos “Homo sapiens”, sino “Homo faber.”

Es culpa de la democracia individualista el haber dejado al productor sin defensa. El trabajador industrial no ha sido más que un elemento variable de los precios; no un hombre, sino una mercancía. La explotación ilimitada del trabajo ha sido la base de las más atrevidas conquistas del capitalismo.

Entre los campos de batalla de la industria, los muertos y los heridos han sido más numerosos que en las grandes guerras.
E1 siglo XIX ha clamado en gritos de horror, de revuelta y de piedad por estos sacrificios humanos.
Ni la protesta violenta de los socialistas; ni la intervención caritativa de la filantropía cristiana; ni la intervención tardía del Estado; ni las sublevaciones espasmódicas de los trabajadores hubieran podido modificar el fondo trágico de la realidad social. La evolución se ha encargado de poner en ella misma su correctivo. Ha concentrado en las fábricas grandes masas de trabajadores; del trabajador individual del taller, ha hecho un trabajador colectivo en la fábrica. El utillaje humano, como el utillaje técnico, no actúa ya más que en conjuntos compactos.

Del grupo económico al grupo social no hay más que un paso. Los mismos productores que el trabajo asocia, la defensa del trabajo los encuentra reunidos. La similitud de intereses crea la comunidad de sentimientos, y de esta agrupación fortuita nace una conciencia colectiva. La clase social, inútilmente negada por la democracia, aparece con todo su contenido: hombres materialmente juntados y moralmente unidos sobre el mismo plano económico.

Una clase que lucha por sus derechos tiene necesidad de una institución que la represente. La burguesía ha tenido el Parlamento; el mundo del trabajo tiene el Sindicato. Es la agrupación seleccionada de los voluntarios que marchan adelante y combaten por los otros: es el órgano representativo de los productores.
No solamente obreros de la industria, sino de todos los que sufren la humillación del trabajo “servil”. Una sociedad que tiene todos los grados y advierte al productor que la marca del signo de inferioridad no es duradera. Un día viene en el que los que viven de su trabajo se revelan: los Sindicatos obreros hacen escuela.


De este modo, poco a poco, y por imitación, el sindicalismo ha ganado la Sociedad entera. Industriales, agricultores, funcionarios, empleados, profesiones liberales, etc., han conquistado todo. Hasta el Estado, su antítesis, que, bajo el peso de los problemas de postguerra, llama en su ayuda, en nombre de la competencia y de la técnica, los grandes cuerpos profesionales. Es la revancha del grupo.

Incluso en el orden moral, el sindicalismo ejerce su atracción sobre los espíritus devorados de inquietud. En ese mundo ilusorio de la política y de la especulación obliga a ver claro, disipa las mentiras y a vivir con las cosas verdaderas. Del plano superficial conduce al plano real que llena las formaciones nuevas, que esperan las conciencias en cierne, ya revista su forma obrera o su forma difusa; ya se afirme como la .creación personal del proletariado, o como la adopción por la Sociedad de un principio nuevo; el sindicalismo se opone a la democracia, como la Economía a la Política y lo concreto a lo abstracto.

Hace más de medio siglo, el alemán Jacobí predijo que el nacimiento de los sindicatos obreros tendría, para un porvenir próximo, más importancia que la batalla de Sadowa. Más cerca de nosotros, el profesor Aulard, el intérprete oficial de las ideas del 89, el acontecimiento más grande del siglo. Los hechos han confirmado estas predicciones.

Para apreciar las aportaciones del sindicalismo, hay que remontarse a sus orígenes obreros. Poco importa el volumen y la fuerza numérica de estos sindicatos ardientes que, en la primera década del siglo, con sus débiles medios declararon la guerra al capitalismo y a sus instituciones. La historia les agradecerá esta brutal ruptura con una civilización moralmente fracasada. Detrás de esta escisión, el drama social aparece en toda su inmensidad.

Las ideas obreras que hicieron explosión en el curso de los años 1904-1908 no eran producto de construcciones abstractas.
Venían de una larga experiencia. Los sindicalistas los habían adquirido en el curso de una ruda resistencia a los bloqueos de los partidos socialistas o de las sectas anarquistas. Unos y otros pretendían utilizar los sindicatos para su propaganda electoral o antielectoral. Si ellos le reconocían un alcance práctico, la limitaban a las tareas secundarias de un corporatismo restringido: reivindicaban para ellos el monopolio de la transformación social.

De un salto, en 1906, en el Congreso de Amiens, los sindicatos rompieron el cerco de esas influencias rivales y proclamaron su independencia. Al abrigo de las infiltraciones del exterior, les interesaba guardar una autonomía casi hostil y agrupar a los productores en el terreno exclusivo de la producción. Volvían a recoger la vieja fórmula: la emancipación de los trabajadores será la obra de los trabajadores mismos.

Tenían que defenderse, sobre todo, contra los métodos políticos de los partidos socialistas, más amenazadores que las vagas ideologías del individualismo anarquista. Como todos los partidos, los socialistas, obsesionados por la conquista de los poderes públicos no veían en el obrero más que al elector: la lucha contra el capitalismo se reducía a una operación parlamentaria.
Ilusión fácil de alimentar. Los socialistas no habían perdido todavía, a pesar de su alma electoral, todo el prestigio de sus orígenes místicos. El recuerdo de las tradiciones heroicas; la tradición, en los días de fiesta, de una doctrina altiva, que reanimaba los espíritus; el penacho de sus viejos jefes y de sus oradores; los éxitos constantes en las elecciones; intervenciones de gran explosión en las crisis públicas; todo ello formaba como un velo que ocultaba la lenta absorción del socialismo por la democracia política.

No costó mucho trabajo a los sindicalistas arrancar este velo, el día en que la revolución de Palacio, que después del asunto Dreyfus había dado el poder a los partidos democráticos, hubo traído todos sus efectos. La presencia del socialista Millerand en el Gabinete Waldeck-Rousseau y el Gobierno oculto de Jaurès bajo el Ministerio Combés no habían cambiado nada en las relaciones reales de las clases. Todo había tenido lugar en la superficie: solamente los equipos políticos habían sido renovados.
Se vio bien, cuando, bajo el golpe de conmociones parciales, los conflictos económicos vinieron a multiplicarse. Los partidos socialistas y las instituciones democráticas pesaban poco en el choque de las fuerzas sociales. Contra un capitalismo de ante-guerra social y técnicamente retrasado, incapaz de elevar el nivel de la vida obrera con sus propios rendimientos, los trabajadores organizados se medían solos y concibieron una confianza exaltada en su acción autónoma de clase.
Lo que en realidad predicaban, no era el socialismo parlamentario, sino el parlamentarismo; no la política de un partido, sino la política de todos los partidos; no un intermediario impotente, sino todos los mediadores y todos los intérpretes; no un juego de ruedas aislado, sino todo el mecanismo de la democracia. Lanzaban, desafiador, su lema irredentista: el sindicalismo se basta a sí mismo. “Fará da se”.

Una práctica experimentada, en las luchas cotidianas, había revelado la primacía de la acción directa. Las conquistas obreras deben mucho más a la presión pertinaz del proletariado que a la intervención protectora del poder. Organizados los obreros, triunfaban por sus propios esfuerzos, sin esperar el concurso de la ley. Se manifestaba siempre, que en la vida social nada es gratuito y todo se conquista.

No se trataba ya, para liberar el trabajo, de tomar por asalto los poderes públicos y de cambiar los amos del Estado. Los sindicalistas sabían que, popular o burgués, el Estado, bajo esos aspectos diversos, conserva su naturaleza inmutable y sigue siendo lo que es: una pesada burocracia, exterior a la Sociedad positiva a la que aplasta con todo su peso.
Lo importante no es transformar el Estado, sino hacer retroceder. No teóricamente, a la manera del viejo liberalismo, que no le oponía más que un individuo anárquico, sino prácticamente por “instituciones obreras” nacidas de un gran esfuerzo colectivo de clase, y que le vaciarán de sus funciones usurpadoras y le lanzarán de retroceso en retroceso a su propio terreno. El levantamiento de la economía contra la política toma formas concretas: el trabajo se atribuye los problemas del trabajo.
Esa trasferencia de las funciones sociales del Estado a las instituciones obreras creadas con todas sus piezas por el proletariado, es todo el sindicalismo. Su espíritu conquistador y realizador, estalla en esa llamada a las fuerzas inventivas de la clase obrera, advirtiéndola que, para emanciparse, no solamente debe destruir, sino construir.
El sindicato es, pues, más que una simple prolongación del taller, donde los obreros vuelven a encontrarse entre obreros. Es el núcleo de un conjunto de obras engendradas por la vida de trabajo. Obras de defensa, de asistencia, de solidaridad, de educación, de aprendizaje de cooperación, etc., al corazón de los cuales se retira para elaborar los principios de un mundo nuevo, la selección organizada de los productores.

El sindicalismo ha sorprendido al mundo por la violencia de su ruptura con el orden establecido. Pero el mundo se ha impregnado poco a poco de las verdades nuevas que él traía. Su espíritu vive en él.

La marcha de las ideas es misteriosa. El camino que han tomado en su origen, describe luego curvas imprevistas. Conservan las huellas de su forma primera, pero se adaptan con plasticidad a los momentos y a los días. Si nuestra vieja sociedad encuentra ante ella elementos de una nueva cultura, es el sindicalismo a quien los debe.»